Teodorico I, rey de los visigodos, 418-451
Con la muerte de Walia desaparecía la dinastía baltinga para dar paso al nuevo linaje de Tolosa. Los nobles visigodos se reunían para proclamar a Teodorico como nuevo rey; todo esto ocurría mientras los últimos contingentes guerreros que luchaban en Hispania regresaban para vitorear a un joven monarca sobrino del querido Walia y supuesto hijo del gran Alarico I. No había dudas, por tanto, para su elección como Teodorico I o, según otras crónicas, Teodoredo I.
Los primeros cinco años del largo reinado los dedicó por entero a mantener la palabra que sus parientes habían dado al general Constancio. En ese tiempo sus tropas se emplearon a fondo en la aniquilación de los vándalos asdingos, pero, una vez más, la suerte se alió con éstos. El 11 de septiembre del 421 moría Constancio y dos años más tarde lo haría el propio emperador Honorio. Desde ese momento Teodorico consideró que su alianza con Roma quedaba sin efecto; surgía así una buena oportunidad para que los visigodos ampliaran su recién nacido reino.
Mientras tanto, en Hispania los bárbaros se habían reorganizado y, libres de la presión visigoda, derrotaban al magister militum Flavio Castino, dando paso a multitud de incursiones por las provincias Lusitania, Bética y Cartaginense, aunque sí parece que los romanos conservaron buena parte de esta última. Como no podía ser de otra forma, suevos y vándalos se enfrentaron, permaneciendo los primeros en Gallaecia y Lusitania, mientras que los segundos optaron por una retirada masiva a tierras africanas entre el 429 y el 432. Se calcula que en ese período unos 80.000 vándalos salieron de la Península Ibérica para crear el primer reino germánico en África con capital en la antigua Cartago.
Teodorico I fue un rey longevo e inteligente. En sus más de tres décadas de reinado siempre se mostró dócil con el poder romano sin perder jamás su astucia e intuición, virtudes estas que sirvieron para que más de 100.000 visigodos se establecieran en el naciente reino de Tolosa.
Los galo-romanos aceptaron de buen grado la llegada de los nuevos vecinos, ya que nunca tenían segura la defensa por parte de Roma, y las tropas visigodas los defenderían de los constantes saqueos cometidos a un lado y a otro de las fronteras galas. Una vez resuelta la cuestión de quién tenía el mando en Aquitania, a Teodorico lo llenó la ambición de expandir su nuevo país. La muerte del emperador Honorio fue la situación propicia para tal deseo. Recordemos brevemente que el inepto romano había muerto sin descendencia, lo que facilitó la llegada al trono de un usurpador llamado Juan, apodado «el Secretario» por su antiguo oficio de funcionario. Frente a éste se encontraba Valentiniano III, un infante de escasos cinco años, hijo del general Constancio y de la princesa Gala Placidia. Los visigodos mantenían respeto y admiración por la que había sido su reina junto a Ataúlfo. Por eso no es de extrañar que Teodorico y los suyos apoyaron de forma tan decidida la proclamación en Tesalónica del pequeño Valentiniano como nuevo emperador romano de Occidente. Gracias al ejército de Teodosio, emperador romano de Oriente y aliado con Teodorico, Gala Placidia obtuvo la regencia y, por tanto, el trono de Roma. Teodorico intentó ahora buscar nuevos territorios para su reino. En el año 427 abordó la conquista de Arlés y en los años 430 y 439 buscó una salida hacia el mar con la toma de Narbona. Las alianzas con el Imperio se hacían y deshacían con estrepitosa velocidad. En medio de tanta conquista y batalla también existían momentos de paz y amor. Eso facilitó, a la postre, un buen matrimonio que dio a Teodorico I cinco hijos de los que cuatro llegarían a reinar, no libres de sangre y conjuras fratricidas, como veremos posteriormente.
Tras la expulsión o sometimiento de alanos y vándalos, sólo quedaron los suevos en el noroeste peninsular como muestra de las invasiones bárbaras de 409. Los visigodos en el siglo VI se encontraban a punto de completar su total expansión por la Península Ibérica.
Las guerras contra vándalos y alanos habían limpiado de bárbaros el centro y este de Hispania; con los suevos fortificados en el noroeste se llegó a un pacto por el cual una hija de Teodorico se casó con el rey suevo Requiario. En el 449 parecía que llegaban buenos aires para Teodorico, pero el único viento dispuesto a imponerse era el del feroz Atila.
La batalla librada por los romanos y sus aliados contra los hunos y afines en los campos Mauriacus o Catalaúnicos se puede considerar como el principio del fin para el Imperio Romano de Occidente. A pesar de la aplastante victoria en ese año 451 cuando se libró el combate, Roma empezó a entender que su historia se acababa para dar paso a la creación de futuros estados europeos. Desde los Catalaúnicos, los pueblos germánicos tomaron conciencia de lo que podían llegar a ser. En esos campos germinó sin duda la Europa medieval.
