Muchos de aquellos planetas estaban allí, esperando a que los cogieran, como fruta madura.
—Tu objetivo es doble, Dante —le había dicho el general—. Necesitamos un enfrentamiento directo con naves hrethgir dotadas de escudos. Con un solo ataque con láser sabremos si hemos descubierto un secreto valioso.
—Y si conquistas una docena de mundos nuevos antes de que se den cuenta de lo que hacemos, ¡tanto mejor! —dijo Juno con una risa simulada complacida.
Así pues, Dante partió con sus naves y sus neos entusiastas, que estaban deseando aplastar a los insignificantes humanos bajo sus patas mecánicas. Las exploraciones y los mapas estelares les habían permitido señalar los mejores objetivos. Las naves mecanizadas golpearon los pequeños asentamientos como martillos desde el cielo… Relicon, al-Dhifar, Juzzubal. Los humanos no tenían defensas efectivas, y suplicaron piedad a los cimek. Pero Agamenón no había dicho nada de tener piedad. Eso sí, en cada ocasión Dante se aseguraba de dejar que escaparan una o dos naves para que alguien pudiera alertar al ejército de la Humanidad y lograr que mandaran unas pocas naves al rescate.
En los mundos que aplastaron con mayor facilidad, Dante dejó una fuerza de neos para establecer la base de su nuevo dominio y expandir su imperio. Los neos tendrían rienda suelta como dictadores en cada planeta, reunirían voluntarios desesperados entre la población quebrantada y los convertirían en nuevos neos para ampliar sus filas. Dante sabía que el general estaría satisfecho con la conquista de tantos territorios nuevos.
Y lo más importante, seguía esperando que aparecieran jabalinas y ballestas para poder realizar su experimento con los escudos y el láser. Pero Agamenón le había advertido:
—Si mi hijo Vorian está al frente de alguna de las naves, no debes destruirle… destrúyelos a todos, pero a él no.
—Sí, general. Tiene que pagar por muchas cosas. Entiendo perfectamente que quiera ocuparse de él personalmente.
—Es eso, sí… y aún no he perdido del todo la esperanza. Como aliado, ¿no sería incluso mejor que Quentin Butler?
—Temo que no logremos convertir a ninguno de los dos, general.
—Los titanes hemos salido airosos de muchas tareas imposibles, Dante. ¿Qué significa una más?
Finalmente, tras arrasar otras dos pequeñas colonias, cuando se dirigían hacia una tercera, Dante y sus naves de guerra neocimek toparon con dos nuevos modelos de ballestas y cinco jabalinas que llegaron a toda prisa para defender las colonias caídas.
Después de desafiar a los comandantes humanos y asegurarse de que Vorian Atreides no estaba al mando, Dante ordenó a sus fanáticos neos que formaran una barrera defensiva. Era evidente que los humanos les superaban en número, y aun así Dante ordenó lanzar varias andanadas de proyectiles que chocaron contra el pesado blindaje de la flota humana.
Obviamente, los comandantes de la Liga ordenaron activar los escudos Holtzman. En cuanto sus sensores le indicaron que los yihadíes habían tenido el detalle de cumplir —sin saberlo— las condiciones para su experimento, Dante dio orden a sus neocimek para que prepararan los láser y los envió a ellos delante. Él se quedó a cierta distancia para ver mejor.
Los láser no eran especialmente potentes y, en circunstancias normales, aquellos disparos no habrían hecho ningún daño.
Pero Dante, que seguía lejos de la zona de combate, no quedó decepcionado. En absoluto.
Al chocar contra los escudos, el láser desató una cadena de detonaciones seudoatómicas. En cuestión de segundos, las naves de la flota humana habían desaparecido, una tras otra, en una sucesión deslumbrante de explosiones.
Sin embargo, el
feedback
de la interacción láser-escudo fue tan intenso que la mayor parte de los neos también desaparecieron. Sus naves se desintegraron de forma instantánea, con lo que los dos bandos quedaron aniquilados simultáneamente.
El resplandor fue tan intenso que fue como si un nuevo sol hubiera salido sobre el planeta que los hrethgir trataban de defender. Luego, conforme el vapor y la energía se propagaban por el frío espacio, el resplandor se fue apagando. Para Dante y los pocos neos que sobrevivieron, el espectáculo había valido la pena.
Agamenón estaba muy satisfecho. Dado que ningún humano había salido con vida de la batalla, sus altos mandos no tenían forma de saber que los cimek habían descubierto su punto débil.
—¡Estamos en un momento decisivo! Incluso siendo tan pocos, podemos causar grandes estragos entre los hrethgir. Nuestro objetivo está a nuestro alcance.
Los términos del conflicto habían cambiado, y el general sospechaba que él y su hijo se verían las caras antes de que aquello acabara.
La ciencia está perdida en sus propios mitos, y redobla sus esfuerzos cada vez que olvida su objetivo.
