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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (18 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—Eso puede esperar —le dije—. Todavía necesito su ayuda.

—Ni por pienso —protestó—. Entre pitos y flautas llevo varios días sin currar y por ende sin ver un chavo.

—No exagere. Acaba de ganar un buen pellizco en casa de la señora Reinona. Usted mismo me lo ha dicho. Y de lo nuestro puede depender la vida de la señorita Ivet.

—Ah, en este caso…, dígame qué he de hacer.

—Es muy sencillo: vigilar la casa de la señorita Ivet. Instálese delante del edificio y tome nota de quién entra y quién sale y de cualquier incidente, episodio o circunstancia, por insignificante que sea. Si la señorita Ivet, contraviniendo mis instrucciones, sale a la calle, sígala adonde vaya sin que ella se dé cuenta. Y mire de vez en cuando hacia atrás: es probable que no sea usted el único seguidor. Yo iré a relevarle cuando acabe.

—Descuide —repuso el chófer.

Al salir había una ambulancia parada frente a la casa y un par de enfermeros entraban en la portería empujando una camilla. Magnolio y yo nos hicimos a un lado para dejarlos pasar, nos despedimos en la acera y echamos a andar en direcciones opuestas.

No llevaba ni media hora en la peluquería cuando entró Viriato hecho una furia. Había hablado con Cándida, ésta le había referido su visita a mi apartamento y ahora él exigía una explicación cumplida. Procurando quitar importancia a lo ocurrido, le referí el atentado y cómo había salido yo indemne del mismo por error y cómo nos habíamos desembarazado de la víctima, pero él me interrumpió diciendo que todo aquello le traía sin cuidado y que en realidad venía a conocer mi opinión sobre el bizcocho.

—Oh, exquisito —mentí—. Has de darme la receta.

—Bueno, los cocineros, ya sabes…, improvisamos un poco sobre la marcha… En arte cuenta más la intuición que la ciencia. Dos y dos no siempre suman cinco.

Manifesté mi total conformidad con sus afirmaciones y mi desmedida admiración por sus dotes, y cuando lo tuve a punto de caramelo, le pedí un favor. No supo negármelo y partió al trote a cumplir su cometido.

5

En toda la mañana sólo tuve dos trabajos: lavar y desenmarañar el pelo de unos mellizos para que pudieran vivir por separado y expulsar un ratón, al que sorprendí pimplándose un bote de leche corporal al PH5 (estabiliza el manto ácido de la piel, le da flexibilidad y tersura y gusta mucho a los ratones), a escobazo limpio. Esto y pensar en lo sucedido me tuvo ocupado hasta la hora de comer.

Me habría gustado ir a la pizzería, porque había faltado la víspera a la cena y habría sido considerado por mi parte compensar este abandono haciendo allí las dos pitanzas del día, pero no me pareció prudente alejarme de la peluquería, de modo que acudí al bar de enfrente, me senté junto a la vidriera, a través de la cual y después de rascar la grasa acumulada podía ver la puerta de la peluquería e incluso sus inmediaciones, y pedí al camarero un bocadillo de calamares encebollados. Mientras esperaba acertó a pasar Viriato por la acera, lo llamé y se reunió conmigo. El camarero regresó diciendo que se les habían acabado los calamares encebollados, así que hube de conformarme con un bocadillo (también muy bueno) de bacalao encurtido con salsa de tomate. Viriato pidió un pepito con mejillones.

—Te advierto que vamos a escote —dije.

Refunfuñó por lo bajo y alzando la voz ordenó al camarero suprimir de su comanda los mejillones. Luego dijo:

—Me he pasado la mañana trabajando para ti y tus crímenes. Podrías tener un detalle, leñe.

*

Efectivamente, Viriato había estado haciendo indagaciones, como yo le había pedido, acerca de la empresa del difunto Pardalot, y el resultado de estas indagaciones se podía resumir del siguiente modo:

«La empresa denominada El Caco Español, S.L. figuraba inscrita en el Registro Mercantil (con un número que no viene a cuento) desde hacía únicamente cinco años. Sin embargo, con anterioridad, el propio Pardalot había fundado, inscrito y disuelto otras seis sociedades de las mismas características. Los socios de estas sociedades habían sido siempre los mismos, a saber, Manuel Pardalot, ahora difunto Pardalot, un tal Horacio Miscosillas y un tal Agustín Taberner, alias “el Gaucho”, ambos vecinos de Barcelona. Adicionalmente, Viriato había podido averiguar que el llamado Horacio Miscosillas era un abogado de cierto prestigio, con bufete en la Diagonal, probablemente el caballero maduro y canoso que se había presentado a sí mismo como abogado de Pardalot la noche anterior en casa de Reinona, aunque el Registro Mercantil no recogía ningún dato referente a su madurez ni a la tonalidad de sus cabellos ni a lo que había hecho la noche anterior ni a nada de interés, de resultas de lo cual, dicho sea de paso, el índice de lectura del Registro Mercantil es y seguirá siendo bajísimo. El otro socio, llamado, como queda dicho, Agustín Taberner, de sobrenombre “el Gaucho”, de quien Viriato no había podido averiguar nada, había dejado de serlo (socio) en la última de las sociedades inscritas en el Registro, esto es, El Caco Español, S.L., siendo sustituido en el accionariado por Ivet Pardalot, la hija del difunto Pardalot, a la que no había que confundir con la falsa Ivet Pardalot, con la que unas horas antes yo había estado a punto de pasar a mayores, aunque al final todo había quedado por desgracia en agua de borrajas.

