La aventura de los godos (10 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los godos
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En cuanto a política interior, el reinado de Atanagildo fue bastante pacífico. La facción del vencido Agila se alió con los ganadores de la contienda civil y juntos buscaron caminos que dieran luz a la terrible crisis económica por la que atravesaba el reino a consecuencia de tanto combate y despropósito. Las arcas reales no tenían volumen suficiente para atender la demanda de una población empobrecida por los avatares y la moneda que circulaba esos años era cada vez más escasa y devaluada.

Los habitantes de la España visigoda rondaron con frecuencia la hambruna, y las cosechas y comercios no abastecían a los casi siete millones de habitantes que, por entonces, mantenía el reino. En 566 la crisis económica se acentuaba y conducía inexorablemente a lo que parecía una inminente desaparición de la nación visigoda para disgregarse en un sinfín de pequeños reinos.

Los intentos del rey Atanagildo por conquistar Córdoba se estrellaron paulatinamente contra sus murallas. A pesar de todo, el rey gozaba de la estima y el cariño popular y Toledo florecía paso a paso en medio de tanto inconveniente.

Se cuenta que Atanagildo se había convertido de forma secreta en sus últimos años a la fe católica, de ahí la tolerancia religiosa mostrada hacia los católicos que el buen monarca había mantenido para desconcierto de la más rancia aristocracia arriana visigoda.

En el año 567 el rey enfermó fatalmente y quedó postrado en el lecho de su palacio real en Toledo. Era una situación novedosa para todos, ya que no había costumbre desde los tiempos de Eurico de ver a un monarca fallecer por muerte natural, pero con Atanagildo sucedió esto, lo que levantó admiración e incrementó el cariño que el pueblo sentía por él.

Tras el óbito real los visigodos comenzaron un agrio debate para buscar al heredero más adecuado al trono. Fueron cinco meses de interminables jornadas donde varios candidatos ejercieron su opción. La asamblea de nobles fue desestimando una propuesta tras otra. Nadie parecía contento y ningún linaje satisfacía sus demandas. El fantasma de la guerra civil comenzaba a planear sobre el horizonte. Cuando todo parecía perdido y las diferentes casas de influencia empezaban a desenvainar sus espadas, apareció desde la Septimania un noble llamado Liuva con propuestas conciliadoras, enarbolando una suerte de compromisos que, para sorpresa de propios y ajenos, apaciguaron a los belicosos magnates que, aplicando la fórmula del mal menor, lo eligieron rey. Comenzaba así, no exento de problemas, el difícil reinado de Liuva I, de religión arriana y dispuesto a no abandonar su querida Narbona, ciudad en la que habitualmente residía, asunto éste muy polémico y que pronto le ocasionaría más de un quebradero de cabeza.

XVI
 
Liuva I

Mi hermano Leovigildo es el más indicado para gobernar a los godos de Hispania. Yo desde la Septimania evitaré el avance de los francos. No sé si los nobles entenderán la decisión de compartir el trono.

Liuva I, rey de los visigodos, 567-572

La oportuna transición

Cuando Liuva I llegó al trono a finales del 567, desde luego no permanecía ajeno a lo delicado de la situación. En esos momentos tres poderes se repartían el suelo peninsular: suevos, bizantinos y visigodos, y los tres intentaban presionar al vecino de la mejor, o peor, manera posible.

Liuva era duque de la Septimania, una provincia en permanente conflicto con los francos, tensión a la que el gobernante visigodo estaba acostumbrado, ya que hasta entonces había sido capaz de mantenerlos a raya en sus ambiciosas aspiraciones de invadir la estrecha franja territorial que a duras penas seguía vinculada al reino toledano. Los meses que los visigodos perdieron en la elección de un nuevo rey fueron utilizados convenientemente por sus enemigos para reforzar posiciones y preparar futuras campañas expansionistas.

Atanagildo no tuvo suerte en sus cuitas contra los bizantinos y grandes terratenientes hispano-romanos que dominaban ciudades como Córdoba o vastos territorios en la meseta central de la península. Ahora le tocaba al rey Liuva buscar rápidas soluciones reparadoras de tanto desbarajuste militar, social y económico. Pero en ese tiempo los acontecimientos circulaban con presteza sin que se dieran muchas oportunidades para reflexiones sosegadas. Así, a las pocas semanas de su nombramiento tuvo que enfrentarse al ataque fulminante de los reyes francos sobre Septimania. El exitoso avance y toma de la ciudad de Arlés a cargo de los caudillos francos Sigiberto y Gontrán obligó al rey Liuva a preparar una expedición militar dirigida por él mismo con el propósito de detener la avalancha franca.

