La aventura de los conquistadores (24 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los conquistadores
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A esas alturas, las noticias de los sublevados ya habían llegado a diferentes puntos de la costa colombiana y a las Antillas, por lo que las autoridades se dispusieron a contrarrestar los desmanes del desquiciado caudillo y enviaron navíos y tropas a su encuentro. El mismo Jiménez de Quesada, recién llegado a Nueva Granada, preparó un contingente militar para enfrentarse a los marañones, pero, finalmente, no fue preciso el enfrentamiento pues los escasos leales que quedaban en torno al sargento con ínfulas de rey desertaron con la prisa de los que se lleva el diablo.

Solo y absolutamente enajenado, Aguirre se vio ante sus enemigos con la única compañía de su hija mestiza Elvira, a la que cosió a puñaladas el 27 de octubre de 1561 para, según él, evitar «que sirviera de colchón a bellacos». Dos arcabuzazos acabaron con la vida de este siniestro personaje fruto de aquellos tiempos febriles y avariciosos. Su cuerpo fue desmembrado y exhibido, mientras que su cabeza fue enjaulada para ser enviada a Tocuyo, ciudad donde quedó expuesta a los curiosos. Más tarde Lope de Aguirre fue juzgado post mortem bajo las acusaciones de rebeldía y amotinamiento. Una vez disuelto el problema generado por «el loco del Amazonas», la tranquilidad regresó a las colonias de Nueva Granada.

El mariscal que quiso ser marqués

En esta década de los sesenta del siglo XVI, Jiménez de Quesada mantuvo intactos sus sueños de grandeza a pesar del evidente aislamiento social al que era sometido por parte de los prebostes colombianos. Aun así, el veterano conquistador suspiraba por la obtención del tercer marquesado concedido en Indias, y lo cierto es que tenía argumentos de sobra para reivindicar dicho título. Hernán Cortés había sido marqués de Oaxaca gracias a la conquista de Nueva España, Francisco Pizarro fue marqués de la Conquista por la anexión del imperio inca. ¿Por qué no podía él ser noble? ¿Acaso no había conquistado el tercer imperio de América?

El mito de El Dorado flotaba en el ambiente de Bogotá tan fresco como cuando se conoció años antes, y muchos de aquellos pioneros desprovistos de fortuna se aglutinaron en torno al mariscal dispuestos a emprender bajo su mando nuevas aventuras que los condujeran al Reino del Oro. En 1569 se dieron las circunstancias precisas para que Quesada consiguiera una capitulación en la Audiencia de Bogotá y al fin pudo armar una expedición con el propósito de alcanzar la zona donde presuntamente se mantenía virgen el ámbito de sus anhelos. Si se culminaba con éxito esta aventura, las autoridades habían prometido en las capitulaciones que el camino del viejo andaluz hacia el marquesado quedaría franco, y no sólo eso sino que también sería hereditario para su descendencia.

La columna organizada por el mariscal era de cierta importancia para la época. En ella se integraban trescientos jinetes, mil infantes y mil quinientos indios porteadores a los que acompañaban grandes rebaños de ganado, muías y bastimentos suficientes para varios meses de expedición. En febrero de 1569 partieron de Santa Fe rumbo a El Dorado; lo que ignoraban por entonces es que aquella misión se prolongaría tres años y que acabaría en absoluto fracaso.

En este tiempo las marchas fueron muy exigentes por territorios hostiles y cuajados de trampas naturales. Inviernos duros, climatologías extremas y el ataque incesante de tribus muy belicosas que vendían caro cada metro ganado por unos españoles en cuyas filas se incubaban, no sólo la sedición, sino también las fiebres, el hambre y la desolación, pues el mítico Reino del Oro no aparecía nunca en el horizonte. Los porteadores morían o escapaban, los soldados caían al suelo víctimas del agotamiento extremo, las provisiones se agotaron y, como hemos dicho, al cabo de tres penosos años Quesada abandonó su entusiasmo inicial para dar la orden de regreso sin nada en las bolsas.