K
REFTER
B
RAHN
, asesor especial de la Yihad
El retrovirus mutado se propagaba como un humo venenoso por las cuevas de Rossak. Los métodos habituales de protección resultaban ineficaces, los sistemas de esterilización fallaban, y ni siquiera las fuertes dosis de melange garantizaban la inmunidad. Más de tres cuartos de la población acabaron infectados, y de estos la mayoría murió.
Raquella Berto-Anirul y el doctor Mohandas Suk se sentían desbordados y sus esfuerzos por combatir la enfermedad no daban ningún resultado.
Hasta el momento, ninguna de las vacunas creadas por el médico había funcionado, y la epidemia seguía arrasando en las cuevas comunitarias, cebándose con los pocos miembros que quedaban sanos entre la población.
Todos los días Raquella trabajaba hasta bien entrada la noche en las madrigueras abarrotadas que hacían las veces de salas de hospital. Cada cama, cada espacio libre que quedaba en las plantas estaba ocupado por hombres, niños y hechiceras enfermos. Tomando su dosis diaria de la especia que VenKee les hacía llegar, Raquella llevaba su cuerpo hasta el límite. Y, aunque tenía puesto un respirador y protección ocular estériles, la miasma de la enfermedad y el gemido continuo de los que sufrían y morían eran una carga constante sobre su alma. Pero Raquella estaba decidida a derrotar al virus.
En años anteriores, los yihadíes y las hechiceras se habían lanzado sin vacilar contra objetivos imposibles, combatiendo enjambres de máquinas pensantes sin pensar en su propia supervivencia. Raquella no podía ser menos, y luchaba a su manera. «La victoria a cualquier precio».
Jimmak Tero seguía a Raquella como una mascota torpe pero voluntariosa, deseando ayudar. Cada día le llevaba comida que recogía en la selva: fruta plateada, hongos cubiertos de pelusilla, bayas cargadas de jugo. En una ocasión, le preparó una extraña infusión de hierbas ácidas que le dejó un regusto extraño en la boca, pero Jimmak parecía especialmente orgulloso, y la miró con aquella sonrisa suya simplona y amplia y los ojos brillantes.
Después de un día espantoso y sofocante, con otra docena de pacientes muertos bajo su responsabilidad, Raquella se sentía física y emocionalmente agotada. Uno de los muertos era un bebé prematuro al que habían separado de la madre cuando esta sucumbió a la epidemia. Raquella era la única enfermera que había en la sala, y en aquel momento se sentó en el frío suelo de piedra y se echó a llorar.
Se enjugó las lágrimas, tratando de encontrar fuerzas para continuar. Se sentía acalorada, mareada, y trató de ponerse de pie… pero estuvo a punto de perder el equilibrio. Esperó un instante para recuperar el aliento, pensando que tal vez se había levantado demasiado deprisa, pero su desazón aumentaba, y se sintió como si cayera…
—¿Está bien, señora doctora?
Raquella levantó la vista al rostro redondo y preocupado de Jimmak. La tenía sujeta por los hombros.
—Me he desmayado… estoy muy cansada. Tendría que comer más, tomar otra dosis de especia…
Entonces Raquella se dio cuenta de que estaba en una cama, conectada a tubos de alimentación y sondas. ¿Cuánto tiempo había pasado? Se tocó el brazo, y reconoció los tubos de diálisis que habían ayudado un tanto a los pacientes más graves de la nueva plaga.
Su ayudante, Nortie Vandego, estaba muy cerca, comprobando el equipo. Vandego la miró con expresión sombría, y en sus ojos oscuros Raquella percibió un destello de miedo.
—Acaba de terminar el primer tratamiento de depuración sanguínea. Hemos frenado el avance del compuesto X antes de que afectara al hígado, pero… está infectada. Le he dado una dosis adicional de melange.
Raquella meneó la cabeza.
—Nortie, tendrías que estar con otros pacientes, no conmigo…
La ayudante le puso una mano en el hombro y la obligó a echarse.
—Ahora usted es la paciente, merece la misma atención que ha dedicado a los otros.
Raquella sabía que si estaba infectada sus posibilidades de sobrevivir eran escasas. Sacó fuerzas de flaqueza.
—Quizá no es más que una reacción alérgica a los alimentos de la selva que he comido. Me he descuidado demasiado y necesito descansar.
—Seguramente es eso. Ahora descanse.
Pero Raquella conocía aquel tono demasiado bien: era el mismo que le había oído utilizar para tranquilizar a los moribundos.
Dos días más tarde, también Nortie Vandego cayó enferma y fue trasladada a una sala diferente. La tarea de atender a Raquella recayó sobre Karee Marques, una hechicera menuda que le administró una serie de productos farmacéuticos y tratamientos nuevos, como si Raquella fuera una cobaya más. A Raquella no le importaba, aunque estaba convencida de que si alguien podía encontrar una cura ese era Mohandas. ¿Sabía siquiera que estaba enferma?
En las cavernas, las noches eran profundas y negras. Sonidos opresivos y misteriosos llegaban de la densa jungla. Raquella estaba medio dormida a causa del cóctel de medicamentos que le habían hecho tomar, y de pronto oyó una voz furiosa y estridente muy cerca. Cuando entreabrió los ojos vio que era Ticia Cenva, que estaba reprendiendo a Karee y le decía que fuera a cuidar de otros pacientes.