Liuva consiguió repeler la ofensiva de los francos, pero, como buen conocedor de éstos, sabía que su ausencia de la zona facilitaría nuevas intervenciones guerreras de un vecino siempre dispuesto a superar los límites fronterizos. En consecuencia, optó por permanecer con su ejército en Narbona, situación que calmaría suficientemente el ardor combativo del enemigo franco. La iniciativa estabilizó el norte visigodo, levantando en cambio envidias y disensiones en las provincias del sur —recordemos que muchos nobles no se habían mostrado de acuerdo con la elección de Liuva que, además, propugnaba una mayor defensa de las costumbres arrianas frente a las católicas—. Un rey residente en Narbona quedaba muy lejos de las decisiones que necesariamente se debían tomar en Toledo. Por otra parte, los visigodos se enfrentaban a la posibilidad, más que concreta, de perder Septimania a manos francas. ¿Qué hacer entonces? El rey Liuva dio muestras de sabiduría salomónica y repartió las funciones del cargo con su hermano Leovigildo, al que concedió el gobierno de Hispania en el 568 mientras él se dedicaba por completo a la provincia visigoda en las Galias. La solución fue del gusto de la mayoría, pues eran muchos los que veían con buenos ojos al hermano de Liuva, entre ellos los seguidores de Atanagildo, a los que Leovigildo convenció con su matrimonio con Gosvinta, viuda del anterior rey.

Poco más le quedó por decir o hacer al diplomático Liuva I. Sus últimos años los empleó en pacificar la frontera norte visigoda. Fue allí donde siempre quiso vivir y allí donde finalmente falleció por causas desconocidas en el 572, cuando se encontraba en el palacio real de su amada Narbona.

Liuva I es un monarca de reinado breve pero tremendamente interesante para la historia de España. La decisión conciliadora de crear un trono bicéfalo es motivo de muchos comentarios entre los investigadores. Sin embargo, nadie discute que la llegada de Leovigildo puso fin a buena parte de las variadas crisis que asolaban el reino visigodo de Toledo. Por tanto, Liuva tuvo una visión meridiana a la hora de intuir cómo se debía gobernar un reino que paseaba con demasiada frecuencia por las sombras de la inexperiencia, y en lugar de acumular poder para mayor brillo personal, lo repartió por el bien común de su pueblo.

XVII
 
Leovigildo

Ha llegado la hora de dar consistencia al reino de Toledo. En cambio, mi alma se agría por la aptitud incomprensible de mi hijo Hermegildo.

Leovigildo, rey de los visigodos, 568-586

Esplendor toledano

Leovigildo fue sin duda el rey más esplendoroso de su tiempo. Desde la asociación al trono de su hermano Liuva dio muestras sólidas del carácter unitario que pronto iba a dejar impreso en el reino de Toledo. Los primeros años de gobierno, gracias a la tranquilidad que Liuva otorgaba desde el norte, los pudo emplear con determinación para acallar las voces discrepantes de terratenientes hispano-romanos muy reacios al pago de tributos y cargas fiscales. Esos grandes propietarios también participaban de las asambleas electoras regias; por tanto, se convertían en peligrosos enemigos de una vida monárquica consolidada y estable. Era obvia la debilidad manifiesta del reino toledano; todos lo sabían, Leovigildo también. El pueblo necesitaba símbolos fuertes que acatar y seguir a pesar de las dificultades, por eso no es de extrañar que las primeras acciones reales fueran las de expropiar inmensos territorios a muchos nobles que se negaban a sustentar las arcas del tesoro gótico.

Exilios y decapitaciones estaban a la orden del día, sin que nadie escapara al control fiscal. La mano dura empleada por Leovigildo pronto surtió efecto y se incrementó notablemente la fortuna del reino que, aun así, seguía siendo insuficiente para abastecer tanta demanda social.

Leovigildo era un buen militar y sabía que tarde o temprano entraría en guerra con sus habituales enemigos: bizantinos, suevos y francos, de tal modo que, previendo el futuro inmediato, asestó un decisivo golpe a los prefectos destacados por Bizancio en la Península. En la campaña iniciada en el año 570, los visigodos bajo el mando del rey Leovigildo tomaron muchas ciudades y fortalezas vitales para la continuidad bizantina en Hispania.

Tal fue el caso de Guadix, Baza, Antequera, Medina Sidonia o Málaga, la plaza y puerto más importante que los orientales mantenían en el sureste peninsular. Finalizada la contienda en el 571, el resultado no pudo ser mejor para los intereses visigodos; se había creado un eje que giraba en torno a las ciudades anteriormente citadas que empujaba a los bizantinos a ocupar sólo una estrecha franja litoral en el Mediterráneo, fijando la virtual frontera en la cordillera Penibética. Finalmente, Leovigildo consiguió algo que sus predecesores Agila y Atanagildo no habían podido obtener: la conquista y ocupación de la eternamente rebelde Córdoba. Tras el asentamiento de guarniciones y la masacre de centenares de campesinos levantiscos, se puede decir que los bizantinos habían sido definitivamente expulsados del valle del Guadalquivir, o lo que es lo mismo, de las tierras más fértiles de toda la provincia Bética. Este asunto, como puede suponer el lector, volvió a mejorar la maltrecha salud del tesoro godo, con lo que Leovigildo se reforzó notablemente para emprender nuevas campañas, pues disputas territoriales no le iban a faltar.