Los hunos venían asolando el continente desde hacía un siglo; su avance impulsó a los pueblos germánicos hacia los dominios imperiales con las consecuencias que conocemos. El históricamente maltratado Atila había conseguido reunificar a todas las tribus húnicas, considerándose a sí mismo como la cabeza del que sería un efímero imperio. El llamado «Azote de Dios» provocó durante muchos años episodios oscuros y sangrientos. Su aparición en la historia coincidió nefastamente con terremotos y cataclismos en Hispania, Galias y otras zonas del Imperio. Parecía que el bárbaro llegaba para anunciar el fin del mundo. Buscó en medio de la vorágine una guinda a su pastel de gloria y ésta fue Honoria, la hermana de Valentiniano III, al que pidió su mano con el fin de estrechar lazos de amistad que evitaran mayores males a la maltrecha Roma. Valentiniano recibió horrorizado la propuesta y formuló una negativa tan rotunda que consiguió humillar sin quererlo al orgulloso bárbaro. La reacción de éste no se hizo esperar. Era el momento de vengarse de Roma, y pretendía conseguirlo con uno de los mayores ejércitos que hasta entonces se había reunido. En esa hueste integrada por 500.000 guerreros, además de hunos, cabalgaban ostrogodos, escitas, sármatas, hérulos, gépidos y un sinfín de tribus germánicas. Frente a ellos, Aecio, el mejor magister militum de Roma, un hombre que había pasado su infancia junto a los hunos y que, por tanto, conocía a la perfección las formas y maneras de combatir de esta terrible etnia.
Los romanos prepararon un formidable ejército con los contingentes aportados por visigodos, alanos, burgundios y francos, además de los propios soldados imperiales.
El choque entre las dos masas guerreras se produjo a unos 20 kilómetros de la ciudad francesa de Troyes. Todo comenzó por un ataque de los francos sobre los gépidos, que fueron rápidamente aplastados y masacrados. La réplica llegó a cargo del cuerpo principal de jinetes hunos que se abalanzó sobre los alanos sembrando la confusión entre los guerreros de Aecio. El general sabía que la fortaleza de su enemigo radicaba en la caballería, por eso, mediante estrategia y táctica, obligó a sus atacantes a descabalgar para el combate cuerpo a cuerpo, y esa hábil maniobra puso a los hunos en clara desventaja. En pocas horas, las tropas del orgulloso Atila fueron superadas, para Roma, el propio Atila llegó a ordenar que se levantara una pira funeraria para quemarse antes de ser capturado. Sobre el campo de batalla yacían 160.000 hombres de ambos bandos, aunque esta cifra parece exagerada por los cronistas de la época. Aecio se resistió a dar el golpe definitivo a su anteriormente amigo Atila e incomprensiblemente, cuando lo tenía todo a favor, dejó escapar a los restos del ejército huno que, lejos de huir a sus territorios natales, pronto se revolvieron contra la mismísima Roma. ¿Pero qué había pasado mientras tanto con el leal Teodorico I? Los visigodos combatieron bien, incluso se mostraron fundamentales para el éxito de la batalla, pero a costa de perder a su veterano monarca. Parece probado que Teodorico I murió en los primeros lances del choque. Según cuentan, cayó de su caballo mientras alentaba a las tropas; sin embargo, lo más factible es que fuera víctima de un dardo lanzado por el general ostrogodo Andagis. El rey, herido de muerte, no pudo ver cómo los suyos le aclamaban tras la victoria. Las rudas voces de los ensangrentados soldados rezaban por el alma de ese hombre a quien, para mayor honor, habían encontrado bajo un montón de cadáveres enemigos. El valeroso Turismundo asumió con decisión la dirección del ejército visigodo, demostrando en ocasiones mayor conocimiento bélico que el propio general Aecio. El joven, una vez finalizado todo, ordenó quemar el cadáver de su padre siguiendo la costumbre guerrera. Los rituales funerarios dedicados al gran rey Teodorico I culminaron la épica jornada de los Catalaúnicos. La nobleza y los generales visigodos que se encontraban en aquellos campos no tuvieron ninguna duda sobre quién debía ser el nuevo monarca del reino de Tolosa. Era el momento para un nuevo líder, pero venturas y desdichas no le faltarían en su convulso y breve reinado.
Gracias a la sabiduría de los generales y al ardor combativo de las tropas godas supimos derrotar a los temibles jinetes hunos. Mi propio padre murió en ese empeño, pero cuando estábamos a punto de acabar con Atila, Aecio lo impidió. Como nuevo rey, os digo que nunca volveremos a fiarnos de Roma.
Turismundo, rey de los visigodos, 451-453
Turismundo obtuvo la corona de rey ante el cadáver todavía caliente de su padre, Teodorico; por sus venas circulaba la sangre de muchos linajes y siglos. Los godos, ahora visigodos por occidentales, habían pasado años interminables vagando por media Europa. Lucharon entre ellos por la comida, contra otros por la tierra y finalmente contra Roma por la supervivencia. Pero en el año 451 el panorama geopolítico estaba a punto de dar un vuelco inimaginable tan sólo unas décadas atrás.
