—La metimos en el agua que cura —dijo Jimmak con tono de disculpa—. Mis amigos y yo. Un día entero. Y el agua se lleva la fiebre.
—¿Agua que cura? —Raquella se dio cuenta de que se sentía extrañamente enérgica.
—Sitio especial. —Jimmak sonrió—. Solo los Defectuosos lo sabemos.
—Eres muy listo, Jimmak. —Las palabras brotaban de su boca con dificultad, pero cada vez se sentía más fuerte—. Sabías exactamente lo que debías hacer para ayudarme. No creí que pudiera sobrevivir.
—Yo traigo ropa seca y mantas para usted —dijo Jimmak.
—Gracias. Creo… me sentiré mejor cuando me ponga ropa seca y limpia. —Porque la que llevaba puesta estaba muy fría y húmeda.
Con la ayuda de varias mujeres, muy alejadas de la belleza glacial y la altura de las hechiceras, Raquella entró en un pasaje lateral y se puso una túnica negra y ancha. Dejó su ropa mojada en un cubo que había bajo la camilla suspensora, volvió tambaleándose a donde estaba Jimmak y luego se acuclilló junto a él en el suelo frío y se lió con una manta seca.
Señaló con el gesto al grupo de desheredados, curiosos y tímidos.
—¿Quién es esta gente, Jimmak? ¿Por qué viven aquí?
—Las hechiceras nos echan a la selva. Piensan que los monstruos nos comen. —Sonrió—. Pero tenemos escondites secretos. Como éste.
Los fragmentos de luz bailaban sobre el agua del cenote, convirtiendo aquella cueva en un entorno mágico y relajante, muy distinto del odio y el desprecio de las mujeres telépatas y perfectas.
—Las hechiceras no vienen aquí. Los hombres de VenKee no vienen, los hombres recogen plantas y setas. —Jimmak estaba en pie—. Agua especial. Ahora las hechiceras se mueren, pero los Defectuosos no.
Raquella no podía negar que algo la había curado, y seguramente era el agua del cenote. Había asistido a suficientes pacientes y conocía los estadios de la nueva epidemia lo bastante para saber que nadie que llegara a aquel punto podía sobrevivir. Desde luego, cuando Jimmak la sacó de la ciudad de cuevas, el retrovirus la había hecho entrar en una espiral mortífera. Se estaba muriendo.
Pero era imposible saber qué contaminantes químicos se habían combinado para formar aquel estanque subterráneo. No podía pedir detalles técnicos a Jimmak. Pero no era raro que una determinada combinación de toxinas y derivados naturales fueran fatales para el retrovirus.
La clave estaba en aquellas aguas. Mohandas y su equipo habían trabajado sin descanso en su laboratorio orbital en el
Recovery
, pero hasta el momento todos los tratamientos habían fracasado. Si pudiera determinar cuál de los contaminantes presentes en el cenote era el que buscaban, reproducirlo y distribuirlo entre la población afectada del planeta, salvaría a mucha gente.
Aquella repentina esperanza hizo que se sintiera mareada y desorientada. Con pasos inseguros, caminó hacia el borde del plácido estanque subterráneo.
—Podemos traer a los otros enfermos aquí y curarlos. Gracias por enseñarme esto, Jimmak.
Los Defectuosos retrocedieron al oírla, y se ocultaron entre las sombras, gimiendo, musitando. Asustado, Jimmak meneó la cabeza vigorosamente.
—Oh, no. No puede. Este es nuestro sitio especial.
Raquella frunció el ceño.
—Lo siento, Jimmak… pero mucha gente está muriendo. Esto nos da una esperanza. Soy médico. No puedo dejar pasar una oportunidad como esta.
El rostro de Jimmak enrojeció, y habló muy exaltado.
—Las hechiceras roban agua mágica. Y nos matarán por esconderla.
—No, Jimmak. Eso no…
—Las hechiceras siempre quieren matarnos. Quieren limpiar el… —Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar las palabras que su madre le había escupido—. Limpiar… los caracteres genéticos.
