En aquel tiempo los pobladores ya no pensaban en anexionarse territorio, toda la geografía americana había sido prácticamente explorada, salvo algunas excepciones. Se trazaban entramados urbanos, se levantaban catedrales, universidades, palacios y casas. Los cultivos se extendían por miles de hectáreas y una sociedad criolla emergente negociaba con Europa gracias a sus abundantes materias primas. Los yacimientos mineros proporcionaban al imperio español sustento necesario para acometer diferentes empresas bélicas y los barcos primigenios que abrieron las rutas hacia las Indias dejaban sus vetustas formas para dar paso a los nuevos y magníficos galeones.
Evidentemente, todo había cambiado tras casi setenta años de presencia española en América, pero aún quedaba un puntal por asentar en las Indias y ése se encontraba precisamente en el territorio más austral del continente. Ahora se precisaba que Buenos Aires se convirtiese en esa capital fuerte que pudiese mirar a España con la intención de mejorar las magníficas posibilidades de negocio que se estaban brindando en el cono sur americano. Era el momento para que un nuevo adelantado pusiera la guinda a la conquista española de América.
Este personaje fundamental para la naciente Argentina nació en Orduña (Vizcaya) en 1528, si bien otros historiadores piensan que vino al mundo en el valle de Losa (Burgos). Con apenas catorce años de edad, se embarcó junto a su tío Juan Ortiz de Zárate —futuro adelantado del Río de la Plata— hacia Perú, en la armada del virrey Blasco Núñez de Vela. Participó en varias expediciones en la zona oriental de los Andes y, tras los diversos litigios por el control de la zona, se unió a Ñuflo de Chaves, junto a quien fundó Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), ciudad en la que fue encomendero y regidor. En 1568 se estableció en La Asunción, donde fue nombrado alguacil mayor. Allí se le encargó buscar una salida al mar que facilitase el comercio no sólo a los habitantes de las riberas del Paraná, sino también a los pobladores del Alto Perú, de Chile y del noroeste de Argentina. Durante la expedición, el 15 de noviembre de 1573 fundó la ciudad argentina de Santa Fe.
Regresó a Asunción en 1576 convertido en teniente gobernador y capitán general de las provincias del Plata, nombramiento otorgado por el oidor de la Audiencia de Chuquisaca (Bolivia), Juan de Torre de Vera, casado con Juana, la hija del difunto Ortiz de Zárate y, por tanto, heredero del título de adelantado del Río de la Plata.
Sin embargo, el virrey del Perú, Francisco de Toledo, de quien dependía la provincia platense, nunca reconoció dichos cargos, pues el matrimonio de Juana Ortiz de Zárate con Juan de Torre de Vera no fue de su conveniencia, ya que él abrigaba otros planes. Mientras, la distancia geográfica hizo que nadie se entrometiera en el quehacer de Garay, quien a la postre actuó como un auténtico gobernador. En 1578 se le encomendó la repoblación de Buenos Aires, ciudad desierta tras el abandono ordenado por Martínez de Irala y que ahora se consideraba un emplazamiento fundamental para las comunicaciones marítimas con España.
Con cierto retraso, pues Garay tampoco desatendió sus obligaciones en Santa Fe y Asunción, organizó dos grupos expedicionarios, uno de ellos acarreando gran cantidad de ganado. El 29 de mayo de 1580, Garay encontró el emplazamiento ideal para refundar la ciudad en un promontorio un poco más al norte del lugar escogido por Pedro de Mendoza, siendo bautizada como ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Buenos Aires. El censo original de la población contaba sesenta y cuatro habitantes, de ellos diez españoles y el resto autóctonos. Garay fue designado gobernador del Río de la Plata, dedicándose desde entonces a trazar las líneas urbanísticas de la villa repoblada. Asimismo, realizó el reparto de encomiendas e inició obras para acondicionar el puerto, acciones que en definitiva sentaron las bases para el gran desarrollo comercial y humano de la capital argentina.
Esta prosperidad creciente no pasó desapercibida para las flotillas corsarias —principalmente inglesas— que se habían constituido en el nuevo peligro que se cernía sobre las florecientes colonias españolas en América y, a tal fin, Garay empleó su tiempo en fortificar las defensas bonaerenses. Una vez superados todos los obstáculos Garay preparó la exploración de las tierras sureñas, sin dejar de pensar en que algún día encontraría la huidiza ciudad de los Césares: el último sueño, el último anhelo que aún restaba en el universo conquistador de América. Sin embargo, tras dos años de infructuosa búsqueda Juan de Garay sucumbió en un viaje a Santa Fe, víctima de un combate contra los indios, junto al lago San Pedro, cerca de las ruinas de Sancti Spíritus, el antiguo fuerte levantado por Sebastián Caboto.