En el año de la toma cordobesa aconteció la muerte de su hermano Liuva I, lo que supondría la reunificación del reino bajo el mando de Leovigildo que, al recuperar el control sobre la provincia visigoda de las Galias, asoció al trono para mejor reparto de funciones a sus hijos Hermenegildo y Recaredo, ya pensando posiblemente en la creación de una dinastía que le permitiera perpetuar su linaje para mayor gloria de su figura. Los herederos eran fruto del primer matrimonio de Leovigildo, aunque, como ya sabemos, hubo un segundo enlace con la viuda del rey Atanagildo.

Tras asumir todos los derechos y obligaciones reales, Leovigildo, siguiendo con su política de fortalecimiento de la institución monárquica, sorprendió a todos con una serie de decisiones que, a la postre, fueron vitales para la imagen y afirmación del reino toledano.

Leovigildo se coronó, vistió mantos a la usanza imperial bizantina y se sentó por primera vez en un trono delante de la asamblea de nobles visigodos; acuñó moneda con su efigie coronada, los famosos tremises de oro —su valor correspondía a la tercera parte del solidus romano—, moneda oficial del reino y un símbolo de la época floreciente de Leovigildo.

En el 573 se llevó a cabo la obra legislativa que el rey Leovigildo creó para el mejor gobierno de las poblaciones goda e hispano-romana. Nos referimos al famoso
Codex Revisus
, el documento más importante de su época, que impulsó definitivamente el levantamiento del armazón ideológico toledano. El código de Leovigildo se basaba esencialmente en el antiguo Código de Eurico, del que rescató las principales leyes, suprimió las superfluas y añadió otras que no se habían tenido en cuenta en ese momento, Con este texto se miraba hacia el conjunto de la población sin pararse en su procedencia étnica o confesión religiosa. Fue un salto cualitativo y cuantitativo que facilitaría enormemente el avance hacia lo que hoy llamamos España.

Valga como ejemplo de lo que representaba el
Codex Revisus
esta ley sobre matrimonios mixtos que aquí reflejamos:

Que esté permitida la unión matrimonial tanto de un godo con una romana, como de un romano con una goda. Se distingue una solícita preocupación en el príncipe, cuando se procuran beneficios para su pueblo a través de ventajas futuras; y no poco deberá regocijarse la ingénita libertad al quebrantarse el vigor de una antigua ley con la abolición de la orden que, incoherentemente, prefirió dividir con respecto al matrimonio a las personas que su dignidad igualaba como parejas en estatus.

Saludablemente reflexionando por lo que aquí expuesto como mejor, con la remonición de la orden de la vieja ley, sancionamos con esta presente ley de validez perpetua: que tanto si un godo una romana, como también un romano una goda, quisiera tener por esposa —dignísima por su previa petición de mano— existía para ellos la capacidad de contraer nupcias y esté permitido a un hombre libre tomar por esposa a la mujer libre que quiera en honesta unión tras informar bien de su decisión y con el acompañamiento acostumbrado del consenso del linaje.

Recordemos la nefasta ley de raza vigente desde los antiguos tiempos tolosanos que impedía bajo pena de muerte esos matrimonios mixtos. El
Codex Revisus
alivió en gran medida las necesidades de una gente cada vez más identificada con los gobernantes que les tocaban. Con la fuerza de la unión llegaba el momento para la expansión territorial y Leovigildo se puso a la faena.

El objetivo era suprimir el constante peligro que suponían las poblaciones autóctonas celtibéricas. La campaña septentrional concedió grandes victorias sobre los ruccones, una tribu establecida entre las actuales provincias de Salamanca y Cáceres; también se dominó a la tribu de los sappo, que vivían en el suroeste de la actual provincia de Zamora; finalmente, los visigodos se lanzaron sobre la región cántabra que hasta entonces había permanecido más o menos independiente del poder invasor. En 574 Leovigildo toma y saquea Amaya, la capital cántabra, dejando una guarnición para evitar ataques de los siempre belicosos y paganos cántabros.

Con posterioridad a sus éxitos celtibéricos, Leovigildo inició la presión sobre el agónico reino suevo y aún le quedó tiempo para completar la conquista de Oróspeda, situada en la actual zona de las sierras de Alcaraz, Segura, Cazorla y alto Guadalquivir. En un principio las ciudades y torres de estos lugares se sometieron a la hegemonía visigoda; más tarde, el campesinado orospedano se sublevó al sentir la presión fiscal impuesta por los nuevos gobernantes, siendo ya demasiado tarde para cualquier movimiento de protesta popular, y los rurales fueron barridos en pocas semanas.

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