Con una mano enguantada, el doctor le tendió un contenedor transparente con diez viales de vacunas.
—Son variantes de los tratamientos que hemos utilizado contra el virus. Puede que algunas funcionen… y que otras resulten fatales.
Raquella frunció los labios y asintió.
—Entonces espero que funcionen.
—Analizar este retrovirus es como tratar de solucionar un asesinato con mil millones de sospechosos —dijo—. Por lo que he visto en las pruebas, esta mutación oculta la información genética de su ADN. Estoy buscando patrones, tratando de trazar el mapa de genomas y proyectar los componentes estadísticamente probables del virus basándome en las pruebas que tenemos. La molécula de melange ya no es tan efectiva como antes bloqueando los receptores.
Raquella vio preocupación en sus ojos marrones y compasivos. Parte de su espeso pelo negro se había soltado bajo el casco y le daba un aire descuidado. Le dieron ganas de abrazarle.
Mohandas no había sido capaz de desarrollar una técnica viable de terapia genética, pero seguía intentándolo. Aparte del consumo preventivo de melange, que frenaba en parte la capacidad del retro-virus de transformar las hormonas del organismo en el nocivo compuesto X, el único tratamiento parcialmente efectivo implicaba el filtrado de la sangre mediante aparatos de diálisis modificados. Al igual que la cepa anterior del virus, ésta se instalaba en el hígado. Y sin embargo el lento y complicado tratamiento de diálisis no permitía eliminar las toxinas con la misma rapidez con que el cuerpo del enfermo las producía.
Sin dejar de mirarse, él y Raquella hablaron de las vacunas de prueba. Un vial era de un azul intenso y profundo, como los ojos de un adicto a la especia. Mohandas la miraba con intensidad y anhelo desde detrás del panel protector de su casco. Parecía querer decir tantas cosas…
—¿Ya tomas suficiente melange para protegerte? Una nave de VenKee acaba de llegar de Kolhar.
—Sí, pero la especia no garantiza la inmunidad, ya lo sabes. Procuro ir con cuidado.
Pero él no parecía convencido.
—No estarás dando tu ración de especia a otros pacientes, ¿verdad?
—Tomo la suficiente, Mohandas. —Levantó el contenedor con los viales de las vacunas—. Me pondré a trabajar con esto enseguida. Tengo que decidir quién lo necesita más.
Durante días, llevando un cuidadoso registro en archivos de plaz-circuito, Raquella estuvo administrando las vacunas de prueba con ayuda de Nortie Vandego y la hechicera Karee Marques, que aún estaba sana. Era una terrible ironía, pero las hechiceras más poderosas parecían más vulnerables a aquella variante del retrovirus que la población de a pie de Rossak.
Mientras trabajaba, Raquella reparó en un joven extraño que la observaba de lejos con una curiosidad infantil. Le había visto otras veces, limpiando en silencio las salas, o llevando comida y provisiones para los médicos.
Raquella sabía que en Rossak los mutágenos y los contaminantes químicos del medio provocaban defectos congénitos, deformidades y diferentes grados de retraso mental, sobre todo entre los varones. Karee se dio cuenta del interés de Raquella por aquel joven curioso y callado.
—Es Jimmak Tero, uno de los hijos de Ticia… aunque evidentemente ella no lo quiere por sus defectos. Dice que su sitio está entre los Defectuosos.
El joven vio que miraba en su dirección y se fue enseguida, sonrojándose. Raquella dio un suspiro.
—Me sorprende que no lo matara al nacer. ¿Será que después de todo Ticia Cenva tiene corazón?
—Estoy segura de que tenía otros motivos —dijo Karee con una débil sonrisa.
Raquella le hizo señas a Jimmak para que se acercara, hablándole con voz dulce y seductora.
—Ven, Jimmak, puedes ayudarme.
Él se acercó tímidamente, mirándola con sus ojos azules redondos e inquisitivos. Parecía feliz porque había pedido su ayuda.
—¿Qué necesita, señora doctora? —Sus palabras eran vacilantes, y la pronunciación descuidada.
—¿Señora doctora? —Raquella sonrió, y trató de adivinar su edad. Quince o dieciséis años tal vez—. ¿Podrías traernos agua para beber de la máquina depuradora? Nortie y yo hemos trabajado tanto que hace horas que no bebemos nada.
Él miró con nerviosismo a su alrededor, como si temiera estar haciendo algo malo.
—¿Quiere comer? Puedo traer comida de la selva. Sé dónde encontrarla.
—Por ahora solo agua. Más tarde tal vez. —Y enseguida vio que aquello le complacía muchísimo.
Tras administrar las vacunas de prueba, Raquella hizo análisis de sangre rutinarios para comprobar la eficacia de cada tratamiento, pero los resultados fueron decepcionantes. Ninguna de las curas potenciales del doctor Suk parecía prometer.
Muchos pacientes estaban conectados a hileras de saturados aparatos para filtrar la sangre, tubos mediante los que se les extraía la sangre de las venas para eliminar de ella el compuesto X y volverla a introducir en sus cuerpos. Pero los hígados infectados seguían produciendo el mortífero compuesto, y los pacientes volvían a necesitar aquel proceso modificado de diálisis al cabo de unas pocas horas. No había ni de lejos máquinas suficientes.