La entrada de los expedicionarios en Bogotá fue lamentable. De los mil trescientos hombres blancos quedaban tan sólo sesenta y cuatro; más grave aún fue el regreso de los indios porteadores, dado que de los mil quinientos que partieron regresaron únicamente cuatro. Asimismo, de los mil cien caballos y muías utilizados en la empresa sobrevivieron dieciocho. Todo ello supuso para el mariscal un rotundo golpe, no sólo a su imagen y pretensiones aristocráticas, sino también a sus arcas, pues de ellas desembolsó los doscientos mil pesos de oro que había costado aquella alocada aventura.

Cansado por el trajín de una emocionante vida, el anciano Quesada se retiró a su casona de Suesca para dedicar los últimos años de su existencia a la literatura. Y, en ese sentido, cabe comentar que dejó escritas algunas obras como las hoy perdidas
Antijovio
y
Sermones
, así como otras en las que relató su peripecia conquistadora en Nueva Granada (
Ratos de Suesca
y
Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada
).

A pesar de todo, Jiménez de Quesada siguió preparándose para el reto de descubrir El Dorado, pero enfermó de lepra, lo que le obligó a un forzoso retiro en la ciudad de Mariquita, donde falleció en 1579, a los setenta años de edad. Sus restos mortales reposan en la actualidad en la catedral de Santa Fe de Bogotá.

Antonio de la Hoz Berrio, el fin del sueño

Tras la muerte de Quesada los rumores sobre el mítico Reino del Oro siguieron alimentando la esperanza de un sinfín de emprendedores fascinados por el supuesto tesoro indio. Uno de ellos, Antonio de la Hoz Berrio, fue el siguiente en incorporarse a la lista de buscadores. Nacido en 1520, orientó su vocación hacia la carrera de las armas y como soldado participó en diferentes campañas acreditando su valor en Siena, Flandes, Alemania y en el Mediterráneo.

Por sus méritos se le concedió la gobernación en España de las Alpujarras y cuando pensaba en disfrutar de un apacible retiro, pues ya había cumplido sesenta años de edad, le llegó la gran oportunidad de su vida con el fallecimiento de Gonzalo Jiménez de Quesada. Berrio estaba casado con una sobrina del mariscal andaluz, única heredera de sus bienes y títulos. Ello llevaba implícito que si, como hemos referido, algún heredero de Quesada descubría El Dorado, podía asumir, según lo dispuesto con la corona, el tercer marquesado de América, acuerdo que envalentonó al veterano militar.

Antonio de la Hoz Berrio marchó así, gozoso, a las Indias en 1580, con una gobernación que dirigir y con derecho a conquistar los territorios comprendidos entre los ríos Amazonas y Orinoco. Nada más arribar a América, Berrio se empleó a fondo en la difícil tarea de encontrar El Dorado y no cesó de pertrechar expediciones rumbo al enigmático reino amazónico. En total realizó tres viajes en busca de El Dorado, y un cuarto en el que no participó directamente.

El primero, en 1580, se prolongó diecisiete meses y sólo le sirvió para establecer contacto con algunas tribus del Orinoco. El siguiente constituyó una locura que duró más de dos años en la selva amazónica, donde recibió informaciones contradictorias de los indios sobre minas fabulosas, reinos y ciudades doradas, sin ningún fundamento.

En 1587, un español llamado Juan Martínez salió vacilante de las junglas de Guayana, hoy Venezuela, medio muerto por la fiebre. Deliró acerca de una increíble aventura ante los soldados que encontró. Martínez afirmaba que diez años antes, en el curso de una expedición militar española de exploración, había sido capturado por un grupo de indios. Le habían llevado a una ciudad fabulosa que él llamó Manoa. Dijo que se trataba de una capital perdida de los incas, la ciudad de El Dorado, el Reino del Oro. Dentro de los muros de la ciudad, afirmaba, había templos, aceras de oro y jardines llenos de relucientes helechos y hierbas, todo ello delicadamente elaborado con el precioso metal. El español refirió cómo el rey y sus cortesanos se untaban con aceite y polvo de oro antes de asistir a los tribunales. Martínez dijo que al fin había sido liberado por sus captores y dejado en la jungla con los ojos vendados. Le habían cargado de regalos de oro. Pero, afirmaba, más tarde había sido atracado por otros indios, éstos hostiles. Le habían robado todo excepto algunos dijes. Ello explicaba por qué, cuando volvió al campamento, tenía pocas pruebas de su asombrosa aventura.

