Este peculiar aventurero nació en Cuenca hacia 1466. Fue paje del duque de Medinaceli y siendo mozo hizo armas en la guerra de Granada, donde se distinguió por sus cualidades a la hora de asestar pequeños pero certeros golpes de mano al enemigo musulmán. Se puede decir que Ojeda se curtió en esta contienda como un auténtico guerrillero, lo que le serviría años más tarde en su peripecia americana. Al finalizar la guerra contra el reino nazarí de Granada, deambuló por buena parte de la geografía andaluza hasta radicarse en el gaditano Puerto de Santa María, donde trabó amistad con Juan Rodríguez Fonseca, un alto funcionario del Estado encargado de coordinar en Cádiz las salidas de las primeras flotas que zarpaban hacia las Indias. Gracias a ello pudo enrolarse en el segundo viaje de Cristóbal Colón, donde consiguió ser merecedor de la total confianza por parte del almirante, quien le comisionó para buscar la comarca del Cibao, en La Española, famosa entre los indios por su oro.
Poco después tuvo que socorrer el Fuerte de Santo Tomás, sitiado por el cacique isleño Caonabó, al que apresó mediante una treta que le catapultó a la fama. Según se cuenta, el pequeño conquense era simpático y de aspecto inofensivo, lo que le facilitó entrevistarse con el jefe indio. Éste, al parecer, sentía curiosidad por la sonoridad de los metales, asunto que no pasó desapercibido para el astuto Ojeda, quien, sin dilación, regaló al nativo una campana y unas extrañas pulseras que el guerrero no dudó en ponerse. Dichas pulseras resultaron ser unos grilletes carcelarios con los que el incauto aborigen quedó preso.
Además de estas habilidades también destacaba por su carácter excesivo y cruel, dejando para la historia negra de América la invención de las guazavaras o carnicerías de indios. Algunas crónicas aseguran que en La Española había derrotado y masacrado a diez mil nativos con sólo cincuenta hombres. Ojeda también fue el responsable del primer cargamento de oro indiano traído a la Península, con el que, precisamente, se hizo la custodia de la catedral de Toledo. Estos episodios le otorgaron gran popularidad a su regreso y, una vez en España, se asoció con los navegantes y cartógrafos Juan de la Cosa y Américo Vespucio para, tras recibir el oportuno permiso real, emprender en mayo de 1499 un viaje rumbo a las costas continentales de América. El objetivo de la expedición era explorar Paria, lugar situado en la región venezolana y por el que ya había transitado el almirante en su segunda singladura.
Según algunos cronistas, el propio Francisco Pizarro fue uno de los integrantes de esta expedición, la cual estuvo a punto de culminar en absoluto desastre, pues, a los rigores del viaje, se sumaron imprevistos que impidieron la obtención de beneficios económicos. Acompañado por Juan de la Cosa exploró la isla Margarita, Curaçao, Barbados, Trinidad, las Bocas del Orinoco y toda la costa venezolana hasta el cabo de Vela, ya en tierras de la actual Colombia, para arribar más tarde a La Española, en donde fue acogido con ciertos recelos, por lo que decidió retornar a España.
En 1501 se le concedió la gobernación de Paria y se asoció con Juan Vergara y García de Ocampo para organizar una nueva flota colonizadora. Sin embargo, los pleitos con sus nuevos socios arruinaron la empresa. En 1507, la Junta de Burgos decidió repartir para su conquista y colonización las costas del golfo de Darién (Colombia) entre Diego Nicuesa y Ojeda, asignándole a este último la región conocida como Nueva Andalucía, desde el golfo de Urabá hasta el cabo de la Vela, es decir, la parte septentrional de Colombia.
Así, en 1509, Alonso de Ojeda, esta vez indudablemente con Pizarro, embarcó hacia su jurisdicción. Una vez en tierra colombiana, cerca de la actual bahía de Cartagena, sufrieron diversos ataques indios que acabaron con la vida de setenta hombres, entre ellos su querido amigo Juan de la Cosa. Este hecho provocó un arranque de odio en el conquistador que, sin tregua, se entregó a una de sus temibles guazavaras con la consiguiente masacre de indígenas. Hostigados por el enemigo, los españoles fueron retrocediendo hasta recibir la inestimable ayuda de Nicuesa, quien les proporcionó los pertrechos necesarios para embarcarse y navegar hacia el golfo de Urabá, en cuya margen oriental levantaron un pequeño fortín bautizado como San Sebastián.
Ésta, que fue la primera fundación hispana en Tierra Firme, resultó ser un lugar muy inhóspito y los nativos, acaso advertidos por la forma de actuar de ciertos conquistadores, recibieron con una nube de flechas envenenadas la llegada de los blancos. En uno de los combates el propio Ojeda resultó herido en el muslo, lo que hizo temer por la vida del español. Aquí cuenta la historia que, en un alarde de valor, pidió que le cauterizasen la herida con un hierro candente, procedimiento que sin duda le salvó la vida.
