En un tugurio del centro de la ciudad localizó un edificio de ladrillo rosa con las paredes cubiertas a tramos de hiedra. El Hospital de Enfermedades Incurables. Por lo visto, cuando los humanos recuperaron Parmentier, Mohandas Suk y Raquella habían creado un centro de atención e investigación; Vor había leído sobre eso en su breve investigación.
Si Raquella seguía con vida, estaría allí.
Después de ponerse una mascarilla —no porque pensara que podía protegerle, sino para evitar el hedor—, Vor entró en la atestada recepción del hospital. Aunque el edificio era bastante nuevo, en las últimas semanas las hordas de pacientes desesperados lo habían invadido como una plaga y había degenerado bastante.
Tras pasar ante un mostrador de admisiones vacío, Vor buscó en las diferentes plantas. Las salas del hospital estaban tan abarrotadas y se veían tan míseras como las cuadras de esclavos que el robot Erasmo tenía en la Tierra. Había gente afectada de incomprensibles erupciones cutáneas a causa de la ruptura de los tendones, tumbada, impedida, como muñecas rotas; incluso los que se habían recuperado de los síntomas quedaban totalmente incapacitados para cuidar de sí mismos o ayudar a los otros enfermos o moribundos.
Todo el personal médico llevaba mascarillas y películas transparentes herméticas sobre los ojos para evitar el contagio a través de las mucosas. Algunos de los médicos parecían enfermos a pesar de las precauciones. Vor se preguntó cuánto duraría el período de incubación, durante cuántos días podrían seguir atendiendo a los enfermos aquellos médicos antes de convertirse también en enfermos terminales.
Una y otra vez preguntaba a enfermeras y médicos de aspecto agotado si conocían a Raquella Berto-Anirul. Finalmente alguien le indicó que fuera a la sexta planta. Vor entró en la sala, llena de ruido y desesperanza, y la observó de lejos. Trató de encontrar algún eco de su abuela en sus facciones, aunque después de tanto tiempo no recordaba con claridad a Karida Julan.
Raquella se movía con rapidez y profesionalidad entre las camas, con aspecto fuerte. Su respirador de plaz y la protección ocular transparente le permitían verle la cara. Tenía las mejillas hundidas y ojeras por la falta de sueño y la mala alimentación. Nariz respingona, pelo castaño dorado recogido en un moño trenzado para que no le estorbara mientras trabajaba. Era delgada y se movía con elegancia, casi como una bailarina. Aunque su expresión era triste y sombría, no parecía desesperada.
Raquella trabajaba junto con un médico delgado en una sala con cien camas, cada una ocupada por un paciente enfermo o moribundo. Los ayudantes retiraban los cadáveres para dejar sitio a nuevas víctimas demacradas que habían caído en un coma mortal de fiebre.
Hubo un momento en que Raquella miró en su dirección y Vor vio que tenía los ojos de un sorprendente tono de azul. Siglos atrás, antes de transformarse en cimek, cuando aún tenía forma humana, su padre, el célebre Agamenón, tenía los ojos azul claro…
Sus miradas se cruzaron, y la joven pareció sorprendida al ver a un desconocido con aspecto tan sano en la sala. Vor se adelantó y abrió la boca para hablar, pero de pronto vio que ella lo miraba con expresión de alarma. Uno de los pacientes saltó sobre Vor desde atrás y le clavó las uñas en la mascarilla, luego cayó sobre él y se puso a golpearle y a escupirle en la cara. Defendiéndose instintivamente, Vor arrojó a su atacante a un lado. Aquel despojo aferraba un trozo de un estandarte donde aparecía la imagen del bebé de Serena, y aullaba plegarias, suplicando a los tres mártires que lo salvaran, que los salvaran a todos.
Vor apartó a aquel individuo y los sanitarios se lo llevaron rápidamente a una mesa de diagnóstico. En un intento por recuperar la compostura, Vor volvió colocarse el respirador sobre la boca y la nariz, pero Raquella ya estaba allí, y se puso a rociarle algo en la cara y los ojos.
—Antivirales —le dijo con voz nerviosa y profesional—. Solo son parcialmente efectivos, pero no he encontrado nada mejor. No sé si le ha entrado algo en los ojos o la boca. El riesgo de infección es grande.
Vor le dio las gracias, pero no dijo que seguramente era inmune. Se limitó a mirar sus ojos tan azules y brillantes. No pudo contener la sonrisa.
Una forma curiosa de conocer a su nieta.
—Vorian Atreides —dijo el doctor Suk. Estaba en un pequeño despacho, haciéndole un rápido chequeo poco después del ataque, aunque tenía a muchos pacientes en bastante peor estado—. ¿El Vorian Atreides que creo? Ha sido una locura que viniera.
La piel de Suk era de un marrón tan oscuro que casi parecía negro. Aparentaba unos cuarenta años, y tenía arrugas superficiales en la cara y ojos grandes y castaños. Se le veía impaciente y acelerado. Sus facciones juveniles, que resaltaba la mata rebelde de pelo negro sujeta con un pasador de plata, le daban el aire de un niño grande.
