La primera conspiración no tardó en aparecer. En el 588 el obispo arriano de Mérida, Sunna, y algunos nobles como los posibles condes Segga y Vagrila pretendieron dar el golpe eliminando al obispo católico Masona y al duque de la Lusitania Claudio. La intentona fue descubierta gracias a la delación efectuada por el conde Witerico, que formaba parte de la traición y que a última hora se arrepintió. Años más tarde, Witerico ocuparía el trono con malas artes.
Se le ofreció el perdón al obispo Sunna y la entrega de una diócesis católica si se convertía. El terco arriano se negó, marchó al exilio y encontró refugio en Mauritania, donde tuvo una mala vida. Al conde Segga se le amputaron las manos, castigo que, según la costumbre goda, se reservaba a los usurpadores, y después del tajo fue enviado a Galicia para su reclusión. El conde Vagrila fue desposeído de sus bienes. Él mismo, para evitar males mayores, buscó el amparo de una iglesia, donde permaneció hasta su muerte.
La segunda conspiración religiosa fue descubierta poco antes del III Concilio de Toledo. La sorpresa fue general cuando se supo que los cabecillas de la conjura eran el obispo supuestamente converso Uldida, de gran prestigio entre la población, y la reina viuda Gosvinta, personaje oscuro que seguramente nunca quiso a sus hijastros Hermenegildo y Recaredo, y eso que este último la había adoptado como madre, lo que parece que sirvió de poco. Uldida fue condenado al exilio y Gosvinta, aunque perdonada, murió días después de causa incierta, posiblemente por suicidio.
La tercera conspiración se produjo en Septimania. Allí el obispo arriano de Narbona, Athaloc, y los condes Granista y Wildigerno intentaron deponer al rey Recaredo solicitando la consabida ayuda de los francos que invadieron la provincia en el 589. El rey burgundio Gontrán consiguió reunir a más de 60.000 guerreros para echar definitivamente a los visigodos de las Galias. Se plantaron en Carcasona a la espera de la respuesta de Toledo, y ésta llegó de forma inesperada: Recaredo envió a su fiel duque Claudio con tan sólo 300 hombres. Según nos cuenta san Isidoro, la intervención divina hizo que las huestes godas ganaran la desigual batalla. Lo cierto, fuera o no Dios el que ayudara, es que los visigodos acabaron con la vida de más de 5.000 francos y apresaron a otros 2.000. De los conjurados provinciales no se volvió a saber, pero nos tememos lo peor.
Existió un cuarto intento contra Recaredo: sucedió después del concilio toledano y lo protagonizó el duque Argimundo, que también fracasó. El rey procuró un castigo horrible para el conjurado, al que se le amputó una mano después de recibir multitud de latigazos, haber sido decalvado y paseado sobre un asno por Toledo. Como vemos, a Recaredo no le temblaba el pulso a la hora de sofocar o liquidar rebeliones.
Con gran solemnidad el rey Recaredo inauguró el 8 de mayo del 589 el III Concilio de Toledo, considerado como el acto fundacional del reino católico visigodo de España. Recaredo se presentó con un texto escrito por él de puño y letra, demostrativo de la acción imparable de él y su pueblo por pasarse en masa a la fe católica. El rey abjuró oficialmente del arrianismo junto con los nobles y el clero godo. Fueron sesiones de trabajo muy intensas para los setenta y dos obispos allí reunidos, siempre bajo la supervisión del obispo Leandro y el abad Eutropio, auténticos motores espirituales de aquellas jornadas. Se animó a los arrianos a la conversión de buen grado: la desobediencia, según reza en las actas, sería castigada enérgicamente con la supresión de privilegios y tierras mirando la condición del acusado.
Las resoluciones nacidas del concilio se mostraron esenciales para entender los aspectos religiosos, la estructura del Estado y la sociedad de la época visigoda. En Toledo se reconocía la obligación del rey a la hora de ocuparse del gobierno y religión. Asimismo, se concedían funciones conjuntas a obispos y jueces, dejando para los primeros el control e inspección de los segundos sobre su actuación en las provincias administrativas donde trabajaban funcionarios del patrimonio fiscal. Con esta medida se intentaba paliar la corrupción judicial existente en muchas zonas del reino.
Las propiedades arrianas fueron expropiadas y se entregó su gestión a las autoridades eclesiásticas católicas. Se inició una política de acercamiento a la aristocracia con la devolución de las tierras anteriormente confiscadas por Leovigildo, y también se dio visto bueno a la construcción de iglesias y monasterios normativas para la celebración de futuros concilios que, a partir de ese momento, tuvieron relevancia política y religiosa en las reuniones del Aula Regia.
El concilio dimensionó la estructura del Estado visigodo. Sus decisiones pasaron a ser ley al quedar articuladas y escritas, y resultaban ser de la conformidad y aprobación real tras publicarse un edicto de confirmación del concilio.