»En cuanto al objeto social de las sucesivas empresas, siempre al decir del Registro Mercantil, continuó Viriato, era invariable y, a juicio de Viriato, un tanto vago, a saber, la comercialización de actividades diversas con ánimo de lucro. En realidad, nadie sabía, ni en el Registro Mercantil ni fuera del Registro Mercantil, de dónde procedían los ingresos de las empresas de Pardalot, si bien todos daban por hecho que habían sido cuantiosos. Tampoco se conocían los motivos de las reiteradas transformaciones registrales de lo que de hecho era una misma empresa, siendo los resultados buenos, aunque todo parecía indicar un deseo manifiesto de no permanecer demasiado tiempo en escena sin cambiar de identidad. Fraude fiscal, blanqueo de dinero, tráfico ilegal de personas o cosas o una mezcla de todo lo antedicho, en opinión de Viriato.

»Quien concluyó su informe diciendo que la sede social había ido cambiando con cada empresa, habiendo adquirido la última el edificio por mí conocido, de cinco plantas y garaje, con un total, según constaba inscrito en el Registro de la Propiedad (otro rollo de mucho cuidado), de 1830 metros cuadrados, que al precio actual de mercado de 250.000 el metro cuadrado en aquella zona, tirando por lo bajo, arrojaba el suculento guarismo de pesetas 457.500.000, imputables al activo inmovilizado de nuestra (por así decir) empresa».

—Hum, ¿qué deduces tú de todo esto, Viriato? —le pregunté cuando hubo acabado.

Abrió la boca para mostrar a un tiempo su perplejidad y el conjunto de alimentos allí triturados a la espera de la deglución y dijo:

—Yo, nada, ¿y tú?

—Tampoco —respondí—. Pero no hemos de dejarnos confundir por estos datos. Cuando lleguemos al final adquirirán sentido. Hasta entonces, muchas gracias. Has sido tan amable como eficaz. Si tuviera dinero, te invitaría a comer, pero ya sabes cómo van las cosas últimamente por la peluquería. ¿De veras no crees que valdría la pena ampliar el negocio?

—¿Abortos?

—No, yo estaba pensando en algo más moderno: liposucción, amniocentesis. O, cuando menos, un secador eléctrico.

—No me compliques la vida —repuso—, que bastante tengo ya con tu hermana, mi madre y mi
tractatus
. Anda, vuelve al trabajo y no te pases de la raya, que bastante hago con dejar que te ganes el sustento a mi costa.

*

Regresé a la peluquería y aproveché la escasa afluencia de parroquianos para descabezar un sueñecito. Me desperté con la boca seca y pastosa y la sensación de llevar ausente del mundo mucho rato. Fuera estaba oscuro. Salí a preguntar la hora a un viandante y descubrí que había dormido menos de una. Era pronto y la oscuridad se debía a haberse cubierto el cielo de nubarrones mientras yo dormía. Me acordé de Magnolio, que en aquel momento montaba guardia a la intemperie, y deseé que no se pusiera a llover o que si en contra de mis deseos se ponía a llover, no se le ocurriera abandonar su puesto.

A eso de las seis entró una clienta. Era una mujer joven, vestida con un traje camisero de corte depurado, algo fea. Le dediqué la mejor sonrisa que permitía mi boca seca y pastosa, pasé el plumero por el sillón y le ofrecí asiento mientras doblaba obsequioso el espinazo. Ella se sentó y se me quedó mirando como si hubiera olvidado el motivo de su presencia allí.

—¿Estilismo? —le propuse.

—Lo que sea —respondió con desánimo.

—Déjelo en mis manos y por un precio muy ajustado cuando salga de aquí no la reconocerá ni su padre.

—Yo no tengo padre —repuso— y a mí no me reconoce nadie, empezando por ti. Soy Ivet Pardalot, la verdadera hija del difunto Pardalot. Tú me abordaste en mitad del entierro de mi padre para decirme no sé qué impertinencias.

—Excuse mi despiste inexcusable —me excusé—. Tenía puesta toda la atención en su voluptuosa cabellera, a la que, sin embargo, no le vendría mal un tratamiento cosmetológico.

—Es igual —atajó—. De sobra sé que no valgo nada. Físicamente, quiero decir. Desde otros puntos de vista, el panorama es muy otro. Soy multimillonaria, pero éste no es mi único atractivo: también soy una mujer inteligente y tengo una sólida formación académica. Al ser hija única, mi padre me preparó para llevar sus empresas cuando él se retirara, como acaba de hacer prematura e involuntariamente. Estudié en varias universidades, aquí y en el extranjero, hablo seis lenguas, puedo ir sola por el mundo y nada me asusta ni me escandaliza, salvo aquel asqueroso ratón amorrado a un bote de leche corporal.

