No le fallarían en su último momento. Sus generales decidieron que el cadáver no debía caer en manos del enemigo. Para ello idearon un plan destinado a ocultar para siempre la tumba de su jefe. Miles de esclavos fueron conducidos al cauce del río Busento, donde trabajaron durante varias semanas hasta que consiguieron desviar su curso mediante una enorme obra hidráulica que consistía en la construcción de un canal y el consiguiente muro. Una vez terminado el trabajo, comenzaron los rituales mortuorios. Los obreros cavaron una profunda fosa en el lecho del río y dentro del sepulcro situaron el cadáver del rey acompañado por lo que la leyenda estima un inmenso tesoro que nadie intentó cuantificar. Finalizada la operación, los generales visigodos ordenaron derribar el muro de contención para que el Busento ocupara nuevamente su cauce natural. La escena debió de ser muy impactante, cuasi bíblica. El acto terminó cuando los soldados visigodos asesinaron a todos los esclavos que habían participado en la obra para que nadie jamás pudiera desvelar el sitio exacto donde descansaba el cuerpo de Alarico.
Hoy en día, en la ciudad de Cosenza podemos encontrar un recuerdo material del episodio: el puente de Alarico suspendido sobre el río Busento entre las iglesias de San Domenico y San Francesco de Paola, en el punto preciso donde se cree que yacen su cuerpo y el tesoro.
Miles de visigodos se vieron privados de su rey, y esa noticia los había desmoralizado; además, en el norte los romanos se estaban organizando para dar respuesta vengadora a tanta tropelía cometida por los bárbaros. Tenían que tomar una decisión, la supervivencia de su pueblo estaba en juego: lejos quedaba el sueño imperial de Alarico. Fue entonces cuando los guerreros visigodos volvieron su mirada sobre alguien que había acompañado al caudillo desde el primer momento, el gran príncipe Ataúlfo, cuñado y casi hermano de Alarico. Cumpliendo con la costumbre germana, los hombres golpearon sus armas contra los escudos, mientras gritaban el nombre del elegido. Todo fue muy rápido pues la historia de los godos así lo demandaba. En pocos días, el flamante rey Ataúlfo se ponía al frente del pueblo visigodo para iniciar una retirada fulminante pero bastante honrosa. Aquella hueste que había sometido la capital del mundo tendría que negociar una salida si no quería ver comprometida su propia forma de existencia. ¿Estaría Ataúlfo a la altura de Alarico?
Mi gente no está suficientemente preparada para asumir el gobierno de las instituciones romanas; sin embargo, yo fundaré un reino para los godos y se lo entregaré a mi amada Gala Placidia.
Ataúlfo, rey de los visigodos, 415-415
En el año 410, el Imperio Romano de Occidente parecía un castillo de naipes al que el soplo de los pueblos bárbaros se empeñaba en derribar. Decenas de hordas habían provocado otras tantas incursiones por buena parte de la geografía dominada hasta entonces por Roma. Para más confusión, la capital era tomada y saqueada por los visigodos. Un año antes, suevos, vándalos y alanos se habían precipitado sobre Hispania. En Britania las olvidadas legiones proclamaban nuevos emperadores. En las Galias también surgían aspirantes al trono imperial. La situación se presentaba muy incómoda para Honorio, que observaba todo esto escondido en Rávena bajo la amenaza latente del rey Ataúlfo y los suyos, desperdigados por el sur de la Península Itálica. Los visigodos ni querían ni podían mantener el sueño imperial de Alarico. El rey Ataúlfo tuvo que asumir que su pueblo no estaba en condiciones de dirigir las instituciones públicas romanas; sólo le quedaba un camino, y era el de pactar con el emperador Honorio su salida de Italia. A éste, aunque mantenía un odio visceral a todo lo visigodo, no le quedó más remedio, dada su delicada situación en Britania, Galia e Hispania, que prometer al rey Ataúlfo tierras y suministro de víveres a cambio de su ayuda como pueblo federado. Honorio acordó con Ataúlfo el establecimiento de los visigodos en el sur de las Galias, allí ayudaría al ejército romano dirigido por el magister militum Constancio a reequilibrar una situación que se había vuelto muy oscura. Por las Galias desfilaban los ejércitos del britano Constantino, siempre deseoso de invadir Italia. También operaban tropas del galo Jovino, ayudado por un visigodo llamado Saro, enemigo atroz del linaje baltingo.
Desde el año 406, el caos se había adueñado de territorios considerados como la flor y nata del Imperio Romano, lo que facilitaba que cualquier aristócrata o general de las provincias se creyera con facultades para asumir el poder y reconducir la situación. La llegada en el 411-412 del rey Ataúlfo a la zona de operaciones supuso un alivio para el general Constancio. Es curioso cómo aquellos dos hombres unidos por la causa de Honorio en el fondo eran contendientes enfrentados por el amor de Gala Placidia. La joven y hermosa rehén romana permanecía con los visigodos desde el saqueo de Roma.
