La expedición bordeó el lago Titicaca, atravesando el Collao, y transitando por el sur de la actual Bolivia hasta entrar en enero de 1536 en Chile por Tupiza. Del noroeste argentino —Jujuy— se lanzaron sobre la costa hasta arribar a Copiapó. El paso de los Andes fue desastroso: decenas de caballos perecieron helados, gran número de esclavos negros y sirvientes indios sucumbieron, y el bagaje se perdió en su totalidad.
De los españoles, debieron de llegar a Copiapó, en abril de 1536, unos doscientos cuarenta. Tras algunas refriegas con los caciques locales, recibieron la oportuna ayuda del
San Pedro
, buque llegado desde el Perú y que les suministró equipo suficiente para proseguir con el tumultuoso viaje. La expedición se las tuvo que ver no sólo con los indios hostiles, sino también con las adversidades climáticas: lluvias incesantes, tormentas de nieve, calor sofocante…
Al cabo de varios meses de singular marcha los expedicionarios pudieron al fin entrar en el valle del Aconcagua, donde fueron bien recibidos por los autóctonos. Sin embargo, algunos nativos integrantes de la columna decidieron desertar, entre ellos el intérprete Felipillo, que tan buenos servicios había prestado años antes a Pizarro. El peruano intentó levantar a las tribus locales contra los invasores, aunque éstas no quisieron iniciar ataque alguno sobre los extranjeros y Felipillo acabó siendo capturado y ejecutado por orden de Almagro. Los españoles libraron en este tiempo una batalla frente a los indios araucanos que sería la primera de otras muchas en años sucesivos.
Mientras, Almagro no terminaba de encontrar el imperio que presuponía, las tierras vírgenes exploradas por él no albergaban signos de culturas riquísimas o de colmados yacimientos minerales, y a ello se añadió la llegada de algunas noticias que aseguraban para el manchego el gobierno pleno en grandes zonas del Perú. Si además tenemos en cuenta que, a esas alturas, don Diego padecía con extrema dureza los efectos de una terrible enfermedad venérea, podemos entender al sumar todos los factores la decisión de regresar a casa sin más, pues en Chile poco había de conseguirse que se pudiera comparar con lo que esperaba en Cuzco.
El regreso no fue tan patético como la ida, pues en la marcha inicial la muerte, la enfermedad y el hambre habían acompañado no sólo al grupo principal sino también a las diferentes columnas de refuerzo que con horror comprobaron cómo, en los pasos andinos, los cadáveres de sus compañeros y de los caballos que se habían perdido en las primeras rutas permanecían congelados y abiertos por los grupos que habían acudido en su ayuda, los cuales, tras padecer las mismas calamidades que ellos, habían tenido que recurrir al consumo de aquella carne helada, pero al fin y al cabo nutritiva. No pocos episodios de pelea entre los hombres hambrientos se dieron por conseguir alguna tajada de los equinos muertos. En definitiva, una expedición sin resultado aparente y que acabó con las aspiraciones de explorador de Almagro, quien ahora se mostraba más determinado que nunca en rivalizar con Pizarro por el poder en Perú.
Almagro eligió retornar a Cuzco siguiendo la línea costera, atravesando el desierto de Atacama, objetivo que se cumplió sin apenas incidentes. En la ciudad de Arequipa los supervivientes se repusieron durante dieciocho días y, una vez preparados, se dirigieron a Cuzco, ciudad que, para su sorpresa, llevaba siendo asediada casi un año por miles de indios sublevados contra los españoles por Manco Inca. Tras algunos combates sangrientos los nativos fueron diseminados y la revuelta quedó momentáneamente sofocada. Almagro, con sus hombres, entró en Cuzco y apresó a Hernando Pizarro, quien había soportado el sitio de la ciudad. Con este gesto el manchego reivindicó su poder. Todo estaba dispuesto para la primera guerra civil librada entre españoles en América.
Las llamadas guerras civiles peruanas deterioraron ostensiblemente la imagen de la familia Pizarro. Se extendieron a lo largo de quince años con diferentes capítulos teñidos por la ambición de poseer una riquísima tierra que se había conquistado sin apenas esfuerzo bélico por parte de los españoles. Estos hechos obstaculizaron la transculturación peruana perdiéndose así la oportunidad de un mejor entendimiento entre los dos mundos.