La situación se volvió crítica: a lo infecto del lugar se unía la falta de víveres y los continuos ataques por parte de los indios. Todo hacía ver que aquellos hombres parapetados tras la empalizada del Fuerte de San Sebastián correrían idéntica suerte a la de los tripulantes colombinos que sucumbieron en 1493 en Fuerte Navidad. Empero, la providencia acudió en auxilio de los aventureros en forma de barco pirata, pues su capitán, llamado Bernardino de Talavera, está considerado por algunos especialistas como el primer pirata del Caribe. Ejerciendo como tal, merodeaba con fines aviesos las costas en las que podía toparse con navíos llenos de oro. En lugar de eso, se dio de bruces con la llamada angustiosa de los escasos españoles que aún se defendían en el enclave fortificado. Aceptó de buen grado que el malherido Ojeda subiera a bordo, ya que seguramente especuló con la posibilidad de obtener un apetecible rescate por la entrega del capitán español. Ojeda se despidió de sus hombres bajo promesa de regresar con refuerzos y provisiones, y cedió el mando de la tropa al valeroso Francisco Pizarro, quien ya había dado evidentes muestras de liderazgo.
Durante el viaje de regreso fue hecho prisionero en una bodega y de esa guisa permaneció hasta que una tormenta hizo zozobrar la nave pirata, siendo muy pocos los supervivientes que pudieron ganar la costa cubana. Entre ellos el conquense, que una vez más había superado con éxito un capítulo peligroso, ya que fue rescatado por un barco del gobernador de Jamaica, Juan Esquivel, con el que pudo llegar a Santo Domingo. Acaso por ver la muerte tan de cerca llegó a prometer a los cielos su entrega a la órbita religiosa como agradecimiento de su salvación terrena y, por ello, seguramente, tomó los hábitos franciscanos, aferrado a lo que representaban. Falleció a principios de 1516 tras haber completado una vida digna de los mejores libros de aventuras.
El prodigioso acontecer del descubrimiento colombino no hubiese sido lo mismo sin la incuestionable aportación de los cartógrafos que plasmaron en papel toda la certidumbre constatada en las diferentes rutas y exploraciones que se iban gestando. Gracias a estos hombres de proceder meticuloso, miles de estudiosos europeos pudieron comprobar ante sus ojos la nueva realidad que Colón habían puesto en sus manos. Los mapas iniciales de las Indias Occidentales no anunciaban, dada la escasa información, la magnitud de lo descubierto. No obstante, vaticinaban que aquella latitud recién oteada guardaba innumerables misterios y alegrías para los esforzados que se atreviesen a sondearla. Por esta razón, personajes como el cántabro Juan de la Cosa o el florentino Américo Vespucio se nos antojan dignos merecedores de nuestro elogio más encendido. De la Cosa nació en Santa María del Puerto, actual Santoña, hacia 1449. Desde joven sintió la vocación del mar insuflada por su linaje, el cual había sido marinero desde tiempos pretéritos. Con poca edad conoció las costas occidentales africanas y fue adquiriendo una enorme experiencia que le sirvió años más tarde para acreditarse ante los Reyes Católicos, de los que, según se dice, fue su espía en Lisboa con la misión de averiguar cuantas cosas pudiera saber sobre las actividades de los navegantes lusos. Más tarde regresó a España para formar parte de la primera expedición colombina y aportó a la empresa su magnífica nao llamada
La Gallega
, que posteriormente fue rebautizada con el nombre de
Santa María
. Precisamente, el almirante genovés, receloso de todos, imputó a De la Cosa el hundimiento premeditado de su nave capitana en Haití el 25 de diciembre de 1492, asunto este poco aclarado por la historia y del que el ilustre cartógrafo salió absuelto y recompensado por la pérdida gracias a la intervención de Isabel la Católica.
Sea como fuere, la enemistad proclamada entre los dos marinos quedó en agua de borrajas cuando el santoñés embarcó en el segundo viaje de Colón con el cargo de piloto mayor y la delicada misión de cartografiar las nuevas tierras que se fueran hallando. De ese modo, los mapas elaborados por Juan de la Cosa no sólo apoyaron el trabajo de Colón, sino que significaron mayor amplitud de miras para los futuros e inevitables viajes que se estaban preparando. Como ya hemos esbozado en líneas anteriores, su tercera navegación hacia las Indias la emprendió en compañía de Alonso de Ojeda. En esta singladura los españoles contactaron con la actual Guayana y la desembocadura del Amazonas. Después siguieron costeando hasta llegar al golfo de Maracaibo en Venezuela, y de allí a La Española para reparar las naves y aprovisionarse de víveres y agua.
Antes de regresar a la península Ibérica, recorrieron la costa norte de Cuba y Juan de la Cosa pudo determinar la insularidad de la misma. A su vuelta a España, en 1500, editó su famoso Mapamundi, además de numerosas cartas náuticas que le darían fama y reconocimiento.
