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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (13 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Finalmente, Rayna empezó a sentirse sola y preocupada, y decidió ir a hacer compañía a su madre. Muchas veces habían rezado juntas, y para ella aquellos momentos eran algo mágico y muy especial.

Pero cuando entró en la capilla familiar, encontró a Kohe en el suelo, debilitada y febril. Su cuerpo estaba empapado en sudor, tenía el pelo apelmazado contra la cabeza. La piel le ardía, estaba temblando y deliraba, con los ojos entrecerrados y agitando los párpados.

—¡Madre! —Rayna corrió a sujetarla y le levantó la cabeza. Kohe trató de decir algo, pero la niña no pudo entenderla.

Sabía que tenía que hacer algo, así que cogió a su madre por los brazos y trató de apartarla del altar. Rayna era una chica delgada y huesuda, no tenía mucha fuerza, pero la adrenalina le dio la determinación que necesitaba. Finalmente consiguió llegar con ella a la habitación de sus padres.

—Iré a buscar a papá. Él sabrá lo que hay que hacer.

Kohe trató de incorporarse sobre sus piernas inestables mientras su hija la ayudaba a subir a la cama. Pero ya no le quedaban fuerzas, y se dejó caer como un saco vacío sobre la cama. Rayna se negaba a creer que su madre se hubiera contagiado, no era posible que a alguien le pasara nada malo mientras estaba rezando en una capilla. ¿Cómo iban a permitir Dios o santa Serena algo así?

Cuando recibió el aviso frenético de su hija, Rikov se encontraba en las oficinas gubernamentales, en la ciudad, y dejó enseguida la reunión de emergencia en la que estaba. Había visto tanta muerte y desolación en aquel planeta que cada día volvía a su casa con expresión traumatizada y convulsa. Esta vez, miró a su hija con mirada salvaje y los ojos algo amarillentos, como si fuera la niña quien hubiera provocado la enfermedad.

Sujetó a Kohe y la incorporó ligeramente en la cama, pero ella no le respondió. Tenía una fiebre muy alta y se había sumido en un sueño muy profundo. El sudor le cubría la cara y el cuello. Mientras se retorcía entre delirios, había vomitado por el lado de la cama, y en la habitación se respiraba un olor agrio y repulsivo.

La niña estaba junto a ellos, deseando poder hacer algo. Mientras miraba a sus padres, le parecieron tan vulnerables como cualquier persona. El gobernador había visto la realidad de la epidemia con la suficiente frecuencia para saber que los síntomas eran graves y Kohe no tenía ninguna posibilidad. No podía pedir ayuda, no había cura. Rayna lo vio en su cara. Peor aún, estaba tan concentrado en el negro pronóstico de su mujer y la apurada situación del planeta, que no había reconocido los síntomas de la enfermedad en sí mismo.

Cuando sintió hambre, Rayna fue a buscar algo de comer a una despensa, porque no encontró a ninguno de los criados. Horas después, sintió náuseas, le fallaban las fuerzas, así que se dirigió al encuentro de su padre para preguntarle qué tenía que hacer.

Su frente estaba cubierta de sudor, y casi no se tenía en pie. Avanzó dando tumbos por el pasillo y cuando se tocó la frente y las mejillas, se dio cuenta de que estaba muy caliente. La cabeza le dolía y no veía bien, como si alguien le hubiera echado un líquido venenoso en los ojos. Tardó un buen rato en recordar lo que estaba haciendo…

Cuando finalmente se aferró al marco de la puerta de la habitación de sus padres para poder aguantarse en pie, vio a su madre inmóvil en la cama, envuelta en un revoltijo de sábanas empapadas en sudor. Su padre se había derrumbado en una postura algo torpe junto a ella. Rikov se movía y gemía, pero no respondía a sus llamadas.

Entonces, antes de poder hacer nada, Rayna se dobló y vomitó, y luego cayó de rodillas, porque no tenía fuerzas para mantenerse en pie. Necesitaba descansar, recuperar fuerzas. Por otras veces que había estado enferma, sabía que tenía que tumbarse en la cama y rezar. Rayna quería coger su libro de Escrituras para leer y releer alguno de sus pasajes favoritos, pero no podía enfocar la vista. Nada parecía tener sentido.

Cuando la joven consiguió llegar a su habitación, junto a su cama encontró una taza con agua tibia y bebió. Luego, sin saber ni qué hacía ni por qué, se metió en un armarito abarrotado, porque estaba oscuro, porque el silencio la tranquilizaba.

Con voz débil y la garganta seca, la niña llamó a sus padres, trató de llamar a los criados, pero nadie contestó. Durante largo rato, quedó a merced de los delirios. La corriente la arrastraba y ella buscaba algún lugar donde agarrarse para no caer por la cascada que había allá delante.

Cerró los ojos y se acurrucó, delirando. De todos modos, se sabía la mayoría de los versículos de memoria. Ella y su madre los habían recitado juntas muchas veces. Mientras los pensamientos y las imágenes se confundían en su cabeza, Rayna no dejó de musitar sentidas plegarias, sintiéndose reconfortada por las Sagradas Escrituras. La fiebre subía y subía, la sentía quemándole dentro de los ojos.