El origen de este episodio, sin duda, lo encontramos en la fuerte disputa personal habida entre Diego de Almagro y Francisco Pizarro. En 1537, ambos conquistadores pugnaban sin tapujos por el poder en Perú; ni siquiera los levantamientos indígenas consiguieron unirles ante una causa común. Almagro rompió hostilidades sintiéndose gravemente perjudicado por lo que él entendió manipulaciones de los Pizarro en la corte española. Durante meses los intentos de negociación acabaron en cauce estéril y finalmente, el 26 de abril de 1538, almagristas y pizarristas se vieron las caras en Las Salinas, un lugar situado al sur de Cuzco. El choque acabó en severa derrota de los almagristas y con su líder preso por Hernando Pizarro, quien lo mandó ejecutar, con el consentimiento de su hermano, tres meses más tarde. Con esto, terminó de germinar la flor de la discordia entre las dos facciones rivales, dando paso a un interminable litigio que acarreó consecuencias nefastas para ambos bandos.
En 1539 Francisco Pizarro fue distinguido con un título nobiliario, el de marqués de la Conquista; era el segundo que se concedía en América, tras el marquesado de Oaxaca recibido por Hernán Cortés. Con este gesto la corona española reconocía a sus dos mejores hombres en la conquista del Nuevo Mundo. No en vano habían anexionado para el imperio español una inmensidad territorial jamás concebida por reino alguno. Alcanzada una paz precaria entre españoles, el gobernador se instaló en Cuzco, desde donde intentó negociar con Manco Inca una paz honrosa. Pero los rebeldes habían formado su propio reino al abrigo de las montañas de Vilcabamba y no estaban dispuestos a entregarse.
Pizarro sofocó personalmente varias sublevaciones nativas en los alrededores del lago Titicaca y en la región de Charcas. Para ampliar la conquista por el norte, envió a su hermano Gonzalo a Quito con el objetivo de buscar el país de la canela, mientras Hernando se embarcaba hacia España para negociar con el emperador los límites definitivos de su gobierno y explicar la muerte del adelantado Almagro. En 1540 el veterano extremeño se hallaba de nuevo en Lima. Anciano y muy cansado de guerras, tan sólo deseaba poner orden en su enorme gobernación. Pero Diego de Almagro, el Mozo, hijo mestizo de su antiguo socio, junto a los capitanes fieles a su padre, se habían conjurado para la venganza. Así fue como el domingo 26 de junio de 1541, tras el almuerzo, los almagristas asaltaron el palacio de gobierno y asesinaron a Francisco Pizarro, quien tras recibir dieciséis estocadas trazó con su propia sangre una cruz en el suelo y, exclamando «¡Jesús!», falleció. De ese modo murió el hombre que más territorio conquistase en América, el soldado que más tierras diese a la corona española.
Más tarde su cuerpo fue enterrado definitivamente bajo el altar mayor de la catedral de Lima. En 1983 el arqueólogo peruano Hugo Ludeña descubrió sus restos, que ahora están depositados en una urna dentro del mismo recinto limeño.
Las guerras del Perú continuaron para desasosiego de todos. Ésta es su relación sintetizada por no ser motivo fundamental de este libro:
Al final, la autoridad se impuso y, sobre la base socioeconómica cimentada por los primeros conquistadores, comenzó a funcionar el virreinato del Perú.
Por las grandes noticias que en Quito y fuera del yo tuve…; que confirmaban ser la provincia de la Canela y Laguna del Dorado tierra muy poblada y muy rica…, me determiné de ir a conquistar y descubrir porque me certificaron que destas provincias se habrían grandes tesoros de donde Vuestra Majestad fuese servido y socorrido para los grandes gastos que cada día a Vuestra Majestad se le ofrecen en sus reinos.
Carta de Gonzalo Pizarro al emperador Carlos I, antes de iniciar su expedición en busca de El Dorado.
M
ientras se mantenía en Perú la pugna por el poder entre los seguidores de Pizarro y los partidarios de Almagro, otros españoles buscaban con ansia nuevas fuentes de oro y riqueza. En ese tiempo se multiplicaron los rumores acerca de riquísimos reinos misteriosos situados en el interior de las actuales Colombia y Venezuela. La más tentadora de las leyendas que surgieron fue sin duda la de «El Dorado»: un legendario monarca del que se decía que cubría su cuerpo con polvo de oro cada mañana para quitárselo en una laguna sagrada cuando anochecía. Asimismo se daba idéntico nombre al supuesto reino del que era cabeza visible y situado en algún lugar de la intrincada Amazonia. Precisamente, los exploradores que buscaron El Dorado navegaron por primera vez el río Amazonas, descubriendo la parte noroeste de América del Sur. Si bien, muchos pagaron con sus vidas esta increíble fiebre del oro que se adueñó de sus mentes y corazones.