Sea como fuere, esta narración sirvió de acicate para los creyentes en la leyenda y más si éstos deambulaban por las ciudades europeas sin mayor patrimonio que lo puesto y poco más, con lo que miles de buscavidas hicieron cola en los puertos de Europa, dispuestos a jugarse la vida con tal de acercarse a las increíbles fortunas de las que tanto se hablaba en cortes, plazas y tabernas del viejo continente.

Berrio, que se encontraba a la vanguardia de los soñadores, obviamente no quiso desaprovechar esa posición de ventaja y se aprestó a organizar una nueva expedición. Así llegó su tercer viaje, que se inició en 1590. En esta ocasión reclutó a ciento veinte hombres con los que descendió el Orinoco, la mitad de ellos en canoas y la otra mitad por tierra, acompañados de doscientos caballos.

Durante un año trataron de encontrar un paso por las montañas, mas la estación de las lluvias los retuvo en las anegadas orillas del Orinoco. Luego, la peste y las deserciones diezmaron a sus hombres. Harto de abandonos y para acabar con cualquier posibilidad de vuelta atrás, mandó matar a todos los caballos y esa carne sirvió de alimento a los supervivientes.

Días más tarde, unos indios caribes les indicaron de forma engañosa un camino seguro hasta El Dorado. Pero, tras dieciocho meses de calamidades, Berrio decidió abandonar el río y salir a mar abierto, para lo que necesitó la ayuda de un cacique indio, pues andaban perdidos en las intrincadas Bocas del Orinoco. Sólo habían sobrevivido cincuenta expedicionarios, treinta y cinco de ellos en pésimo estado de salud, aunque Berrio no se desalentó y buscó refugio en la isla Margarita, donde comenzó los preparativos para una nueva expedición.

Con el propósito de buscar refuerzos, envió a su hijo mayor Fernando a la ciudad de Caracas. Sin embargo, éste, angustiado con la idea de volver a la selva, tardó ocho años en regresar. Varado como un viejo barco, abandonado por su hijo y por el gobernador de Margarita, Berrio seguía soñando con su marquesado y la ciudad de oro de los indios.

Mientras, las noticias del fracasado periplo se extendieron por Nueva Granada con un halo de hazaña mítica, en donde el episodio de la muerte de los caballos y los rumores sobre la existencia de El Dorado despertaron el interés de un rico español afincado en Caracas, Domingo de Vera. Como poseído por un impulso febril, en 1592, Vera alistó treinta y seis soldados y se presentó en Margarita ofreciendo sus servicios a Berrio.

La locura mancomunada de los dos puso en marcha una nueva expedición. El viejo conquistador nombró maestre de campo a Domingo de Vera y le ordenó tomar Trinidad, en nombre del gobernador Antonio de Berrio, como base de la futura conquista de El Dorado. Allí fundó la ciudad de San José de Oruña, primer asentamiento colonial estable en la isla, de la que fue gobernador de facto hasta su muerte, en 1597. Mientras reclutaban más hombres, Vera se internó por el Orinoco con una pequeña avanzadilla de treinta y cinco hombres. Regresó un mes más tarde con la tropa diezmada, pero con la ansiada noticia de haber encontrado El Dorado; como prueba irrefutable del hecho traía una buena cantidad de oro. Aquello provocó el delirio y las nuevas sobre el presunto hallazgo de la mítica ciudad dieron lugar a un alborozo generalizado en las colonias. Como es obvio, el escaso oro recogido por Vera pasó en pocas semanas por mor de los rumores a ser un inmenso tesoro.