Con él quedaba rubricado casi un siglo de presencia española en el Nuevo Mundo, tiempo en el que miles de hombres dejaron sus vidas en uno de los mayores empeños que viera la historia. La conquista daba paso a la colonización. Millones de kilómetros cuadrados de un paraíso perdido hasta 1492 habían sido explorados por los españoles y otros europeos. Aún quedaban por delante varias proezas dignas de ser contadas, enfrentamientos entre blancos y autóctonos, expansión por el norte del continente, sangre, mucha sangre derramada, pero también entendimiento, mestizaje y cultura que unieron dos mundos llamados a caminar juntos.
España permanecería más de cuatro siglos en América transmitiendo, al igual que hiciera Roma, sentimientos de civilización y urbanidad en los que todos se pudieron entender gracias al uso de una lengua común. Aquel impulso inicial abierto por Cristóbal Colón dio paso a millones de almas que buscaron en la fértil realidad americana consumar sueños de grandeza mediante descubrimientos, exploraciones y conquistas. Mientras los nativos, auténticos propietarios de la tierra, sufrían las injustas inclemencias de unos invasores extranjeros dispuestos a que nadie les arrebatase tan singular oportunidad de volver a empezar en un Nuevo Mundo.
Desde los primeros viajes colombinos existió por parte de la corona española el evidente afán de trasladar el espíritu de la reconquista peninsular a las nuevas tierras descubiertas más allá del Atlántico. La evangelización de América fue una de las constantes que impregnaron una de las mayores hazañas de la historia y, en consecuencia, cientos de sacerdotes, frailes y obispos acompañaron con sus cruces y textos sagrados a las espadas empuñadas por descubridores y conquistadores de las Indias Occidentales.
E
n efecto, España se abrió paso en el nuevo continente, no sólo con las armas, sino también con los aires religiosos emanados desde la península Ibérica y que pretendían convertir a la fe católica a millones de indios pobladores del Nuevo Mundo. Como es obvio, el choque cultural perjudicó a los autóctonos, aunque las autoridades eclesiásticas trataron desde el principio de salvaguardar la identidad primigenia de los nativos. Acaso el máximo representante de esa intención fue fray Bartolomé de Las Casas quien nació en Sevilla no en 1474, como se creyó a lo largo de mucho tiempo, sino diez años después, tal y como consta en la única declaración que sobre su edad nos dejó el propio interesado. Sus padres fueron Isabel de Sosa y Pedro de Las Casas, un mercader oriundo de Tarifa (Cádiz) y, según se cree, perteneciente a una familia judeo-conversa. El joven Bartolomé se desplazó a Granada, a principios del año 1500, para participar en las milicias sevillanas en el sofocamiento de la rebelión de los moriscos.
Se ha especulado mucho acerca de sus estudios y, en ese sentido, no consta que acudiera a ninguna universidad ni que poseyera el título de licenciado, siendo lo más probable que estudiara latín y humanidades en la escuela catedralicia de la capital hispalense. A principios de 1502, se embarcó, acompañando a su padre y a su tío, en la flota de Nicolás de Ovando, flamante gobernador de La Española. En dicho año parece que todavía no era clérigo, y sus intereses eran más económicos que religiosos, pues el muchacho actuó como un colono más, siendo minero y encomendero en Santo Domingo, además de colaborador en las guerras de Jaraguá y del Higüey. Asimismo, tuvo hacienda e indios en las orillas del río Janique.
En 1507, regresó al Viejo Mundo y marchó a Roma, donde recibió, ahora sí, las órdenes sacerdotales, aunque hasta 1510 no celebró su primera misa, que tuvo como escenario el poblado de Concepción de la Vega, en la actual República Dominicana. En la primavera de 1512, tras vender su hacienda, se unió a la conquista de Cuba, como capellán de la hueste, y recibió una buena encomienda que atendió hasta 1514, momento en el cual sufrió su primera conversión, renunciando a los indios de su repartimiento por razones de conciencia, dado que, ya por entonces, estaba convencido de que debía «procurar el remedio de estas gentes divinalmente ordenado». No en vano, se sentía predestinado para esta misión.
De regreso a Santo Domingo, estableció contacto con los dominicos, y fray Pedro de Córdoba decidió enviar a Bartolomé, junto con Antonio de Montesinos, a España para denunciar los abusos que se daban en las encomiendas. Las Casas y Montesinos pudieron entrevistarse el 23 de diciembre de 1515 con Fernando el Católico, ya muy enfermo. También hablaron con el obispo Rodríguez de Fonseca que no les concedió mayor atención. Mejor suerte tuvieron al dirigirse al cardenal Jiménez de Cisneros y a Adriano de Utrecht, el futuro papa Adriano VI, con los que discutieron algunas soluciones, como enviar a Santo Domingo a tres frailes Jerónimos en calidad de gobernadores, asesorados por Las Casas, quien fue además nombrado «protector universal de todos los indios que allí moraban».
De regreso a La Española, en 1517, los Jerónimos entraron pronto en conflicto con los dominicos, motivo que obligó a fray Bartolomé a retornar a España. El 19 de mayo de 1520 obtuvo en La Coruña una capitulación para llevar a cabo un proyecto de colonización pacífica en la costa de Paria, actual Venezuela.
