La aventura de los conquistadores (23 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los conquistadores
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A principios de 1537, Quesada y los suyos avanzaban sobre las tierras altas pobladas por chibchas, que se encontraban por entonces divididos en cinco estados principales: Guanenla, al norte, en la meseta de Jerida, con un soberano llamado de igual modo; Sogamoso, en Iraca, cuyo jefe era el Sogamuxi; al este, Tundama, regido por un rey del mismo nombre. En el centro, Tunja, gobernado por el Zaque, cuyo poder llegaba hasta Vélez y Jamondoco; y Bogotá, poblado por los bogotaes, y regido por el Zipa, quien residía unas veces en Bacatá (Bogotá) y otras en Funzha (Muequetá). Este último era, sin lugar a dudas, el más poderoso de los chibchas, pues controlaba las dos quintas partes de la actual Colombia y ambicionaba anexionarse los otros estados que, por otra parte, estaban inmersos en pleno feudalismo y se debatían en luchas intestinas.

En aquel momento crucial, Quesada intuyó con certitud que había llegado su gran oportunidad y, al igual que Cortés o Pizarro, renunció al cargo de adelantado pidiendo a sus hombres que eligieran un capitán general, distinción que obviamente recayó en él mismo, lo que le concedía de facto independencia con respecto a la gobernación de Santa Marta. Quesada sospechó con fundamento que las disensiones indígenas le podrían beneficiar en su arriesgado empeño, aunque, a decir verdad, el estado de su tropa era más que lamentable. Por entonces, apenas le quedaban en pie ciento sesenta y seis hombres con armas absolutamente deterioradas a causa de la herrumbre y del excesivo uso.

En consecuencia, el desarbolado ejército tuvo que asumir el empleo de las tradicionales armas indígenas y con ellas lanzarse a una conquista homóloga, en la práctica, a la de sus antecesores Cortés y Pizarro. Durante dos años los españoles avanzaron por las mesetas colombianas recibiendo los terribles ataques lanzados por las tribus autóctonas. En ese tiempo fundaron ciudades como Vélez (enero de 1537) y dieron nombre a hermosos y fértiles valles como el de los Alcaceres. Acaso, en este periodo la principal oposición nativa fue la del Zipa Tisquesusa, un poderoso cacique dispuesto a resistir a ultranza ante la invasión extranjera. Durante meses, españoles e indios protagonizaron diferentes combates en los que el elemento nativo ofrendó, muy a su pesar, grandes ríos de sangre.

Al fin los núcleos de resistencia aborigen fueron vencidos por los españoles y los grandes caciques locales tuvieron que pagar incluso con la muerte la costosa presencia extranjera en sus tierras. Tras su apabullante victoria, Quesada sólo quería viajar a España, dispuesto a reclamar el honor de su triunfo ente las Cortes de Indias. Empero, algo le hizo contenerse por el momento, y es que tuvo noticias sobre la marcha de dos columnas hacia sus recién adquiridas posesiones. En una de ellas venía Sebastián de Belalcázar, el fundador de Quito, quien, advertido de las riquezas colombianas, quería tomar su parte en el festín.

En el segundo contingente se encontraba Nicolás Federmann, un hombre de negocios alemán metido a conquistador por mor de los acontecimientos y que llegaba desde los territorios venezolanos. La situación de Federmann era precaria hasta el más absoluto patetismo. Sus hombres, agotados y hambrientos, más parecían un grupo de mendigos que otra cosa, mientras que la tropa de Belalcázar, hombre curtido y avezado en cuestiones expedicionarias, exhibía un mejor aspecto.

Sea como fuere, Quesada desconfió de los dos visitantes y decidió pactar con ellos por cualquier eventualidad que pudiese surgir. Para mayor constatación de la presencia española en la futura Colombia, se fundó Santa Fe de Bogotá, el 6 de agosto de 1538. Según se cuenta, los testigos principales del nacimiento de la villa fueron estos tres capitanes, aunque en recientes investigaciones históricas se advierte que la inscripción jurídica de la villa se realizó el 27 de abril de 1539, con la única presencia de Quesada y Federmann, a los que más tarde se unió Belalcázar.

Estaba claro que los caudillos españoles pretendían la misma gloria en aquella empresa, por lo que Quesada, auténtico artífice de la conquista, enarboló una vez más sus dotes diplomáticas para llegar al mejor acuerdo posible entre aquellas huestes dispuestas a todo, y después de interminables conversaciones, pudieron rubricar una suerte de resoluciones que se aceptaron con mayor o menor agrado. Los acuerdos pasaban por que ninguno de los tres capitanes se alzara como jefe de los demás; asimismo los tres marcharían a España a dirimir el problema, mientras que en Santa Fe se quedaría como máximo responsable Hernando Pérez, el hermanastro de Quesada.

Elegido el Cabildo, y habiendo repartido las encomiendas siguiendo la división chibcha de provincias y cacicazgos, el 12 de mayo de 1539 partieron de Santa Fe los tres capitanes, los oficiales reales y treinta soldados, río Magdalena abajo. El 5 de junio entraron en Cartagena de Indias, y el 8 de julio se embarcaron para España, llegando en noviembre a Sanlúcar de Barrameda.