Suspiró mientras yo le daba escobazos al ratón y continuó luego en los siguientes términos:

—Pero todos estos méritos, ¿de qué me sirven? Los hombres no se fijan en mí o se fijan primero y luego lo lamentan. Sólo mi padre me encontraba la más agraciada de las mujeres. Pero ahora él ya no está y me he quedado sola. Con mis millones, mis diplomas y mis lenguas.

—Oh, vamos, no diga estas cosas.

—Lo que yo diga no tiene importancia —replicó—. Lo que cuenta es lo que dicen los demás, o lo que piensan, aunque no lo digan. Mira tu caso. La falsa Ivet es falsa, como su nombre indica, te ha engañado, no ha dejado de meterte en líos y aun te meterá en más. Pero cuando te mira, tú te derrites. Por mí, en cambio, no moverías un dedo aunque ejecutara la
dansa de Castelltersol
sólo para tus ojos.

—Señorita Pardalot —respondí cuando hubo finalizado la filípica precedente y antes de que pudiera poner en práctica su velada amenaza—, yo no sé si sus problemas, que comprendo, le han permitido a su vez fijarse en mí. Si lo ha hecho habrá advertido que no me parezco precisamente a Tom Cruise, por citar sólo un ejemplo de donosura. Además estoy en la miseria. Siempre lo he estado y, al paso que llevo, siempre lo estaré. De modo que si ha venido a buscar conmiseración, se ha equivocado de local y de persona. En El Tocador de Señoras se lava, se marca, se corta, se hacen mechas y masajes y, en términos generales, se saca el máximo partido de lo que a cada cual le sale del cuero cabelludo, sea lo que sea, y sin hacer remilgos. Todo esto a usted seguramente le trae sin cuidado, porque usted no ha venido a poner en mis manos su pelambrera. Usted sin duda va a los salones de «cuafur» más caros y elegantes de Barcelona, o incluso se desplaza a París, a Milán o a Londres para un moldeado, un crepado o un flequillo. Pues bien, señorita Pardalot, déjeme decirle una cosa: no se lo hacen mejor. Y ahora, si quiere hablar del otro tema, hablemos.

Me miró de hito en hito, como si le costara un esfuerzo asimilar aquel duro alegato y finalmente dijo:

—Para ser el presunto asesino de mi padre, podrías tratarme con más respeto.

—Yo no lo maté. Y usted lo sabe. Por eso ha venido.

—No —replicó—. He venido porque esta mañana un tipo muy raro, de nombre Viriato, y casado por más señas con la petarda de tu hermana, ha estado metiendo las narices en el Registro Mercantil, el Registro de la Propiedad, el Registro de Patentes y Marcas, la Sociedad General de Autores y otros centros de inscripción y asiento con el propósito no disimulado de fisgonear las empresas de mi padre, ahora mías. Por supuesto, los funcionarios me lo han comunicado sin tardanza, por si deseaba dar parte de esta intrusión a la policía o, por si, contrariamente, prefería no dar parte de esta intrusión a la policía, según y cómo.

—Ah —dije.

—Yo no sé —continuó— si verdaderamente mataste a mi padre o no. Hasta no disponer de pruebas irrefutables he decidido no hacer al respecto juicios precipitados que no conducirían a nada. De las correrías de tu cuñado deduzco que andas investigando y esto me hace suponer que no debes de ser tú el asesino, aunque tus actividades bien podrían responder a otro objetivo. A efectos prácticos y en forma provisional, consideraré, de todos modos, que no eres culpable y que tienes tanto interés como yo en descubrir al auténtico culpable. Por eso he venido.

—¿A decirme esto?

—A proponerte un trato.

—Me imagino el trato —repliqué—. Yo le cuento lo que he averiguado y usted me cuenta lo que sabe y de este modo los dos avanzamos a pasos agigantados por el camino de la verdad. Pues no, señorita Pardalot, no hay trato. Y no lo hay porque si lo acepto yo le contaré lo que sé, pero usted no soltará prenda. Una vez me haya sonsacado, me soltará cuatro embustes en el mejor de los casos, y en el peor, enviará a Santi a que me elimine. O a otro Santi si el Santi original todavía sigue en la UVI.

—Me infravaloras —dijo ella—. Yo no venía a pactar contigo. Yo venía a ofrecerte dinero a cambio de información. Y no sé quién es Santi, ni qué está haciendo en la UVI, aunque me lo puedo imaginar.

Reflexioné unos instantes apoyado en el mango de la escoba. Luego dije:

—Guárdese su dinero. La información de que dispongo no lo vale.

—Eso lo decidiré yo —dijo ella—. Aún no te he dicho qué tipo de información busco.

—Ah, ¿no es sobre el asesinato de su padre?

—Eso también. Pero por ahora me interesa más lo que puedas contarme sobre Ivet. No sobre mí, sino sobre la otra Ivet.

—¿De qué la conoce? —pregunté.

—Las preguntas las hago yo —respondió.

—Sólo si llegamos a una entente. ¿De qué conoce a Ivet?

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