Valdivia, instalado en Concepción, decidió ir en persona a combatir a los indios concentrados en los restos del fortín. El 25 de diciembre, él y otros cincuenta hombres fueron atacados por los mapuches, que poco a poco fueron masacrando al grupo. En mitad del combate, un certero golpe de macana acabó con la vida del conquistador, al cual le siguieron en suerte los últimos supervivientes de la columna. El desastre corrió como la pólvora por todo Chile.
Los sucesores de Valdivia no pudieron asumir mando alguno por diferentes circunstancias y, finalmente, la jurisdicción chilena recayó bajo el gobierno del virreinato del Perú, asumido en la figura de Andrés Hurtado de Mendoza, quien delegó en su hijo García la gobernación de la tierra conquistada por el célebre extremeño.
Lejos quedaban así trece años de expansión española por Chile, que habían sido iniciados por ciento cincuenta hombres y que en el transcurso de ese tiempo habían visto incrementado su número hasta los dos mil cuatrocientos. De ellos, unos quinientos fallecieron en combate y otros tantos se marcharon sin mayor fortuna acumulada. Con estos escasos efectivos se consiguió explorar una tierra enorme, poblándose regiones hasta Chiloé, Cuyo y Tucumán. Se llegó al estrecho de Magallanes, se fundaron quince ciudades y se reconstruyeron las plazas arrasadas por las rebeliones indias.
Asimismo se implantó un primigenio tejido económico y social con el desarrollo tanto de la agricultura como de la ganadería. Se crearon astilleros en Concón y Maule, fábricas textiles en Santiago y Rancagua, e incluso un ingenio azucarero en Aconcagua. Los colonos chilenos iniciaron el comercio con Panamá y echaron raíces en su tierra de acogida, trayendo a sus mujeres de España o uniéndose a indias autóctonas en un ejercicio claro de mestizaje.
Hacia 1565 los albores de la conquista chilena habían dado paso a una integración absoluta en la vida de la corona española, con unos mil quinientos pobladores en constante aumento. Pero, mientras tanto, ¿qué había ocurrido en las tierras de la costa atlántica?
Una de las historias más asombrosas de la presencia española en el Nuevo Mundo seguramente sea la de un astuto andaluz llamado Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Su asombrosa peripecia ofrece dos tramos bien diferenciados, uno al norte cuando formaba parte de la fracasada expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida, en 1527, y otra al sur, una vez que fue nombrado adelantado de La Plata en 1540. En ambos casos su firme personalidad le aventuró no pocas emociones mientras sorteaba peligros indígenas, orográficos y los procurados por sus propios paisanos.
Alvar Núñez nació en la gaditana Jerez de la Frontera hacia 1507. Sus padres eran Francisco de Vera y Teresa Cabeza de Vaca, formando parte de un clan con amplia tradición castrense, ejemplo de ello fue la participación del abuelo paterno Pedro de Vera en la conquista de Canarias. Siendo muy joven eligió la carrera de las armas y se fogueó en Italia y en las guerras comuneras, donde tuvo parte activa en la toma del Alcázar de Sevilla, lo que le promovió al cargo de alférez.
En 1526 y enterado de la expedición que Pánfilo de Narváez estaba organizando para ir a la península de la Florida, solicitó permiso para incorporarse a la flota, acaso imbuido por el espíritu que dominaba aquellos años de conquista y expansión imperial. Dicha licencia se le concedió y un ilusionado Alvar ocupó su sitio como tesorero en una de las cinco naves pertrechadas y dispuestas para zarpar rumbo a la colonización del lugar en el que años antes había fallecido su descubridor Ponce de León.
En la escuadra que salió en 1527 viajaban seiscientas personas, incluida la tropa, los pioneros y hasta diez mujeres casadas. Como era previsible, Narváez no tuvo fortuna alguna en su viaje, dado que este hombre ha pasado a la historia no precisamente por sus hazañas, sino más bien por sus desgracias. Ya vimos en el capítulo de Nueva España cómo intentó en vano sojuzgar el ánimo de Hernán Cortés con un ejército muy superior al de su oponente, sin resultado alguno y perdiendo incluso un ojo.
Había llegado el momento de resarcirse de tanta calamidad. Pero tampoco hubo suerte. Las tempestades se cebaron con sus barcos y provocaron la muerte de sesenta tripulantes, motivo por el cual se vieron obligados a echar anclas en la isla de La Española, donde ciento cuarenta descontentos desertaron a las primeras de cambio.
A finales de marzo de 1528 los cinco buques pudieron proseguir viaje hasta las costas de la Florida. Finalmente el 14 de abril, Jueves Santo por más señas, recalaron en una pequeña bahía habitada por los indios calusas: se trataba de los mismos que habían cosido a flechas a Ponce de León unos años antes. La célebre hostilidad de los nativos no aconsejaba quedarse mucho por allí y la flota siguió navegando hacia el norte, donde se toparon con un lugar más bonancible al que bautizaron como bahía de la Cruz (actual bahía de Tampa).