En 1541 el propio Hernando iniciaría por su cuenta una alucinada búsqueda de El Dorado que, por supuesto, no culminó en éxito y en cambio derivó en una absoluta catástrofe. Posteriormente llegó como gobernador Alonso Luis Fernández de Lugo, hijo del fallecido Pedro Fernández de Lugo, que entró en la población de Vélez en 1542 con el ánimo no sólo de poblar, sino también de obtener la máxima riqueza en aquella tierra de promisión. Era hombre soberbio y arbitrario, y estos feroces defectos fueron los que descargó sobre los Quesada para expulsarlos de Nueva Granada.

En 1544 Fernández de Lugo quedaba fuera de juego y su puesto era asumido de forma interina por Pedro de Ursúa, a instancias del visitador real Miguel Díaz de Armendáriz, el mismo que al fin ocupó definitivamente la gobernación de Nueva Granada dos años más tarde. Armendáriz publicó solemnemente las
Leyes Nuevas
y despachó varias expediciones a la Sierra Nevada del Norte, lugar en el que se presumían, a tenor de las informaciones indias, grandes riquezas.

En la zona habitaban los indios chirateros y los españoles realizaron fundaciones como la villa de Pamplona, plaza en la que se instaló Pedro de Ursúa tras combatir con éxito la resistencia de los naturales. En 1549 el territorio ya gozaba de un tejido social lo suficientemente consistente para crear Audiencia propia, asunto que se concretó ese mismo año en Santa Fe.

Pero ¿qué había pasado mientras tanto con Gonzalo Jiménez de Quesada y sus forzosos socios? Como ya sabemos, viajó en compañía de Federmann y Belalcázar a la corte española dispuesto a reivindicar su papel en la conquista de Nueva Granada. En noviembre de 1539 se presentaron los litigantes ante la Asamblea, pero para entonces ya había sido elegido como gobernador Alonso Luis Fernández de Lugo, por lo que Quesada y los otros quedaron de un plumazo al margen de cualquier petición. En ocasiones, la vida es tremendamente injusta y en esta oportunidad, en verdad, lo fue, pues a nadie más que a Quesada le cupo el mérito de aquella hazaña que en principio le negaron.

En cuanto a Nicolás Federmann, quien también deseaba ser partícipe en el descubrimiento de El Dorado, diremos que no tuvo mucha suerte, pues una vez en la Península tuvo que pelear judicialmente con los Welser, poderosa familia que había financiado el viaje del alemán en 1535 y que ahora le pedía cuentas por la falta de resultados. Federmann dio con sus huesos en la cárcel de Valladolid, donde falleció en 1542.

Por su parte Belalcázar tuvo mejor fortuna y obtuvo el cargo de adelantado y gobernador en Popayán, dados los evidentes méritos contraídos en años anteriores. No olvidemos que este célebre conquistador también buscó El Dorado en 1536 en una expedición durante la cual fundó las ciudades de Cali y Popayán (situadas ambas en la actual Colombia). Regresó a las Indias en 1540 con su flamante nombramiento y restableció el orden en su territorio: mandó apresar a Pascual de Andagoya, que se había autoproclamado gobernador de Cali, y a Aldana, que había hecho lo mismo en Popayán. En 1542 pasó al Perú para socorrer al gobernador de ese territorio, Cristóbal Vaca de Castro. Tres años más tarde intervino con una dotación de cuatrocientos hombres al lado del primer virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, para imponer la autoridad de éste contra las pretensiones de Gonzalo Pizarro.

Belalcázar luchó en enero de 1546 contra el hermano de Pizarro en la batalla de Iñaquito, en la que resultó herido y cayó prisionero. Puesto en libertad, volvió a su gobernación y tuvo que enfrentarse a Jorge Robledo, antiguo teniente suyo, que pretendía la posesión de las tierras conquistadas en Antioquia (en la zona noroccidental de la actual Colombia). Vencido Robledo, Belalcázar le condenó a muerte. Poco después recibió una requisitoria que solicitaba su propio procesamiento al acusarle tanto de los abusos cometidos por sus subordinados como de la muerte de Robledo. Cuando en 1551 preparaba el viaje a España para defenderse, le sorprendió la muerte en Cartagena de Indias.