Finalmente, cuando ya estaba muy lejos del mundo, de su habitación y el armario oscuro, de la realidad, soñó con una mujer blanca y hermosa, santa Serena. La mujer brillaba y sonreía, movía los labios. Le estaba diciendo algo importante, pero Rayna no entendía las palabras. Le suplicó que hablara más claro, pero cuando le pareció que ya la oía, la visión empezó a vacilar y desapareció.

Rayna cayó en un sueño muy, muy profundo…

14

Hay cierta arrogancia en la ciencia, la idea de que cuanto más aprendamos sobre la tecnología y más la desarrollemos, mejores serán nuestras vidas.

T
IO
H
OLTZMAN
, discurso de aceptación
de la Medalla al Valor de Poritrin

Cada vez que resolvía una parte del problema de la navegación por el espacio plegado, la solución parecía alejarse, jugando con ella como míticas luces en un antiguo bosque de leyenda. Norma Cenva ya había avanzado más allá de la capacidad de ningún otro genio en su intento por comprender, pero no dejaría que aquello la superara.

Estaba tan embebida en su trabajo que a veces se olvidaba de comer, o incluso de moverse, salvo por los ojos y el punzón de escritura. Durante días, trabajaba y trabajaba sin descanso, sin otro alimento que la melange. Su cuerpo reconfigurado parecía sacar la energía de otro lado, y su mente le pedía la melange para poder pensar en los niveles estratosféricos donde moraban sus pensamientos.

Tiempo atrás, en la época más humana de su vida, ella y Aurelius habían pasado horas juntos, comiendo, hablando, experimentando los placeres más sencillos de la vida. A pesar de la transformación, Aurelius siempre había sido su punto de unión con su parte humana. Pero después de años sin él, sus pensamientos ya nunca tocaban tierra, y su concentración era más intensa.

Su cuerpo manipulado trataba de amoldarse a su exhaustiva agenda. Los sistemas internos se ralentizaban para ahorrar energía y dirigirla a donde hiciera más falta, compensando el excesivo consumo de sus pensamientos. Ella ni siquiera se molestaba en supervisar directamente las interacciones celulares. Tenía cosas más importantes en la cabeza.

En Kolhar a Norma no le interesaba el tiempo, ni las estaciones, y rara vez se paraba a mirar por las ventanas de su despacho. Si levantó la vista al bullicio de los astilleros fue solo para asegurarse de que los trabajos de construcción proseguían, bajo la supervisión de Adrien, que ya había regresado de Arrakis.

Las salas de cálculos estaban a la sombra de una inmensa nave de carga en dique seco. Según el programa, en aquella nave pronto se conectarían todos los sistemas, en preparación al lanzamiento definitivo y el viaje de prueba. El sol destellaba sobre su carcasa casi completa.

Hombres ataviados con monos blancos de trabajo realizaban las últimas inspecciones, repartidos por el casco, sujetos mediante cinturones suspensores. Tres técnicos trabajaban cabeza abajo, haciendo ajustes en la parte inferior. La nave utilizaría la tecnología espacial convencional, más segura, pero había sido diseñada para llevar motores Holtzman. Desde hacía décadas, Norma insistía en que todas las naves de VenKee estuvieran preparadas para un futuro inevitable, que llegaría cuando consiguiera resolver el problema de navegación.

De pronto se le ocurrió una nueva forma de manipular una ecuación y volvió a su trabajo. Utilizó una combinación de números primos y fórmulas empíricas, y las introdujo en dos columnas paralelas en su panel electrónico. Dado que el problema tenía relación con el hecho de plegar el espacio y que las matemáticas trataban de reproducir la realidad, Norma dobló físicamente las columnas en su panel una o más veces, con lo que consiguió verlas desde diferentes ángulos y con alineaciones interesantes. Pero no lograba reproducir con simples palabras y números lo que buscaba. Necesitaba visualizar el universo y resolver el enigma haciendo que sus pensamientos se plegaran literalmente sobre sí mismos.

Durante un buen rato, la melange que acababa de tomar resonó por su mente, aguzando sus pensamientos y su perspicacia. Miraba los cálculos que tenía ante ella, tan inmóvil como una de las antiguas estatuas encargadas por los titanes en la Tierra, antes de que el levantamiento de los humanos las destruyera.

Apenas oía el familiar zumbido de los pesados motores espaciales y las variaciones de sonido de los ciclos de prueba. Poco a poco, mientras en el exterior aumentaba el ruido, Norma se fue retrayendo, cada vez más concentrada en su galaxia mental. Una de sus grandes habilidades y necesidades había sido siempre la de dejar fuera todas las distracciones.