Incluso en aquel despacho cerrado, el aire hedía a desinfectante. Vor prefirió no hablar de su tratamiento de extensión vital.
—Puede que sobreviva… o no.
—Lo mismo podemos decir de todos nosotros. La plaga nos deja las mismas posibilidades de vivir que de morir. —Suk le estrechó la mano con su mano enguantada, y luego cogió la mano de Raquella y la oprimió, un gesto que indicaba que estaban muy unidos. Seguramente la epidemia había llevado a muchas personas a unirse en su desesperación, pero Suk y Raquella ya eran un equipo mucho antes.
Cuando Suk salió a toda prisa, pensando ya en sus otras responsabilidades, Raquella se volvió hacia Vor y lo miró con gesto apreciativo.
—¿Qué hace el comandante supremo de la Yihad en Parmentier sin siquiera un guardaespaldas?
—Me había tomado un permiso para atender ciertos asuntos personales… para conocerte.
Después de semanas luchando contra la epidemia, la capacidad de Raquella para experimentar emociones estaba bastante limitada.
—¿Y eso por qué?
—Fui amigo de tu abuela Karida —confesó Vor—. Muy buen amigo, pero la dejé. La perdí. Hace mucho tiempo descubrí que había tenido una hija, pero hasta hace poco le había perdido la pista. Una hija llamada Helmina, tu madre.
Raquella lo miró con los ojos muy abiertos, y entonces pareció comprender.
—¿No será ese soldado, el que mi abuela amaba? Pero…
Él le dedicó una sonrisa débil y abochornada.
—Karida era una mujer hermosa, y lamento profundamente que ya no esté. Me hubiera gustado hacer muchas cosas de otro modo, pero ya no soy la misma persona. Por eso he querido venir a conocerte.
—Mi abuela pensaba que habías muerto en la Yihad. —Sus cejas se unieron por encima de sus claros ojos azules—. Y el nombre que nos dijo no era Vorian Atreides.
—Siempre utilizaba nombres falsos por razones de seguridad. A causa de mi rango.
—¿Y no habría otras razones? ¿Como que nunca tuviste intención de volver?
—La Yihad es algo incierto. No podía hacer promesas. Yo… —Su voz se perdió. No quería decir mentiras, ni dar una versión distorsionada de la verdad.
Un pensamiento curioso para tratarse de él. Durante la mayor parte de su dilatada existencia, había sido un espíritu libre; la idea de formar una familia siempre le había asustado porque le hacía pensar en límites, constricciones. Pero, a pesar del distanciamiento de Estes y Kagin, había acabado por comprender que la familia significa la posibilidad de un amor ilimitado.
—Mi abuelo parece tan joven como yo. —Raquella parecía intrigada, pero estaba tan abrumada por la epidemia que sus reacciones eran bastante lentas—. Me gustaría estudiarte, tomar muestras y comprobar nuestro parentesco… pero en estos momentos no puedo. No con todo esto. Y la verdad, durante una crisis como esta, hacer una visita para conocer a una nieta ilegítima es algo bastante… egoísta.
Vor le dedicó una sonrisa forzada.
—He vivido ocho décadas de Yihad, y siempre hay alguna «crisis como esta». Ahora que veo lo que está pasando aquí, me alegro de no haber esperado. —Le cogió una mano entre las suyas—. Vuelve conmigo a Salusa Secundus. Puedes entregar tus análisis y tu mensaje en persona al Parlamento. Conseguiremos los mejores equipos médicos de la Liga para que busquen una cura, y enviaremos toda la ayuda que podamos.
Ella le interrumpió.
—Si de verdad crees que soy la nieta del gran Vorian Atreides, entonces, ¿no pensarás que voy a marcharme de aquí cuando hay tanto que hacer y tanta gente a la que ayudar? —Arqueó las cejas, y Vor sintió que su corazón se llenaba de orgullo. Por supuesto, no esperaba menos de su nieta.
Raquella se volvió y lo miró fijamente con sus ojos brillantes e inteligentes.
—Y no me arriesgaría a extender la epidemia. Sin embargo, comandante supremo, si insistes en regresar a Salusa, advierte a la Liga de lo que está pasando. Necesitamos médicos, material, investigadores.
Él asintió.
—Si realmente esta epidemia es obra de las máquinas pensantes, no me cabe duda de que Omnius habrá lanzado esas cápsulas contra otros mundos. Hay que alertar a todos.
Raquella se apartó de Vor y, algo inquieta, se puso en pie.
—Te entregaré todos nuestros registros y los resultados de las pruebas. Aquí la epidemia está fuera de control, un retrovirus. Cientos de miles de personas han muerto en muy poco tiempo. La tasa de mortalidad directa es de más del cuarenta por ciento, por no hablar de las muertes por causas derivadas, como infecciones, deshidratación, fallo de distintos órganos, etcétera. Podemos tratar los síntomas, intentar aliviar un poco a los pacientes, pero hasta el momento no tenemos nada que erradique el virus.