A principios de 1521 emprendió viaje con algunos colonos hacia San Juan de Puerto Rico. Su idea era establecer en Paria a los pioneros y propiciar de manera pacífica el acercamiento a los indios. Éstos conservarían su libertad a cambio de escuchar la predicación del Evangelio, sin mediar violencia ni obligación alguna, aceptando de grado la autoridad del rey de España. Sin embargo, este empeño fracasó y en 1521 tuvo que regresar a La Española.
Un año después, decidió ingresar en la orden de Predicadores, donde vivió su segunda conversión. La vida conventual le proporcionó tiempo para el estudio y la escritura de sus primeras obras, hasta que, en 1526, abandonó su convento dominico para establecer otro en Puerto Plata. En este tiempo ya había redactado algunos memoriales en los que se reflejaban dolorosas denuncias por el trato que recibían los indios a cargo de sus dueños blancos. A partir de 1531 comenzó a predicar en Puerto Plata contra los colonos españoles, los cuales consiguieron que sus superiores lo trasladaran a Santo Domingo, donde logró en 1533 la rendición del cacique Enriquillo, sublevado catorce años antes. A finales de 1534, fray Bartolomé y otros tres dominicos viajaron al Perú dispuestos a trabajar en defensa de los indios y fortalecer de paso las actividades de su orden, pero una serie de dificultades les impidieron llegar a su destino, quedándose durante un tiempo en Panamá, Nicaragua y México.
De allí fray Bartolomé pasó a Guatemala, lugar en el que residió poco menos de dos años y donde escribió otra de sus obras más importantes, la conocida en español como
Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión
. En ese largo tratado la tesis central era que la única forma de promover la conversión de cualquier ser humano no era otra que la vía de la persuasión y jamás valiéndose de las armas o de cualquier otra forma de violencia. Proceder así sería una actuación «temeraria, injusta, inicua y tiránica».
Más convencido que nunca, se preparó para poner en práctica sus ideas, eligiendo para ello la zona de Tezulutlán, considerada hasta entonces como tierra de guerra en Guatemala. La entrada en la que se llamaría la Vera Paz implicaba para los conquistadores la prohibición expresa de internarse por aquel territorio virgen, ya que allí se efectuaba la conversión de los indígenas en los únicos términos posibles para atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, por medio del diálogo y la persuasión.
En 1538 el padre Las Casas y su secretario el padre Rodrigo de Ladrada viajaron a México para participar en el capítulo de la orden dominica. Concluido éste, ambos se embarcaron con rumbo a España. Allí, a principios de 1540, Las Casas consiguió que se expidieran varias reales cédulas protectoras de los trabajos de su misión en Tezulutlán.
Por ese tiempo escribió su célebre
Brevísima relación de la destrucción de las Indias
, así como la obra que se conoce como
Los dieciséis remedios para la reformación de las Indias
. Residiendo en Valladolid, se entrevistó con el monarca Carlos I, el cual escuchó con suma atención las demandas del dominico, por lo que convocó de inmediato las famosas Juntas de Valladolid, en las que fray Bartolomé, según se dice, presentó su
Brevísima relación de la destrucción de las Indias
y los ya mencionados
Dieciséis remedios
. Consecuencia de lo que allí se discutió fue la promulgación, el 20 de noviembre del 1542, de las fundamentales
Leyes Nuevas
. En ellas se prohibía la esclavitud de los indios, se ordenaba además que todos quedaran libres de los encomenderos y fueran puestos bajo la protección directa de la corona. Por añadidura se dispuso que, en lo concerniente a la penetración en tierras hasta entonces no exploradas, debían participar siempre dos religiosos que actuaran como supervisores de que los contactos con los indios se llevaran a cabo en forma pacífica, dando lugar al diálogo que propiciara su conversión. En definitiva, un abrumador éxito para los postulados defendidos por Las Casas.
Al año siguiente, en marzo de 1543, el emperador presentó a fray Bartolomé ante el Papa como candidato idóneo al obispado de Chiapas. Disposición complementaria fue la de incluir dentro de los límites de su diócesis la región de Tezulutlán, donde se desarrollaba el proyecto de asimilación pacífica concebida por el dominico.
Consagrado obispo en la capilla del convento de San Pablo en Sevilla, se embarcó en julio de 1544 con rumbo a La Española, desde donde se dirigió a su diócesis en una travesía que lo llevó a desembarcar en Campeche. Establecido ya en Ciudad Real de Chiapas, quiso estar informado desde un principio sobre la conducta de sus feligreses con los indígenas. Redactó entonces los doce puntos de su
Confesionario
, que publicaría más tarde con el título de
Avisos y reglas de confesores
. Al percatarse de la preocupante situación que se vivía en Chiapas, dispuso que ningún sacerdote pudiese absolver a quienes tuvieran indios esclavos, lo que provocó reacciones muy adversas. Finalmente, un enojado Las Casas excomulgó a los encomenderos y a todos aquellos que se oponían a lo dispuesto por él.