Por su parte, Berrio escribió al rey Felipe II transmitiéndole la sensacional noticia y considerándose ya el tercer marqués del Nuevo Mundo. Aunque la realidad era otra bien distinta y nadie quiso perderse el inminente reparto del botín. El gobernador de Cumaná reclamó su jurisdicción sobre Trinidad y, de igual modo, el gobernador de Caracas se negó a dar más hombres a Berrio, enviando él mismo su propia expedición.

Las fábulas sobre el oro también habían llegado a Inglaterra y varios corsarios británicos comenzaron a preparar sus incursiones sobre Trinidad, entre ellos el caballero Walter Raleigh, un antiguo amante de la reina Isabel I que había perdido su favor a causa de ciertas intrigas, motivo por el cual no dudó en convertirse en corsario con el ánimo de apropiarse de aquella fortuna para servírsela en bandeja a su soberana.

Vera, en cambio, había viajado a España para capitular con el rey y reclutar más soldados. En 1594, Raleigh se cruzaba con su compatriota Dudley cerca de Trinidad; el segundo se marchó tras una semana de exploración inútil y poco entusiasta, pero el primero, en cambio, venía dispuesto a todo. Tras un par de celadas a las embajadas de Berrio se presentó en San José, incendió la ciudad y detuvo al gobernador español. Raleigh se internó por el Orinoco y buscó durante una semana lo que los españoles llevaban anhelando un siglo, mas sólo halló una vieja mina de oro de los indios y varias tribus con cuyos caciques entabló amistad. Fue entonces cuando decidió concluir su aventura y regresó a Inglaterra, liberando previamente a su ilustre rehén español.

La historia del corsario inglés acrecentó la fama de Berrio y de El Dorado. En España, Domingo de Vera hizo muy bien su trabajo de propaganda presentando a su jefe como un héroe, lo que terminó por interesar al propio rey Felipe II, quien aportó setenta mil ducados para una nueva expedición.

En la Pascua de 1595 se concentraban en el golfo de Paria, frente a Trinidad, veintiocho barcos con más de mil quinientos hombres. No obstante, en Trinidad no existían condiciones favorables para alojar tantas tropas, pues San José no sobrepasaba las veinte casas de paja y adobe, y Puerto España era un mísero enclave de pescadores con apenas sitio para el desembarco. Por añadidura, escaseaban las provisiones y los españoles hambrientos arrasaron los poblados indios, que a su vez se vengaron emboscando a cuantas patrullas de reconocimiento se internaban por el Orinoco. En estas escaramuzas sucumbieron no menos de cuatrocientos soldados, lo que mermó ostensiblemente el potencial de la empresa. Al resto del contingente no le fue mucho mejor, ya que fueron pasto de rebeliones, deserciones, enfermedades, disputas internas… Todo había sido desmesurado, y un enfermo Berrio fallecería enajenado un año después de haber visto la llegada de otros tantos que, como él, ambicionaban cubrir sus cuerpos con un oro fantasmagórico.

Meses más tarde apareció en Trinidad el desaparecido Fernando —el hijo del conquistador—, quien reclamó los derechos de su progenitor. Si bien este huidizo personaje pronto olvidó El Dorado y se dedicó a la plantación de tabaco en la isla, haciendo asimismo contrabando con ingleses y holandeses. Los largos informes escritos por Antonio de la Hoz Berrio y Domingo Vera al rey y al Consejo de Indias quedaron archivados tras la muerte de ambos. Trescientos años después serían desempolvados por los historiadores, desvelando así una de las aventuras más descabelladas y singulares del Nuevo Mundo. En la actualidad los jóvenes tacharían este suceso relacionado con la búsqueda de El Dorado como una divertida leyenda urbana para comentar en los foros de internet. Pero, en aquellos tiempos, miles de seres humanos fueron capaces de morir con tal de aferrarse al espejismo que podría dignificar sus depauperadas existencias.

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