En 1504 se embarcó de nuevo junto al comerciante sevillano Rodrigo de Bastidas rumbo al golfo de Venezuela y las costas caribeñas de Panamá y Colombia. En 1507, la Casa de Contratación le encargó dirigir una escuadra de vigilancia frente a las costas de Cádiz para evitar la presencia de piratas que atacasen a las flotas que regresaban de Indias. Al año siguiente participó junto a Yáñez Pinzón, Díaz de Solís y Américo Vespucio, en la comisión que discutía el proyecto de una posible expedición a Asia por la ruta occidental, es decir, para buscar el paso desde América hasta la India. Tres veces más volvió a los mares y playas del Nuevo Mundo, hasta que en su séptimo viaje, en 1509, se encontró en Santo Domingo con su amigo Ojeda, quien le propuso explorar el interior de Tierra Firme, expedición que, como sabemos, fue fatal para el insigne marino ya que murió a causa de las flechas indígenas.
Por su parte, la peripecia del italiano Vespucio no fue menos luminosa, pues a él le cupo el honor de dar nombre a todo un continente. Nacido en Florencia en 1451, orientó desde niño su vocación hacia los conocimientos del mar, convirtiéndose en un eficaz cartógrafo al servicio de la poderosa casa Médicis, que le envío como agente a Sevilla en 1492, lugar en el que quedó impresionado por los ecos triunfales del primer viaje colombino. Más tarde, se asoció al comerciante y prestamista Juanoto Berardi y consiguió en 1495 el encargo de equipar las naves para el tercer viaje de Colón. En 1499 formó parte de la expedición encabezada por Ojeda y De la Cosa, y, al parecer, dos años más tarde ayudó con sus conocimientos a una flota portuguesa capitaneada por Gonzalo Coelho, que intentaba asegurar el incipiente dominio luso en Brasil.
En marzo de 1508, Fernando el Católico convocó a sus mejores navegantes en Burgos, dispuesto a perfilar el futuro modus operandi de España en la conquista y colonización del Nuevo Mundo. En la reunión, personajes insignes como Juan de la Cosa, Díaz de Solís. Yáñez Pinzón o el propio Vespucio discutieron largo y tendido sobre la forma de actuar en las tierras descubiertas, llegándose a conclusiones esenciales que marcarían el transcurso de los acontecimientos en América.
Por cierto, este nombre quedó unido de manera indisoluble al de Vespucio, pues en el cónclave burgalés el florentino fue designado piloto mayor de Indias, una especie de coordinador general encargado de recopilar cuantos datos geográficos, cartográficos o náuticos se tuviesen hasta la fecha, o se consiguieron a posteriori, sobre las Indias Occidentales. Para entonces, Vespucio ya era un reconocido cartógrafo por sus trabajos en las expediciones españolas y portuguesas. Su obra, recogida en las Cartas, y especialmente
Lettera di Américo Vespucii delle isole nuovamente ritrovate in quattro suoi viaggi
, era conocida en Saint Dié (Francia), donde trabajaba un grupo de eruditos entre los que estaba Martin Waldseemüller, un amigo de Vespucio, quien adjuntó su carta a la
Cosmographiae Introductio
y propuso dar el nombre de América al nuevo continente. La idea fue popularmente aceptada por algunos notables extranjeros interesados en aquella magna empresa, pero no así por los españoles, que se resistieron al término América hasta el siglo XVIII, argumentando que era a todas luces injusto bautizar un continente con el nombre de alguien que no había contraído méritos suficientes para semejante dignidad. En verdad, hemos de decir que el propio Vespucio no llegó a fomentar en ninguna ocasión dicha propuesta, siendo más bien Waldseemüller quien asumió la iniciativa, con el beneplácito de aquella Europa expectante. En definitiva, desde 1507, año en el que este alemán habló por primera vez de América, así hemos conocido el Nuevo Mundo, sin que al propio afectado le llegase, según creo, a importar demasiado. Vespucio redactó su testamento en 1511 y falleció en febrero del año siguiente en Sevilla.
En estos capítulos iniciales no podemos obviar la decisiva participación que tuvieron diferentes empresarios promotores del comercio y del asentamiento de colonos en las nuevas tierras. Acaso uno de los más influyentes de este periodo fue el sevillano Rodrigo de Bastidas. Nacido en 1475 en el hermoso barrio de Triana, llegó a ser uno de los primeros comerciantes interesados en las Indias. En 1500 solicitó y obtuvo capitulaciones para explorar y fundar en el Caribe, en virtud de las cuales, junto al marino y cosmógrafo Juan de la Cosa, armó dos navíos. Así se inauguraban los denominados viajes de «sociedades de armada», es decir, expediciones costeadas por empresarios o comerciantes que asumían los gastos, y las ganancias o pérdidas de las mismas.
Rodrigo de Bastidas, en su primer viaje, exploró la costa atlántica de Venezuela y Colombia, y descubrió la desembocadura del río Magdalena, el golfo de Urabá y el de Darién. De regreso a La Española, sus barcos naufragaron cerca de la costa, y él y sus hombres no tuvieron más remedio que llegar a pie hasta Santo Domingo. Pero, a pesar de la desgracia, los supervivientes pudieron salvar gran cantidad de oro, esmeraldas y perlas. Poco después, Bastidas y Juan de la Cosa se embarcaron en la infortunada flota de Francisco de Bodadilla, en 1502, la cual, presa de un huracán, fue a dar con sus restos al fondo del mar.