Constancio había vencido, capturado y ejecutado a Constantino y sus hijos, obligando a Geroncio, hombre de confianza de Constantino en Hispania, a una retirada humillante hacia la Tarraconense. Allí se encontraba el general Máximo, otro usurpador nombrado a dedo por un Geroncio que tuvo que suicidarse junto a su familia empujado por sus propios hombres. Por su parte, Ataúlfo derrotó y ejecutó a Saro y Jovino, con lo que se puede decir que en el 412 la situación se restablecía de forma momentánea. El problema surgió cuando el emperador Honorio no cumplió el pacto firmado con Ataúlfo —recordemos que el romano había prometido tierras y alimentos a cambio de ayuda militar y la entrega de la secuestrada Gala Placidia, pretendida por el general Constancio—. El incapaz Honorio no pudo suministrar la intendencia acordada y Ataúlfo no consintió la devolución de la hermana del emperador de la que, seguramente, se había enamorado ya desde los tiempos de su captura en Roma. El general Constancio instigó a Honorio para que recuperara por la fuerza a la hermosa Gala Placidia. Era un descrédito para Roma que una princesa imperial llevara tanto tiempo prisionera de los bárbaros. La guerra estalló con total virulencia; Ataúlfo condujo a sus hombres a la plaza de Marsella, donde esperaba abastecer a los hambrientos guerreros. La contienda por la toma de la ciudad, defendida por el comes Bonifacio, concluyó con la derrota de los visigodos en una batalla en la que el propio Ataúlfo resultó herido.
Después del incidente, el ejército visigodo marchó sobre el oeste, ocupando entonces Narbona, Tolosa, Burdeos y otras ciudades del sur, y a finales de año dominaban completamente Aquitania, Novempopulania y la Narbonense. Así terminó el año 413, con un Ataúlfo dispuesto a dar una nueva vuelta de tuerca a una situación geopolítica cada vez más insostenible para el Imperio Romano.
El rey de los visigodos retomó el viejo sueño de su antecesor Alarico y empezó a preparar un plan que lo impulsaría a lo más alto del poder en Roma. La idea pasaba por unir su destino al de Gala Placidia. El matrimonio entre el visigodo y la romana supondría un gesto de buena voluntad para los dos mundos con un claro beneficiario, el propio Ataúlfo. Conseguir el trono de Roma era muy difícil, pero no tanto obtener un reconocimiento sobre el dominio visigodo en las Galias. En enero del año 414, Gala Placidia y Ataúlfo se casaban en la ciudad de Narbona; el sitio elegido fue la villa de un galo romano llamado Ingenio. El anfitrión supo estar a la altura del acontecimiento procurando al festejo toda clase de pompa y ornamento, una boda magnífica realizada a estilo romano con ciertos aires paganos. La reunión resultó brillante y centenares de invitados comían, bebían y sonreían ante el halagüeño futuro que planteaba la situación. Pero lejos de los propósitos iniciales de Ataúlfo, en Roma el emperador Honorio montaba en cólera nada más recibir la noticia de aquel asombroso enlace entre su hermana y el bárbaro. A este enojo imperial se sumaba un celoso Constancio que ansiaba cobrarse venganza en carne goda. Honorio decidió no mantener más lo que él suponía una farsa y prometió la mano de Gala Placidia a su general y consejero Constancio, a cambio de la expulsión del pueblo visigodo que moraba en tierras galas. El magister militum aceptó gustoso la misión y pronto organizó un poderoso ejército, a cuyo frente se puso, mediante alianzas con las tribus bárbaras del Rhin. Con esta numerosa tropa auxiliar, Constancio se lanzó a la campaña contra Ataúlfo. Los visigodos fueron hostigados con una rabia sin fin. El ejército romano fue tomando ciudad tras ciudad, Ataúlfo y los suyos no pudieron aguantar más la presión y tuvieron que aceptar la retirada como única salida posible. Quemaron Burdeos y atravesaron los pasos pirenaicos para entrar en la Tarraconense, arrebatando Barcino (Barcelona) a los vándalos.
A finales de 414 Constancio había vencido, pero no tenía a Gala Placidia, que se encontraba embarazada de su primer hijo, esperando la llegada de su marido en tierras de Hispania. Algunos militares no entendieron la orden de retirada hacia la Tarraconense que dio Ataúlfo. Se sabe que unos pocos generales quisieron presentar resistencia al ejército de Constancio, pero Ataúlfo, instigado por su mujer, negó a sus hombres la posibilidad del combate pensando en el hipotético gobierno de la provincia Narbonense y, en consecuencia, ordenó la marcha hacia el sur.
¿Qué pretendía? Es sencillo de suponer: el rey visigodo no buscaba enemistarse con el emperador romano, todo lo contrario. Por si fuera poco, Gala y él estaban a punto de darle un sobrino, nieto, por tanto, del gran Teodosio. Era una buena oportunidad para un futuro Imperio Romano gobernado por alguien que llevara sangre de los dos linajes. Con la esperanza de una reconciliación, Ataúlfo se quedó en Aquitania escoltado por un pequeño contingente. Sin embargo, Honorio no aceptó ningún tipo de pacto o alianza, pidiendo una vez más al bárbaro que devolviera a Gala Placidia sin condiciones. Con el gesto triste, Ataúlfo emprendió el camino al encuentro de su amada, que esperaba en Barcino. Terminaba el 414 con un escenario cuajado de incertidumbres para el pueblo visigodo, pero es, sin duda, una fecha crucial para nuestra historia, no en vano los visigodos entraban en Hispania para prevalecer durante tres siglos.