Allí fueron bien recibidos por la tribu de los timucuas, nativos más amistosos que enseñaron a los españoles su modo tradicional de vida, sus cultivos y sus pequeños ornamentos de oro. Craso error por su parte, ya que esto último desató la acostumbrada codicia europea y pronto los aborígenes se vieron incomodados por el creciente abuso de los expedicionarios. Una vez más la astucia de los autóctonos interpretó a la perfección la avaricia que se veía en los ojos de los conquistadores y en consecuencia inventaron una historia que satisfizo plenamente la ambición de Narváez. Los indios contaron a don Pánfilo que más al norte, en las montañas de los Apalaches, existían siete ciudades cuyos muros y tejados se encontraban revestidos de magnífico oro. Aquí tenemos un caso homólogo al que se produjo con las leyendas de El Dorado y de la ciudad de los Césares.
Unos avispados que, haciendo uso de una invención fabulosa, se desembarazaron momentáneamente de la presión ejercida por los invasores blancos y los despacharon así rumbo a remotos lugares de los que probablemente nunca regresarían. Pero, a pesar de todo, Narváez confió en lo que le contaban los salvajes y preparó raudo una expedición rumbo a la riqueza de Cíbola, pues así denominaron a este presunto reino cuajado de oro.
El 1 de mayo de 1528 los españoles, en número de trescientos, avanzaron con destino enigmático. En su camino sufrieron toda suerte de penalidades: apenas llevaban para su manutención unas escasas raciones de bizcocho y tocino, por lo que de inmediato comenzó la hambruna.
Tras cincuenta y seis días de marcha agotadora contactaron con un poblado en los Apalaches, pero en lugar de oro lo que encontraron fue un abundante grupo de mujeres, ancianos y niños en chozas de adobe y paja en las que se almacenaba la cosecha de maíz de esa temporada. ¿Dónde estaban los hombres? Como el lector puede intuir, los guerreros de la tribu estaban advertidos de la llegada extranjera y salieron dispuestos a tender cuantas emboscadas fuese preciso a los blancos barbados.
Durante veinticinco días Narváez y los suyos se tuvieron que enfrentar a las flechas indias hasta que, exhaustos por la hostilidad autóctona, el capitán español ordenó retroceder hasta el mar y sin tesoro alguno en sus bolsas. Para entonces quedaban doscientos cincuenta y seis efectivos en la columna expedicionaria. Una vez en la costa los españoles construyeron cinco botes tan precarios como inestables y en ellos se subieron dispuestos a salvarse de aquella zozobra. Durante días costearon, sufriendo vendavales y hambre; el mismo Narváez desapareció en medio de la noche tras recibir un fuerte golpe de viento. De esta dramática forma, poco a poco el número de viajeros fue menguando hasta quedar reducidos a tan sólo quince hombres, entre los que se encontraba Alvar Núñez.
Al fin pudieron desembarcar pero pronto se vieron rodeados por indígenas que los capturaron. La travesía había sido ciertamente lamentable, Cabeza de Vaca no daba crédito a lo acontecido, sin saber sobre la suerte de tantos y tantos compañeros perdidos en aquella latitud tan funesta.
Lo cierto es que los náufragos se encontraban en la isla de Malhado, frente al actual Texas. Y, a pesar de algunos intentos de fuga, el hambre, las enfermedades y las pésimas circunstancias acabaron diezmando a los supervivientes hasta reducirlos a un exiguo grupo de cuatro, compuesto por el propio Alvar Núñez, los capitanes Alonso del Castillo y Andrés Dorantes, y el criado negro de este último, llamado Estebanico. Los españoles permanecieron durante casi siete años esclavizados por los indios carancaguas y por los coahuiltecas que vivían a uno y otro lado del río Grande.
Cabeza de Vaca en este tiempo aprendió las costumbres nativas, sus ritos y su forma de comunicarse con los dioses, y llegó a convertirse en un auténtico chamán de la tribu, además muy valorado, pues los indios creían que tenía en sus manos y en su boca el poder de la curación.
En el verano de 1535 los cuatro aventureros escaparon de sus captores y juntos vadearon el río Grande para iniciar un sorprendente periplo que les condujo por los actuales estados mexicanos de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila y Chihuahua. Guiados por indios amigos y venerados como curanderos por una multitud, se dirigieron a Poniente, hacia el Pacífico, por tierras del estado de Sonora, para bajar a Nueva Galicia, donde el gobernador estaba fundando asentamientos.
En abril de 1536 lograron contactar con algunos jinetes españoles que patrullaban la zona a pocas leguas de San Miguel de Culiacán (Sinaloa-México). Su increíble relato dejó atónito al gobernador de Nueva Galicia, Nuño Beltrán de Guzmán. No en vano, aquellos seres que parecían ermitaños salidos de una prehistórica cueva, habían recorrido casi dieciocho mil kilómetros, atravesando tierras hostiles y cuajadas de indios enemigos; solo su habilidad y picaresca les había librado de una muerte segura. Aquello parecía, más que una gesta, un asombroso milagro. Y para mayor emoción su testimonio sobre las ciudades del oro que habían buscado con Narváez se sumó a otras narraciones extraordinarias como las de fray Marcos de Niza, con lo que el mito de Cíbola resurgió con una impresionante fuerza que motivó la organización de nuevas expediciones rumbo a este particular El Dorado norteamericano.