La batalla librada en los campos Catalaúnicos por Roma (o lo que quedaba de ella) y sus aliados contra el invencible Atila había supuesto para los ejércitos federados al Imperio un cambio de conciencia. Quizá por primera vez se sintieron parte de algo más poderoso que una simple tribu dedicada a la rapiña o a la devastación.
Los visigodos poseían un reino al que defender, y su nuevo rey Turismundo unos ideales que lo impulsaban a romper los antiguos pactos con Roma para iniciar un camino independiente y sin ataduras. Conocida es la enemistad que surgió entre Aecio y Turismundo en la batalla anteriormente referida. Cuentan que, tras la victoria, el nuevo rey se dispuso a atacar el campamento base de Atila, pero, como ya hemos dicho, Aecio se negó a ello, posiblemente temeroso del ímpetu y sabiduría militar demostrados por el brillante rey Turismundo. Roma no podía consentir bajo ningún concepto que los visigodos se apuntaran el tanto de haber destruido al todopoderoso Atila. Una vez terminada la campaña, las tropas federadas se disolvieron regresando a sus lugares de origen o a los territorios adjudicados. Tal fue el caso de los alanos establecidos en Orleáns, contra los que muy pronto se revolvió el impaciente Turismundo, ávido de nuevas tierras para su creciente reino de Tolosa. El avance sobre el río Loira fue fulgurante:
en pocas semanas los grupos alanos fueron vencidos y fraccionados.
¿Osarían los visigodos luchar contra Roma? A Turismundo no habría que hacerle esta pregunta. En el 453 sitió la ciudad romana de Troyes, todo un desafió para el enojado general Aecio, que pronto comenzó a urdir un plan para la desaparición de aquel incómodo rey.
Turismundo deseaba poner en práctica una política secesionista de Roma, pero no contaba con el apoyo de muchos nobles, y menos aún de sus hermanos Teodorico y Frederico, que más bien querían seguir vinculados a la historia romana. El rey no podía entender la actitud de la aristocracia visigoda y empezó a acumular el poder necesario para no depender en el futuro de opiniones que no fueran afines a sus ideas independentistas. Por si fuera poco, el pueblo seguía a Turismundo de forma entusiasta, viendo en aquel fuerte y decidido joven al auténtico sucesor del venerado Alarico. No obstante, los tiempos se resistían a cambiar, y, como siempre, las conspiraciones e intrigas prevalecieron sobre los sueños.
En una noche cualquiera del año 453, el general Aecio se reunió con un grupo de nobles visigodos. Entre ellos se encontraban los propios hermanos de Turismundo, que debían hacer algo para evitar que su rey siguiera molestando a Roma. Quien lo matara obtendría el beneplácito imperial. Teodorico y Frederico se adelantaron para ofrecerse voluntarios como asesinos de su hermano mayor. Días más tarde los confabulados llegaban a Tolosa. Su propósito era claro, y el monarca no sospechó nada. En esa época se encontraba lamiendo sus heridas después del sitio fallido de Arlés, aunque ya estaba preparando nuevas empresas expansionistas por las Galias. El ejército se había reorganizado y pertrechado a la espera de órdenes, y fue entonces cuando Turismundo invitó a sus hermanos a cenar en el palacio real. Tras el banquete, el monarca se dispuso para la retirada a sus aposentos. Teodorico y Frederico le siguieron sigilosamente y, cuando Turismundo se quedó solo, se abalanzaron sobre él inmovilizándole y acto seguido le estrangularon. Fue sin duda una muerte injusta, pero, por otra parte, casi normal en la leyenda de los reyes visigodos. Era muy difícil que un monarca muriera por causas naturales, y en el caso de los godos, casi imposible. Consumado el fratricidio, a la nobleza no le quedó más remedio, estuviera conforme o no, que nombrar un nuevo rey, y quién mejor que el siguiente en la prole de Teodorico I.
Tuve que matar a mi hermano porque no supo ver la situación real por la que transitábamos. Gracias a mí, los godos se convertirán en el pueblo más influyente de todo el Imperio Romano.
Teodorico II, rey de los visigodos. 453-466
Teodorico II tomó varias decisiones que mejorarían notablemente la situación del reino de Tolosa. En primer lugar, fortalecer a Roma pensando en el beneficio propio, para lo que debía asumir el ineludible compromiso de federado como guardián de las fronteras imperiales. En ese tiempo los problemas se multiplicaban, toda suerte de pueblos guerreros hostigaban a la maltrecha potencia hegemónica. Pero no sólo el peligro llegaba en forma de ejércitos compactos dirigidos por líderes militares. Desde el siglo II se venía hablando y padeciendo una curiosa forma de bandolerismo. Nos referimos a los bagaudas, auténticas guerrillas nutridas por campesinos desertores, ciudadanos pobres descontentos y gentes de cualquier extracción social desafecta al gobierno dominante, bien fuera romano o federado. Estos grupos armados reivindicaban nuevas formas de vida lejos del poder imperial, pero también es cierto que muchas veces sólo buscaban el simple saqueo para su enriquecimiento personal.