Raquella vio a Ticia Cenva caminando entre las filas de pacientes. Cogía las historias de plazcircuito y les echaba una ojeada mientras hablaba con rapidez con otras dos hechiceras. Parecía nerviosa, como si le costara controlar el miedo.
—Tu medicina no es mejor que las oraciones de los cultistas —dijo con tono despectivo—. Una pérdida de tiempo.
Raquella no respondió a la provocación. Ya se sentía bastante culpable sin necesidad de que la hechicera suprema la pinchara.
—Mejor intentarlo que quedarse cruzado de brazos viendo cómo la naturaleza sigue su curso. Si los humanos no lucháramos contra la adversidad, todos seríamos esclavos de Omnius.
Ticia le sonrió con aire de superioridad.
—Sí, luchamos muy bien.
Furiosa, Raquella se puso las manos en las caderas.
—La HuMed nos mandó aquí porque solas no podíais controlar la plaga.
—Nosotras no os pedimos que vinierais. La HuMed nos obligó a recibiros. Aquí no hacéis nada de provecho… en realidad, las cosas han empeorado desde que llegasteis. Cuenta los muertos. —Su voz estaba cuajada de irritación y tensión—. Quizá trajisteis una nueva cepa con vosotros. O quizá vuestras supuestas curas están ayudando a extender la epidemia.
—Eso es una superstición ridícula —dijo Raquella—. Si vuestros métodos son mejores, ¿cómo es que están muriendo tantas hechiceras?
Ticia retrocedió como si la acabara de abofetear.
—Solo mueren las más débiles. A estas alturas las más fuertes ya podrían haber resuelto el problema. —Y con esto, ella y sus acompañantes se fueron.
Jimmak ya había vuelto y llevaba una bandeja con agua y piezas sueltas de frutos y setas recién cogidos, pero se arrimó a una de las paredes de piedra y esperó allí encogido hasta que su madre se fue. De todos modos, Ticia no había reparado en él. En cambio, cuando Raquella le sonrió, Jimmak se acercó corriendo y le enseñó sus regalos: pequeños frutos oscuros y vellosos, un gran melón amarillo, y una cosa con forma de pera y de un color negro verdoso muy poco apetecible.
—A mí me gustan estos —dijo el chico señalando los pequeños frutos vellosos—. En la selva las llamamos rosetas.
Raquella cogió la fruta.
—Lo guardaré para después. Tienen un aspecto delicioso. —No se fiaba de nada que viniera de la selva.
Jimmak bajó la voz con tono conspirador.
—A mi madre no le gusta la señora doctora.
—Lo sé. Piensa que este no es mi sitio. Pero yo solo intento ayudar.
—Yo puedo ayudar —dijo Jimmak con el rostro iluminado, sin aliento—. En la selva hay cosas que hacen que la gente esté bien.
—Qué interesante. —Conocía las drogas y los productos de uso farmacéutico que los trabajadores de VenKee recogían en la selva—. Algún día podrías enseñármelo.
En los días siguientes, Raquella y su joven amigo pasaron más tiempo juntos; ella hasta empezó a probar las cosas que él le traía de la selva después de lavarlas cuidadosamente. Jimmak poseía una inteligencia extraña y salvaje que al principio Raquella no supo entender. Era un paria que había tenido que aprender a espabilarse solo en la selva. Al final, Raquella empezó a preguntarse si el joven no tendría interesantes soluciones para ella… Ninguna de las poderosas hechiceras se tomaba a aquel joven defectuoso en serio, pero Raquella estaba desesperada.
Agotada y desanimada por su falta de progresos, a veces Raquella se tomaba un descanso y salía a caminar con Jimmak por los senderos que atravesaban la densa y exuberante vegetación de la selva. En particular, hubo un camino que la dejó maravillada, porque el sol se colaba entre la bóveda de vegetación y en el suelo la luz formaba una especie de arco iris cuyos colores cambiaban con el movimiento de los árboles.
—No noto viento —dijo Raquella—. Y no veo cómo el viento podría llegar aquí abajo. Pero esos árboles de ahí se mueven, y hacen que los colores cambien.
—Los árboles están vivos —dijo Jimmak—. Y con el sol hacen esos colores para mí. A veces hablo con ellos. —Un arco iris parpadeó ante él y luego pareció cambiar y se transformó en una bola prismática que despedía colores. Luego apareció otra bola, y otra. Riendo, Jimmak hizo malabarismos con las tres bolas en sus manos, lanzando una lluvia de colores a su alrededor, hasta que desaparecieron en la bóveda.
Raquella estaba asombrada, y quiso preguntar, pero Jimmak no dijo más.
—Hay muchos secretos en la selva. —Cuanto más insistía ella, más reservado se mostraba él. Así que decidió dejar el asunto, por el momento.