A lo largo de las páginas que integran esta obra hemos comprobado cómo la región extremeña surtió a América con no pocos descubridores y conquistadores. El mismo clan de los Pizarro constituye el máximo exponente de esta conexión extremeño-americana. Como sabemos, Francisco Pizarro reclutó en su natal Trujillo a cuantos quisieron acompañarle en su arriesgada aventura, incluidos hermanos y parientes. Entre estos últimos destacó sobremanera la figura de un joven llamado a ser el descubridor del majestuoso río Amazonas.
Orellana también nació en Trujillo (Cáceres), en 1511. Desconocemos con exactitud cuándo viajó al Nuevo Mundo, aunque debió de ser muy pronto, pues queda constancia de su presencia en las campañas de Nicaragua en 1527, cuando tan sólo contaba dieciséis años de edad. Después se le pudo ver participando en las expediciones de Pedro Alvarado, así como en algún viaje marítimo por las costas de México y Panamá que buscaba el anhelado paso entre los dos océanos. En 1533 se trasladó a Perú para alistarse en las huestes de su primo Pizarro y junto a él libró algunas batallas, como la de Puerto Viejo, donde en marzo de dicho año perdió un ojo tras la refriega con los indios. En la recién fundada villa se instaló como colono y de esa guisa permanecía cuando la sublevación de Manco Inca puso en peligro todo el trabajo conquistador realizado por los españoles, con las ciudades de Cuzco y Lima asediadas por miles de indios. Con presteza, el impetuoso Orellana reclutó una mesnada de pioneros y compró cuantos caballos pudo para ir en socorro de los sitiados.
Una vez en la antigua capital inca y superada la amenaza indígena, se vio envuelto en la guerra civil entre almagristas y pizarristas, tomando partido por estos últimos, a los que le unían no sólo lazos de sangre sino también de lealtad. En 1538 tomó parte en la batalla de Las Salinas y tras la victoria Francisco Pizarro distribuyó entre sus mejores capitanes enormes y ricos repartimientos. A Orellana le tocó el de Culata (actual Ecuador), con la misión de fundar una villa, orden que cumplió levantando de la ruina Santiago de Guayaquil. Con ello, San Francisco de Quito pudo gozar de una salida al mar.
Pero, la futura capital ecuatoriana fue abandonada por Sebastián de Belalcázar y dispuesto a ocupar su lugar llegó a la zona Gonzalo Pizarro, el cual tenía además la misión concreta de localizar el país de la Canela y de paso El Dorado. En ambos casos los españoles se fiaron de las abundantes narraciones autóctonas sobre lugares colmados de especias y de oro, lo que provocó cierta ansiedad entre los conquistadores que deseaban apropiarse del presunto botín y de la gloria que eso supondría ante los suyos. En 1540 el más pendenciero de los Pizarro llegó a la zona dispuesto a organizar la gran empresa de su vida. Enterado Orellana, acudió a Quito y ofreció sus servicios, acaso un tanto aburrido de la vida granjera. En febrero de 1541, ya tenían reclutados doscientos veinte españoles y más de cuatro mil indios, además poseían grandes reservas de víveres, piaras de cerdos y rebaños de llamas, así como bestias de tiro y cientos de perros que les acompañarían en tan exigente reto.
Un mes más tarde decidieron dar inicio a la aventura distribuyéndose en dos columnas que avanzaron desde puntos distintos. Pizarro como jefe de la expedición por las llanuras andinas, mientras Orellana, convertido en su teniente general, marchó por la selva. La ruta no se vio libre de penalidades y, a medida que los expedicionarios se adentraban por la singular orografía, las adversidades se cebaron en ellos. La columna de Pizarro se vio obligada a vadear caudalosos ríos, mientras atravesaban selvas frondosas o ascendían montañas donde el frío resultaba insoportable. Por ejemplo, en los páramos helados de Atinsana y Papallacta sucumbieron congelados no menos de cien nativos. También los víveres empezaron a escasear y sólo a fuerza de tesón y machetazos pudieron al fin llegar al valle de Zumaco, donde se les unió Orellana con veintitrés hombres. En aquel lugar decidieron fijar un campamento base desde el que partió Pizarro rumbo a Oriente, ya que se presumía que allí estaba ubicado el famoso país de la Canela. Pero, después de sesenta días de caminata, tan sólo se pudo constatar la existencia de unos pocos árboles de canela muy desperdigados, con lo que la desilusión hizo mella entre los conquistadores, que regresaron sin tesoro alguno a Zumaco. Allí esperaba impaciente Orellana, pues, para entonces, la intendencia estaba a punto de agotarse. Los indios porteadores habían desaparecido en su casi totalidad, bien por muerte, bien por deserción. De igual modo, muchos españoles murieron en el empeño, los cerdos escaparon incontrolados, llamas y caballos no soportaron los rigores del viaje y, para mayor drama, tampoco se habían obtenido las riquezas esperadas. ¿Qué se podía hacer?