—Deja que se muera. No es de las nuestras, y seguramente al entrometerse lo único que ha conseguido ha sido empeorar las cosas.
—¿Empeorarlas? Se ha dejado la vida por ayudarnos.
—¿Y cómo sabemos si realmente ha salvado a alguien? La epidemia sólo se llevará a los más débiles —insistió Ticia con una voz dura como una armadura y un destello salvaje en la mirada. La hechicera suprema parecía cada vez más débil, menos entera—. La plaga acabará con los menos aptos de la especie y hará a las hechiceras más fuertes.
—O nos matará a todos.
Mientras trataba de combatir sus dolores, el cansancio, las náuseas, Raquella se concentró en una parte de la conversación. «Creen que me estoy muriendo. —Un extraño pensamiento para una doctora, una sanadora—. Quizá tienen razón». Había visto lo suficiente para saber lo que le esperaba, aunque se sentía profundamente decepcionada por no haber podido acabar su trabajo.
Pero su cuerpo no se rindió tan fácilmente. Durante días estuvo luchando contra la enfermedad, tratando de seguir consciente, de vivir. Tras los primeros tratamientos, no volvieron a conectarla a los aparatos para purificar su sangre, y sabía que el compuesto X estaría multiplicándose con rapidez. Tenía la piel amarillenta, cubierta de lesiones; y siempre tenía mucha sed.
Las hechiceras la habían dado por perdida y la dejaron a su suerte.
Solo Jimmak se molestaba en seguir cuidándola. Se sentaba a su lado y le limpiaba el sudor de la frente con un paño fresco. Le hacía beber aquel té amargo suyo, le daba trocitos de fruta, y la tapó con una manta para que estuviera mejor. En una ocasión a Raquella hasta le pareció ver a Mohandas, pero fue una alucinación provocada por la fiebre. ¿Cuándo fue la última vez que habían hablado… que se habían tocado?
La plaga de Rossak ya hacía una eternidad que duraba.
Raquella recordó otros tiempos en los que ella y Mohandas habían tenido intimidad y tranquilidad, en los que tuvieron tiempo de amarse como personas normales. Añoraba la dulzura de su sonrisa, la calidez de sus brazos, los debates apasionantes que mantenían como compañeros de trabajo.
—¿Cómo está Nortie? —le preguntó a Jimmak en un breve momento de lucidez—. Mi ayudante. ¿Dónde está?
—La señora alta muerta. Lo siento. —Raquella no podía creerlo. Las sábanas de su cama estaban húmedas y de pronto aquel joven lerdo se inclinó sobre ella. Su rostro amplio estaba lleno de determinación—. Pero la señora doctora no se muere.
Jimmak se escabulló y regresó con una camilla suspensora que se usaba para llevarse los cuerpos de los fallecidos. Jimmak la hizo avanzar ante él, como si supiera lo que hacía. Maniobró con la plataforma y la hizo descender junto a la cama de Raquella.
—¿Jimmak? ¿Qué haces? —Raquella trataba de centrar sus pensamientos.
—Ahora yo doctor. —Con manos fuertes, Jimmak la empujó sobre la plataforma, y luego metió ropa, toallas y una manta en un compartimiento que había debajo.
—¿Adónde… adónde me llevas?
—La selva. Aquí nadie cuida de usted. —Y empujó la camilla flotante hacia delante.
Cuando intentaba incorporarse sobre los codos, Raquella vio a Ticia Cenva en pie en el pasillo, contemplando la escena. Jimmak agachó la cabeza, como si esperara que su madre no le viera. Raquella quería que sus ojos se cruzaran con los de la hechicera suprema que, por un momento, le pareció decepcionada. ¿Le habría gustado tal vez que Jimmak se llevara su cadáver? Aquella mujer severa y rapaz les dejó pasar sin decir nada.
Mientras la noche caía sobre Rossak, el chico la subió a un ascensor y descendieron a la base de la selva. Jimmak no hizo caso de los sonidos amenazadores, de las sombras, de las tupidas enredaderas, y se la llevó a lo más hondo de aquella jungla extraña.
Nunca creí que volvería a Salusa Secundus; los soberbios salones de asambleas de la Liga, los inmensos monumentos de Zimia. Ay, que no son tan extraordinarios como los recordaba.
Y
OREK
T
HURR
, diarios secretos de Corrin
Una vez salió de Corrin, Yorek Thurr pasó casi dos meses en tránsito antes de llegar al vulnerable corazón de la Liga de Nobles.
En ese intervalo, se las arregló para robar una nave en uno de los planetas arrasados por la epidemia, en los límites del territorio espacial de la Liga. Y, puesto que él era inmune al virus, le alegró comprobar la desolación que había provocado y la gran cantidad de ciudades y poblaciones que habían sucumbido durante la terrible epidemia. Estaba exultante.