El año 589 daría paso —debido a lo anteriormente expuesto— a una serie de cambios sociales que modificarían sustancialmente el ánimo y el sentir de los aproximadamente siete millones de hispanos bajo el mando de un rey Recaredo de apenas veinticuatro años.
En ese tiempo las escuelas teológicas afloraron con ímpetu, gracias sobre todo al empeño del obispo Leandro que dio prioridad a la formación intelectual del clero. Estos conocimientos adquiridos por los sacerdotes se derramarían inevitablemente sobre un pueblo cada vez más fusionado.
El conciliador y diplomático Recaredo se presentaba como el contrapunto de su guerrero padre Leovigildo. La última década del siglo VI transitó por la paz y la concordia entre hispano-romanos y visigodos. Sólo hubo algunos trastoques militares propiciados por los bizantinos, resueltos sin que supusieran mayor obstáculo para la frontera entre los dos poderes peninsulares. También la conversión al catolicismo de los godos allanó el camino para un pacto de no agresión con los reyes francos. Por su parte, los infatigables vascones fueron, una vez más, reducidos a sus territorios.
En cuanto al linaje familiar, se sabe que su progenitor estableció negociaciones con los francos para casar a Recaredo con las princesas Rigunthis o Clodosinda, hecho que no llegó a fructificar en ningún caso. En el 589 Recaredo aparece casado con la noble goda Baddo, supuesta hija del conde Fanto, con la que tuvo dos hijos: Suintila y Geila. Pero recordemos que el trono visigodo no era hereditario, sino de elección popular y aquí aparece Liuva, hijo natural de Recaredo, fruto de su unión con una mujer, según nos cuenta san Isidoro, oscuramente desconocida pero no exenta de virtudes.
Del joven Liuva hablaremos más tarde, después de mencionar que en el año 600, con el fin del siglo, fallecía el gran obispo Leandro, que atrás dejaba lustros de ímprobo esfuerzo por conducir a los habitantes de Hispania hacia la fe cristiana.
El buen cartagenero contrajo méritos más que suficientes para ser elevado a los altares como santo de la Iglesia católica. Le sustituyó su hermano Isidoro, al que debemos parte de lo expuesto en este libro y que será miembro fundamental de la sabiduría medieval europea.
Recaredo tenía treinta y seis años cuando a su puerta vital llamó la muerte. Se encontraba en su palacio real de Toledo y allí, cosa rara, falleció por causas naturales entre el 1 y 26 de diciembre del año 601. Murió un excelente monarca, dando paso con todas las garantías al siglo VII. Los nobles, agradecidos, honraron su memoria eligiendo nuevo rey a su hijo Liuva.
Los nobles desconfían de mí por verme continuador de una dinastía. No puedo predecir a qué punto llegará la ofensa.
Liuva II, rey de los visigodos, 601-603
Con la muerte de Recaredo comenzaba un período difícil para el reino visigodo de Toledo, años dominados por luchas intestinas entre el poder real y la unificada nobleza hispano-goda que habitualmente terminaban del lado aristocrático. El ensamblaje político y religioso de las dos sociedades no era muy suave, demasiadas asperezas y salientes para ese momento delicado de la historia donde se caminaba con paso firme hacia el feudalismo. Este tramo de la alta Edad Media es, por tanto, convulso e inestable. En un siglo habrá tantos monarcas godos como en las dos centurias anteriores, así que es mejor que nos vayamos preparando para recibir innumerables conjuras, traiciones y descabellos, porque de lo contrario pensaremos que en este siglo VII el mundo se volvió loco.
Los grandes terratenientes habilitados por Recaredo estaban dispuestos a seguir apoyando a Liuva II, nacido como hemos dicho de forma ilegítima en el 583, que contaba, por tanto, dieciocho años cuando fue entronizado.
Liuva era el cuarto representante de una misma dinastía. Hay quien cuenta que el muchacho fue utilizado como un simple títere en alguna de las conjuras que pretendían desposeer a Recaredo que, una vez aclaró el papel escasamente relevante que desempeñaba en la obra su hijo natural, no tuvo ningún inconveniente en perdonar al travieso adolescente. Lo cierto es que Liuva no se enteró de ningún preparativo contra su padre. Se le implicó cuando contaba quince escasos años, no es de extrañar la comprensión paterna ante un vástago al que podía necesitar como heredero al trono. Recaredo erraba, pues tres años después de la confabulación, Liuva era elegido rey en diciembre del 601.