Para potenciar su esfuerzo, inconscientemente su mano se deslizó hasta la bandeja y cogió tres cápsulas de melange, que ingirió una detrás de otra. El olor de la canela impregnaba el aire que respiraba, y en su interior sintió una brisa reconfortante, como si su cuerpo fuera el desierto de donde procedía la especia y se hubiera desatado una purificadora tormenta de arena. Sus pensamientos eran más brillantes, más claros; las molestias de fondo desaparecieron.

¿Cómo anticiparse a un problema de navegación? ¿Cómo anticiparse a un desastre que se producía en una insignificante fracción de segundo? A semejantes velocidades, había que prepararse y reaccionar antes de que hubiera indicios de un problema… pero eso era imposible, porque iba en contra del concepto mismo de causalidad. No puede existir la reacción sin que antes se produzca la acción que la desencadena…

En los astilleros se produjo una explosión atronadora, acompañada por el sonido de láminas de plaz que se partían y el estrépito de las planchas de metal al caer. Pesados componentes se estrellaban contra el suelo con un ruido sordo, destrozando edificios de almacenamiento, chirriando sobre los suelos pavimentados, como si Kolhar estuviera recibiendo un ataque masivo de los cimek. La onda de choque hizo que el edificio del laboratorio se tambaleara y los muros exteriores se combaran hacia dentro. Los cristales de plaz de las ventanas del otro lado de la sala de cálculos se agrietaron por la presión.

Pero Norma no oyó nada. Al suelo cayeron papeles, la taza, algunos instrumentos de dibujo, pero no el panel electrónico, porque Norma lo agarró con las manos para que permaneciera inmóvil ante sus ojos. Para ella, pocas cosas existían en el universo aparte de aquellos números y fórmulas.

Empezaron a sonar las sirenas, y por los astilleros no dejaban de producirse explosiones secundarias. Los hombres gritaban. Los equipos de emergencia acudieron a toda velocidad al lugar del siniestro para rescatar a los heridos, mientras los trabajadores trataban de escapar. Como un manto dotado de vida propia, las llamas se extendieron por todo el edificio, formando una pantalla ante su ventana, carbonizando y comiéndose las paredes… pero Norma había dejado de mirar hacia allí. Aunque su cuerpo no se movía, su mente realizaba complejas acrobacias, examinaba diferentes ángulos, diferentes posibilidades. Iba cogiendo velocidad, impulso. Cada vez estaba más cerca.

«Hay tantas alternativas… Pero ¿cuál de ellas funcionará?».

Un humo acre se colaba entre las ranuras de las paredes, por las ventanas de plaz agrietadas, y se deslizaba por el suelo hacia ella. Las llamas de origen químico rugían. Fuera, los gritos eran más fuertes.

«¡Estoy tan cerca de la solución! ¡Por fin!».

Norma garabateó nuevas entradas en su panel, añadiendo una tercera columna que incorporaba el factor del espacio/tiempo en relación con la distancia y el trayecto. En un impulso, utilizó las coordenadas galácticas de Arrakis, como si aquel mundo desértico fuera el centro del universo. Aquello le permitía una nueva perspectiva. Entusiasmada, Norma alineó las tres columnas mientras pensamientos inesperados asaltaban su mente.

«Tres es un número sagrado. La Trinidad. ¿Es esa la clave?».

Pensó en la proporción áurea, que ya conocían los grogipcios de la Vieja Tierra. Mentalmente, colocó tres puntos en una línea. Para designar los de los extremos utilizó las letras A y B, mientras que C estaba en un punto intermedio, de tal forma que la distancia entre AC / CB = Φ. Este carácter representaba la letra grogipcia
phi
, un número decimal que equivalía aproximadamente a 1,618. Todo el mundo sabía que el segmento de una recta dividido por la razón de Φ podía plegarse sobre sí mismo hasta el infinito. Una relación simple y evidente, pero básica. Elemental.

Esta verdad matemática le hizo pensar en una conexión religiosa. ¿Cuál era realmente el origen de aquellas revelaciones que tenía? ¿Inspiración divina? Tanto la ciencia como la religión trataban de explicar los misterios esotéricos del universo, aunque enfocaban el asunto desde direcciones diametralmente opuestas.

«Arrakis. Se dice que los antiguos muadru vinieron de allí, o que en su continuo errar, estuvieron un tiempo asentados en la zona. Para ellos la espiral era el signo más sagrado».

Sin poder apenas contenerse, sin reparar en el caos que reinaba en los astilleros y en el mismo edificio donde ella estaba, formó una espiral con las tres columnas, con el factor Arrakis en el centro, y de nuevo empezó a plegar y plegar las columnas. El resultado eran ecuaciones cada vez más complejas. Norma intuía que estaba a punto de dar un gran paso adelante.

En sus manos cubiertas de ampollas el panel electrónico había empezado a consumirse sin llegar a arder, pero con un pensamiento Norma hizo desaparecer el daño de sus manos y del aparato. Las llamas danzaban a su alrededor, quemándole la ropa y el pelo, la piel. A cada momento, Norma reconstruía sus células casi sin pensarlo para mantener su entorno estable y poder continuar. Estaba a un paso…

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