A comienzos del 415 nació el fruto de la unión de Gala Placidia y Ataúlfo; al niño le pusieron de nombre Teodosio o Teodorico, en honor a su abuelo, el emperador romano. La desgracia se cebó en la pareja. A las pocas semanas del nacimiento el bebé murió por causa desconocida. En medio del dolor y las lágrimas, ordenaron construir un pequeño ataúd de plata, donde depositaron el cuerpo del niño y lo enterraron en la catedral de Barcino. Para Gala era su primer hijo; para Ataúlfo el séptimo, pues ya tenía seis de un matrimonio anterior.
El rey diseñó un nuevo plan, esta vez pensando en la creación de un reino gótico en Hispania, para lo que expulsaría a los vándalos, suevos y alanos que habían llegado a la península en el 409. Duras batallas se estaban preparando para la conquista del inmenso territorio, pero muchos nobles visigodos ya no creían en Ataúlfo. Suponían que no se encontraba a la altura de Alarico y llegaban a pensar que su amor por la romana lo cegaba hasta impedirle reconocer cuál era la situación real.
En agosto del 415, Ataúlfo se encontraba revisando las cuadras de su palacio y nada hacía sospechar los terribles acontecimientos que se abatían sobre él. Un esclavo llamado Dubius, del que el rey solía mofarse a consecuencia de su pequeña estatura, se acercó sigilosamente al monarca, quien se percató de la llegada del sirviente pero no le dio la importancia debida. De repente y a la velocidad del rayo, el anteriormente humillado Dubius sacó un puñal que clavó varias veces en el cuerpo del sorprendido jefe visigodo, que quedó en situación agónica.
Nunca sabremos realmente si fue el diminuto Dubius quien quiso matar al rey Ataúlfo, o más bien fueron otros los que animaron a ese cruel asesinato; también se ha pensado que la idea del regicidio partió de Eberwulfo, un supuesto amante de Gala Placidia que pretendía la mano de ésta. Todo hace ver que la conspiración para matar al rey nace en el seno de una facción que detestaba al linaje baltingo. Estos detractores eran visigodos desafectos que venían de varias ramas: por un lado, nobles poco favorecidos por Alarico y Ataúlfo; por otro, se encontraba la gente del general Saro, que había combatido contra Ataúlfo, siendo derrotados y su líder ejecutado por orden del propio Ataúlfo. Los supervivientes se incorporaron con mucho recelo a la hueste vencedora; entre ellos se encontraba el hermano de Saro que, al parecer, juró vengarse de Ataúlfo. El nombre de este personaje tan vengativo era Sigerico, que se va a convertir en el protagonista de nuestra siguiente historia.
Ataúlfo yacía casi muerto rodeado por los brazos de una estremecida Gala Placidia, que en poco tiempo se había quedado sin marido y sin hijo. Ante la romana se abría un gris horizonte propiciado por buena parte de los godos, que veían en ella a la culpable de tanta desgracia.
Los leales servidores del rey se aproximaron con urgencia para saber cuál era la última voluntad del monarca a quien habían seguido durante cinco años desde Italia a Hispania, pasando por las Galias. La sangre cubría el suelo y Ataúlfo, lleno de amargura por esa vil forma de morir, acertó a mirar con ternura a su amada; luego recompuso su rostro para decir con voz firme que el sucesor de Ataúlfo no debía ser otro que su hermano Walia. Él era el mejor candidato para mantener la dinastía. Dicho esto, el rey Ataúlfo expiró. Los clásicos rituales mortuorios godos se celebraron entre el dolor y la consternación de una sociedad que se debatía en la duda de elegir al rey más adecuado para conducir el destino de unas gentes acostumbradas a ser gregarias de líderes enérgicos y carismáticos.
El joven y valiente Walia era el señalado por el rey muerto pero los poderosos magnates disidentes impondrían muy pronto su opinión, considerando que Sigerico era la figura propicia para asumir el inestable gobierno de los errantes godos.
Ataúlfo humilló a mi linaje en las Galias. Llegada es la hora de cobrarme sanguinaria venganza en él y en esa romana que tiene como esposa.
Sigerico, rey de los visigodos, 415
Muchos lloraron la desaparición de Ataúlfo, no en vano lo habían seguido por buena parte del territorio europeo y con él habían llegado a la provincia más occidental del Imperio Romano. En principio, Ataúlfo había pensado en la creación de un reino cuyo nombre sería Gotia, pero, como vemos, por el momento no sería posible. Parece que sus intentos a la hora de establecer lazos de amistad con Roma resultaron infructuosos. Su muerte lo cubría todo y había llegado la hora para un nuevo rey, el primero de los visigodos proclamado como tal en tierras de Hispania.