En cuanto a Jiménez de Quesada, diremos que, hastiado de tanta burocracia, se dedicó a viajar como renacentista por el viejo continente. Fueron nueve años en los que dilapidó su fortuna hasta las últimas monedas. Una vez de regreso a España, volvió a sentir la llamada de América debido, en buena parte, a las incesantes historias que circulaban en la península Ibérica sobre El Dorado que él tanto había conocido. Eran tiempos de fiebre aurífera, lo que provocaba un constante goteo migratorio hacia América, y Quesada no quiso perder ocasión de volver a exigir sus derechos sobre Nueva Granada, aunque lo cierto es que el Consejo de Indias permaneció inflexible ante las demandas del veterano conquistador, recordándole de paso el capítulo poco honorable acerca del trato injusto sufrido por el Zipa Tisquesusa e implicando directamente al cordobés en la muerte del jefe indígena. A estas alturas, el desolado Quesada no disfrutaba de ningún reconocimiento oficial por su gesta. En la propia Nueva Granada se le había abierto años antes un juicio de residencia y ahora en España se le imponía una severa multa por sus actuaciones en América, así como la orden de no acercarse a las Indias durante un año. No obstante, el andaluz era de natural testarudo y decidió, sin poco más que perder, perseverar en el empeño de regresar a la tierra por él conquistada, para en ella recibir las distinciones que sin duda le pertenecían. Y a fe que lo consiguió, pues con el tiempo le reconocieron su valía otorgándole el cargo honorífico de mariscal en Nueva Granada con el privilegio de regidor perpetuo en Santa Fe de Bogotá. A esto se añadía una discreta asignación anual de cinco mil ducados. El conjunto de cargos rehabilitaba al viejo aventurero y le devolvía a su teatro de operaciones, lugar en el que hizo acto de presencia cuando corría el año de 1561, justo en el momento en el que un alucinado puso en peligro la estabilidad de Nueva Granada.

El loco Aguirre

La crónica que rodeó a la interminable búsqueda de El Dorado estuvo jalonada por episodios dignos del más vívido surrealismo. Como ya hemos dicho, decenas de expediciones fueron engullidas por la espesura selvática, a ambas márgenes del río Amazonas, y miles de hombres sucumbieron sin ni siquiera atisbar vestigio alguno de aquel reino cubierto por las brumas de las leyendas del oro.

Acaso, el episodio más singular lo protagonizó el desvarío de una mente distorsionada y teñida de pinceladas propias de una psicopatología. Lope de Aguirre nació en Oñate (Guipúzcoa) en 1516, si bien algunos investigadores creen que el año de su nacimiento pudo ser 1511. A edad temprana viajó a Sevilla dispuesto a embarcarse en cualquier flota que zarpase rumbo a las Indias. En 1534 se encontraba en Cartagena de Indias (Colombia) como soldado raso al servicio de la corona.

Cuatro años después participó en las guerras civiles peruanas en el ejército del oidor Vaca de Castro, que combatía a las fuerzas almagristas. Asimismo, luchó en los ejércitos reales de los virreyes Blasco Núñez de Vela y Pedro la Gasea hasta terminar con la sublevación de Gonzalo Pizarro. Estuvo involucrado en el oscuro asesinato del corregidor de Charcas (1553), por lo que fue condenado a muerte, aunque finalmente resultó indultado.

En 1559 se unió a la expedición que el virrey Andrés Hurtado de Mendoza había organizado con el propósito fundamental de localizar el mítico El Dorado. Y además tenía otra finalidad secundaria, no menos importante, pues pretendía con esta misión desembarazarse de sus capitanes más molestos, temidos y crueles. La columna a cuyo mando se encontraba Pedro de Ursúa debía remontar el río Marañón, por lo que el famoso viaje fue conocido posteriormente con el nombre de los «marañones». Ursúa mostró de inmediato una acusada indolencia por los avatares de la aventura, más bien, lo que le preocupaba obsesivamente era su bella amante Inés de Atienza, que le acompañaba en la arriesgada empresa. Pronto las disidencias anidaron en aquella funesta comitiva y se proclamaron algunos intentos de motín siempre bajo las intrigas de Aguirre. En el periplo se hundieron algunas balsas, se ajustició a diversos cabecillas de los descontentos, con lo que el clima de terror se extendió augurando un trágico final.

El 1 de enero de 1561 Pedro de Ursúa fue asesinado por los seguidores de Aguirre; éste, en un arrebato de soberbia, se proclamó capitán de la expedición concediéndose el título de «maestre de campo», y así, aunque no había pasado de sargento en el escalafón, se convertía en oficial de altísima graduación para dirigir una hueste de locos y asustados hacia el propio infierno.

En aquella farsa gestada por el vasco, no faltaron actores que realzasen la comedia. Uno de ellos, el capitán Fernando de Guzmán, fue elegido rey títere de los marañones, aunque el honor del cargo le duró poco, pues semanas más tarde fue asesinado por el propio Aguirre. De igual modo se ejecutó miserablemente a Inés de Atienza y a cuantos se le iba antojando a este asesino en serie. Su enajenación le hizo además escribir cartas al rey Felipe II con el tratamiento de iguales, dado que para entonces Aguirre ya se creía rey independiente de España en el Nuevo Mundo, con la ambición de tomar por las armas el Perú y cuantos territorios se le opusiesen.

La expedición navegó durante meses por el río Amazonas, sembrando de guerra y destrucción sus riberas, hasta que por fin desembocó en aguas atlánticas —allí donde los bergantines, como sus movimientos, se limitaban—, lo que provocó el abandono a su suerte de ciento setenta indios que integraban las tripulaciones de las naves marañonas. El 20 de julio de 1561 Aguirre y los suyos desembarcaron en la isla Margarita (hoy perteneciente a Venezuela), donde una vez más sembraron el terror y dejaron tras de sí más de cincuenta muertos entre los lugareños.

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