—¿Hay alguna posibilidad de cura?
Ella levantó la vista, porque llegaban gritos desde una de las salas, luego suspiró.
—No con los recursos que tenemos. No contamos ni con suministros ni con personal para atender a todo el mundo. Siempre que tenemos un momento, Mohandas se dedica al trabajo de laboratorio, e investiga la evolución del virus. No vemos que siga el patrón habitual de un proceso viral. Lo hemos descubierto hace apenas unos días. Una cura no es… —Se refrenó—. Nunca hay que perder la esperanza.
Vor pensó en su juventud, cuando era un humano de confianza de las máquinas y no veía todo el daño que causaban.
—Tendría que haber adivinado hace tiempo que las máquinas intentarían algo así. Omnius… o más probablemente Erasmo. —Tras vacilar un momento, se quitó la mascarilla—. Lo que habéis hecho aquí, que luchéis como lo estáis haciendo contra un imposible… es algo muy loable.
Los ojos azules de Raquella brillaron con una nueva intensidad.
—Gracias… abuelo.
Vor respiró hondo.
—Estoy muy orgulloso de ti, Raquella, más de lo que puedo expresar con palabras.
—No estoy acostumbrada a oír eso. —La joven parecía sentir un placer contenido—. Sobre todo cuando lo único que veo a mi alrededor son pacientes a los que no he conseguido salvar, o que nunca se recuperarán del todo. E incluso si esto termina algún día, buena parte de la población quedará tullida de por vida.
Vor la sujetó por los hombros, la miró con intensidad.
—Aun así, estoy muy orgulloso de ti. Tendría que haberte buscado mucho antes.
—Gracias por preocuparte lo bastante para hacerlo ahora. —La joven se sentía visiblemente incómoda y le habló con tono apremiante—. Y ahora, si realmente puedes salir de Parmentier, vete. Rezaré para que no hayas contraído la enfermedad y llegues sano y salvo a Salusa. Ten cuidado. Si… si estás contagiado, el período de incubación es lo bastante breve para que manifiestes los síntomas antes de llegar al mundo de la Liga más cercano. Si eso sucede, no te arriesgues a…
—Lo sé, Raquella, pero incluso si habéis declarado la cuarentena aquí a tiempo y no ha salido nadie, es posible que Omnius haya lanzado esos misiles con la epidemia contra otros objetivos. Las máquinas confían en la repetición. —Vio que Raquella pestañeaba, porque comprendió que tenía razón—. Si es así, me temo que todos vuestros esfuerzos para mantener la cuarentena no servirán para salvar a la humanidad. Advertirles y compartir con ellos lo que tú y el doctor Suk habéis averiguado hasta el momento puede ser mucho más útil que ninguna cuarentena.
—Entonces, corre. Los dos lucharemos contra esta plaga como podamos.
Vor volvió al
Viajero Onírico
y marcó las coordenadas para regresar a casa. Superó sin problemas la barrera de estaciones casi abandonada y temió que otros también lo hubieran hecho. Una profunda sensación de tristeza lo invadió cuando se alejaba de Parmentier. Esperaba volver a ver a Raquella.
En su cabeza, evocó la momentánea expresión de placer que había visto en su cara cuando le dijo que estaba orgulloso. Sólo por ese momento, tan efímero y tan hermoso, valía la pena haber hecho el viaje.
Pero ahora tenía un deber que cumplir para con la humanidad.
Si nos permitimos ser demasiado humanos y nos dejamos llevar por el amor y la compasión cuando es más peligroso, nos pondremos en una posición vulnerable que permitirá que las máquinas pensantes nos destruyan. Sí, los humanos tenemos un corazón y un alma que no tienen las máquinas, pero no podemos permitir que se conviertan en la causa de nuestra extinción.
Q
UENTIN
B
UTLER
, carta a su hijo Faykan
Cuando regresó a casa después de la liberación de Honru, Quentin Butler fue a la Ciudad de la Introspección a ver a Wandra. Su esposa estuvo tan indiferente y callada como siempre, pero al ajado primero le gustaba sentarse junto a ella, reconfortarla con su presencia y sentirse reconfortado con la de ella. Cuando miraba el rostro de Wandra, aún veía su belleza, veía una sombra de la mujer que fue. Hablando en voz alta, le contó lo que había hecho en su última misión, y le habló de su visita a la familia de Rikov en Parmentier. Por desgracia, apenas llevaba una hora con Wandra cuando un joven quinto llegó en su busca. El oficial llegó con grandes prisas a los bellos terrenos ajardinados de aquel retiro religioso. Un viejo metafísico y erudito ataviado con una voluminosa camisa púrpura acompañó al visitante, moviéndose con demasiada lentitud dada la urgencia del mensaje que lo llevaba allí.
—¡Primero Butler! Acabamos de recibir un comunicado de Parmentier. El gobernador envió una nave con un mensaje urgente hace semanas. ¡Es un aviso!
Quentin oprimió la mano flácida de Wandra y se puso en pie, enderezando la espalda y volviendo su atención a su deber.