La fallida expedición de Narváez dio paso a la famosísima de Hernando de Soto, un curtido conquistador que había acreditado su prestigio en Centroamérica y Perú tomando el testigo en la exploración norteamericana con un punto culminante en mayo de 1541, gracias al descubrimiento del majestuoso río Mississippi. Precisamente, el bravo extremeño fue sepultado en sus aguas tras fallecer un año más tarde, después de haber explorado buena parte de los actuales estados de Florida, Georgia, Alabama, Arkansas, Tennessee…, lo que constituyó una de las mayores proezas de la época.
A decir verdad, el mito sobre las siete ciudades de Cíbola instigó uno de los mayores periplos viajeros de todos los tiempos, en el que los españoles se afanaban en ser los primeros en descubrir el supuesto vergel aurífero. Precisamente, uno de los compañeros de Cabeza de Vaca, el llamado negro Estebanico, fue sin duda uno de los mayores promotores en la construcción de esta leyenda. Sus alucinadas exposiciones se sumaron a las del fraile Marcos de Niza, quien también creía firmemente en la existencia de Cíbola. Tanto rumor provocó al fin que el virrey de Nueva España, Antonio Mendoza, se decidiera personalmente a sufragar con setenta mil pesos de oro la organización de una nueva aventura que localizase la ubicación exacta de las ciudades del oro.
Para esta ocasión encomendó a uno de sus mejores hombres, llamado Francisco Vázquez de Coronadora, la culminación exitosa de la difícil empresa. Este salmantino había nacido en 1510 y con veinticinco años de edad viajó a Nueva España como parte del séquito personal del propio Mendoza. Una vez en América se casó con la hija del tesorero real, la hermosa Beatriz Estrada, y gracias a su gran confianza con el virrey pudo sustituir a Beltrán de Guzmán en la gobernación de Nueva Galicia.
En abril de 1540 asumió la vanguardia de una magnífica hueste conformada por setenta jinetes, trescientos infantes y ochocientos indios porteadores. Todos ellos abastecidos con enorme intendencia, más de mil caballos y abundantes piaras de cerdos. Como guía de la columna actuó el clérigo francés Marcos de Niza, el mismo que anteriormente había acompañado al negro Estebanico en una exploración en la que el africano resultó muerto y descuartizado por los indios zuñís. Aquéllos eran los habitantes de la inhóspita región por la que se adentraron Coronado y los suyos durante más de dos meses, en los que no se constató ciudad alguna y sí diferentes aldeas de barro y paja con indios en precaria situación.
Finalmente, las indicaciones del fraile galo condujeron a los españoles al presunto lugar donde se levantaba Cíbola. A decir verdad, la decepción de Coronado fue tan inmensa como el enojo mostrado hacia el alucinado fraile, pues en aquel enclave no se encontró más que un villorrio de escasas chozas en las que malvivían un puñado de indios zuñís. La desesperación de los hombres de Coronado casi acabó con Niza, quien regresó a México poco después, medio muerto de hambre y ofuscado por los insultos de los soldados. A pesar del evidente fracaso, Coronado ordenó proseguir con la expedición, llegando al poblado de Abiquiú, donde los zuñís ofrecieron una férrea resistencia armada, lo que hizo sospechar a los españoles que los nativos defendían algunos tesoros, aunque tras el asalto comprobaron que los nativos no guardaban riqueza alguna.
El capitán español decidió entonces establecer allí su base de operaciones y despachó varios destacamentos a explorar los alrededores que confirmaron al poco la pobreza de la región y la inexistencia de imperios o ciudades de oro. Sin embargo, algunos indios les hablaron de la presencia cercana de un gran río y Coronado envió una patrulla bajo el mando del capitán García López de Cárdenas, el cual confirmó la existencia de «un barranco tan acantilado de peñas que apenas podían ver el cauce fluvial»: habían hallado el Gran Cañón del río Colorado. Un nuevo hito para la exploración española de América.
En septiembre, Coronado condujo a sus tropas hacia el enclave indio de Acoma, y de allí pasaron al fértil y hermoso valle de Tiguex, regado por el río Grande, donde decidió invernar. El frío, el hambre y las continuas batallas con los indios aumentaron el sufrimiento de la desmoralizada hueste. En abril de 1541, los españoles reanudaron la marcha, atravesaron las llanuras de Arkansas y penetraron en el sur de Nebraska sin encontrar ningún objetivo digno de mérito, salvo la primera visión que los blancos tuvieron de las grandes manadas de bisontes que recorrían las praderas norteamericanas.