Jimmak le enseñó a Raquella setas grandes como estanques, extraños líquenes, frutos del bosque que se movían por sí mismos. Siempre andaba por las zonas más escondidas de la selva, cogiendo plantas curiosas y hojas para que ella las estudiara, e incluso le explicaba algunas de sus propiedades medicinales, que había aprendido ayudando a los buscadores de VenKee.
Sin embargo, la selva de Rossak no tenía ninguna cura mágica para combatir la epidemia en el planeta, y la gente siguió muriendo.
Si nadie recuerda las cosas increíbles que he logrado, entonces por lo que se refiere a la Historia, ¿las habré hecho realmente? Por lo visto, la única solución es conseguir algo espectacular o provocar algo que ninguna versión de la Historia pueda obviar.
Y
OREK
T
HURR
, diarios secretos de Corrin
Sí, quizá las máquinas pensantes tenían una paciencia infinita, pero Yorek Thurr no. Aquel exilio de Corrin no se acababa nunca. Y, aunque su vida se había prolongado de forma artificial, le ponía malo perder el tiempo —¡décadas!— escondido sin hacer nada tras la barrera defensiva de las naves de máquinas y humanos.
A diferencia de Omnius y Erasmo, que podían esperar tranquilamente hasta que los hrethgir se cansaran, y de Rekur Van, que ya no tenía extremidades y no podía ir a ninguna parte, Thurr dedicaba todas sus energías a buscar una forma de salir… aunque fuera él solo, sin ninguno de sus aliados informáticos.
Bajo el deslumbrante sol rojo que ocupaba la mitad del cielo como una inmensa hoguera, Thurr caminaba junto a Seurat, con una protección especial para los ojos. El capitán robot había servido a Omnius durante décadas y había estado muy próximo a Vorian Atreides. Y, lo más importante, había sido prisionero de Agamenón durante más de medio siglo.
—Bueno, explícame con más detalle cómo escapaste de los titanes —dijo Thurr.
El robot lo miró con curiosidad.
—Puedes acceder a mis archivos cuando quieras para un examen completo, Yorek Thurr. ¿Te interesa especialmente el tema?
Thurr entrecerró los ojos.
—Me gustaría escapar de aquí, y tus ideas a lo mejor me ayudan. ¿No estás deseando escapar de Corrin? Fuiste diseñado para pilotar una nave de actualización y viajar siempre entre los diferentes Planetas Sincronizados… y sin embargo hace veinte años que no sales de aquí. Incluso para un robot tiene que ser una pesadilla.
—Puesto que ya no hay Planetas Sincronizados, los viajes de actualización son innecesarios —dijo Seurat—. Y cumplí con mi última misión al traer a Corrin una copia de la esfera de Omnius después de que los humanos aniquilaran casi todos los Planetas Sincronizados.
—Yo también traje una copia de Omnius —dijo Thurr—. Pero eso no me produce ninguna satisfacción.
El rostro cobrizo de Seurat seguía igual de plácido.
—Cuando Omnius decida cómo aprovechar mejor mis capacidades, recibiré nuevas instrucciones.
—Los humanos no somos tan… complacientes.
—Lo sé. Mis experiencias con Vorian Atreides me lo enseñaron. —La voz de Seurat casi sonaba melancólica—. ¿Sabes algún chiste?
—Que tenga gracia no.
Thurr revisó los detallados registros de la huida de Seurat, de cómo había escapado de Richese delante de las narices de los cimek. Para lograrlo hizo falta la distracción de un ataque exterior. Quizá algo parecido le serviría.
Por suerte, la inmensa barrera de las máquinas había sido pensada para mantener a la Liga a raya, no para impedir que alguien como, pongamos él mismo, saliera. Y a su cerebro la red descodificadora no podía hacerle daño. Su principal obstáculo sería encontrar algo que los distrajera lo suficiente para permitir que él se escabullera en una nave veloz. Y, desde que habían desplegado sus devoradores mecánicos, seguro que estaban mucho más atentos.
Pero, en cuanto lograra salir al espacio abierto otra vez, las posibilidades serían mucho mayores.
Valía la pena pensarlo. Al menos él tenía todo el tiempo del mundo para meditar las posibilidades, para planificar y ensayar las acciones que quería emprender.
Thurr entró en una cámara lateral de la ciudadela central, pasando de largo ante galerías con una ornamentación ridículamente extravagante. El Omnius Primero estaba completamente integrado en los circuitos gelificados y la estructura de metal líquido de aquel edificio monolítico. Sin embargo, dentro estaban guardadas las otras dos encarnaciones de la supermente: la esfera que Seurat había traído y la que entregó él mismo cuando huyó de Wallach IX.
Las encarnaciones de la supermente debían ser prácticamente idénticas, pero al contrario de lo que tenía por costumbre, Omnius se negó a sincronizar las otras dos actualizaciones consigo mismo. Las tenía aisladas, como si temiera que contuvieran algún virus secreto y destructivo como el que Seurat había entregado hacía tanto tiempo. Él mismo había trampeado con frecuencia con el Omnius de Wallach IX para mantener sus actividades poco limpias en secreto. No creía haber provocado ningún daño, pero siempre cabía esa posibilidad.