El reinado de Liuva II sería muy breve, tan sólo ocuparía el trono dieciocho meses, pues pronto los descontentos con Recaredo comenzaron a urdir planes para que cambiara la situación. Liuva representaba la continuidad dinástica, y eso aterraba a la nobleza del más rancio abolengo germano-arriano. Los nobles estaban cómodos con las nuevas fórmulas clientelares del protofeudalismo incipiente; para que eso se mantuviera y los señoríos continuaran añadiendo tierras y privilegios que impidieran la progresión del actual linaje gobernante, en el más absoluto secreto, los nobles rebeldes se reunieron para ultimar los planes que derrocarán a Liuva. El líder de esa facción era el conde Witerico, aquel que delató a sus compañeros en una de las conjuras contra Recaredo. Ahora Witerico estaba nuevamente preparado para la traición, y ésta se consumó en Toledo. En la capital visigoda fue apresado Liuva II entre los meses de junio y julio del año 603.
El joven rey fue internado en un oscuro calabozo de la ciudad. Witerico ordenó posteriormente que le amputaran la mano derecha. Con ese gesto el golpista quiso evidenciar ante el pueblo que Liuva era un simple usurpador llegado al trono mediante farsa y engaño.
Algunos intentaron defender la posición de Liuva, lo que fue imposible dado el poder militar adquirido por el conde Witerico que, casualmente, meses antes había recibido el mando del ejército preparado para la guerra contra los bizantinos. Como es obvio, Witerico no malgastó ni un solo esfuerzo en la lucha contra los imperiales; en cambio, sí empleó esa tropa para marchar hacia Toledo y hacerse con el poder. De todas formas, y pensando evitar futuras alianzas o levantamientos de la nobleza leal a Liuva, se dio orden de ejecutar al destronado, sentencia cumplida en los primeros días de agosto del 603.
Liuva II murió en un cadalso, sin entender nada, cuando apenas tenía veinte años, con lo que el terreno quedó libre para que los ambiciosos aristócratas conservadores tuvieran la oportunidad de intentar recuperar el estatus que la dinastía anterior les había mermado. Ahora estaban dispuestos a elegir un rey condescendiente con su forma de ver la vida. Había llegado el momento del confuso conde Witerico.
Mi esfuerzo por recuperar el arrianismo fue estéril; incluso los nobles que me eligieron rey ahora me acusan de tiranía. El futuro se sumerge en la bruma.
Witerico, rey de los visigodos, 603-610
Witerico fue proclamado rey de los visigodos en agosto del 603 a la edad de treinta y tres años, aunque, según parece, él mismo se había alzado a esa condición el 29 de diciembre del 601, días más tarde del fallecimiento del rey Recaredo. Con esa actitud pretendía demostrar el no acatamiento del legítimo aspirante al trono real. Sea como fuere, tras el golpe militar y la ejecución de Liuva en el 603, Witerico inicia sin oposición aparente un reinado que se va a caracterizar por la confusión, egocentrismo y tiranía de un rey que intentará reinstaurar el arrianismo, oponiéndose así a la idea general establecida por Recaredo años atrás, y que tan buenos resultados estaba dando a la sociedad de la época. Bien es cierto que este asunto ha sido objeto de polémica, ya que no faltan investigadores que defienden la posición de un Witerico católico de forma y arriano de práctica, postura que parece convincente a tenor de las escasas informaciones que nos han llegado de ese tiempo.
Dados los acontecimientos, la Iglesia católica era imparable y enfrentarse a ella hubiese sido muy poco prudente, por eso es fácil intuir que el rey Witerico optara por la diplomacia y no la agresión hacia la mayoría católica.
Dicen que el uso del poder cegó a Witerico, que en poco tiempo olvidó sus compromisos con la nobleza que tanto le había ayudado en su ascenso al trono. Las primeras intenciones descentralizadoras pronto se convirtieron en denodados esfuerzos por seguir aglutinando poder en torno a la figura real. Incluso Witerico defendía tesis contra las que supuestamente había luchado. El contumaz arrianismo, añadido al alejamiento progresivo de los aliados nobles, cavaron el foso de un monarca cada vez más aislado.
En política exterior cabe destacar el vano intento de pactos con los caudillos francos, incluso pretendió entroncar su casa con la borgoñesa gracias al matrimonio de su hija Ermenberga con el príncipe burgundio Teodorico. Witerico envió a su hija con una espléndida dote en la esperanza de agradar a su futura familia franca, pero todo se fue al traste cuando Brunequilda, abuela del príncipe Teodorico, desaconsejó el casamiento por entender que esa unión no favorecería a su reino. Teodorico aceptó la recomendación. El repudio y lógico agravio desconcertó al rey Witerico, que no se encontraba en buenas condiciones para ofrecer respuesta armada a semejante afrenta, ya que en esos años el grueso del ejército visigodo combatía con excelentes resultados a los bizantinos. Lo único que se planteó fue establecer una cuádruple alianza entre Lombardía, Austrasia, Neustria y el propio reino de Toledo contra Borgoña; asunto que, dada la debilidad de las relaciones, no cuajó. De los imperiales bizantinos se pudieron recuperar algunas ciudades y tierras, como fue el caso de Medina Sidonia, pero poco más.