Raquella habría querido rebatirle aquello, pero había visto a Ticia Cenva, y sabía lo fría y cruel que podía ser. Si descubrían aquel manantial subterráneo, las hechiceras y los técnicos de VenKee se abalanzarían sobre él y destrozarían uno de los pocos lugares que tenían aquellos desheredados. Un lugar donde curar.
El desaliento se hizo evidente por la expresión de Raquella.
—Decenas de miles de personas se mueren, no solo entre las hechiceras, sino entre toda la población de Rossak. Todos. Tú lo has visto, Jimmak. No sabemos cómo curarles… y sin embargo, hay algo en esta agua que tiene un efecto terapéutico. —Suspiró—. De acuerdo. Yo llevaré una muestra del agua al doctor Suk. Así no hará falta que vengan a vuestro cenote sagrado.
Con la muestra de agua, Mohandas podía eliminar las impurezas y aislar la sustancia química que buscaban antes de que el tiempo se agotara para los que aún no habían enfermado. Nadie más tenía por qué saber nada sobre aquel lugar ni sus propiedades curativas. Jamás diría dónde había encontrado el agua… es lo menos que podía hacer por Jimmak.
Jimmak, cada vez más histérico, gritó:
—¡No puede decirlo! Querrán saber de dónde sale el agua. ¡No! —Sus ojos parecían desesperados.
Raquella miró al rostro inocente de Jimmak, sus facciones regordetas, la mata de pelo. Sabía que no podría hacerle cambiar de opinión, y lo cierto es que le debía la vida. Y sin embargo, estaba muriendo tanta gente…
—Prometa, señora doctora. ¡Prometa!
Los otros Defectuosos la miraban con nerviosismo, algunos incluso con expresión agresiva, como si estuvieran dispuestos a matarla antes de permitir que les traicionara. Si no lograba convencerles, no la dejarían salir de allí. Y entonces no podría hablarle a Mohandas de la cura.
—Muy bien, Jimmak. Lo prometo. No traeré a nadie.
Pero ¿a qué se sentía más obligada… a salvar a los enfermos y moribundos o a mantener su palabra? Había demasiadas vidas en juego. No quería faltar a su honor… pero la decisión era evidente. Incluso si eso significaba engañar a Jimmak, no podía negar a toda aquella gente la posibilidad de curarse.
Evidentemente, las necesidades de una población enferma pesaban más que los deseos de un puñado de criaturas contrahechas. Haría lo posible por proteger a Jimmak y sus compañeros, pero no le negaría a Mohandas aquella pista. Si otra cosa no, al menos le llevaría una muestra de agua.
Y había una forma.
Los Defectuosos la miraban con expresión agresiva, y no dejaban que se acercara al estanque, como si temieran que tratara de robárselo. Raquella suspiró, volvió a tumbarse en la camilla suspensora y dijo que estaba lista. Jimmak le puso una venda en los ojos y la sacaron de la caverna.
—Prometa que no hablará a nadie de este sitio —le suplicó él acercando tanto la boca a su oído que Raquella sintió su aliento cálido.
—Tienes mi palabra —dijo ella sumida en la oscuridad.
Cuando Raquella regresó a las abarrotadas cámaras de la ciudad de cuevas, las hechiceras se congregaron a su alrededor llenas de asombro. Incluso Ticia Cenva pareció sorprendida al verla con vida.
—Ha vuelto de entre los muertos, y está curada —dijo la joven Karee Marques, sin hacer caso de las otras—. ¿Cómo lo ha hecho?
—Eso no importa —repuso Raquella, reparando en la expresión de desaprobación del rostro de Ticia—. Es posible que haya encontrado la solución para salvaros a todos.
Un buen plan ha de ser flexible; y hasta se puede aceptar que tenga resultados inesperados… siempre y cuando sean lo suficientemente trascendentales.
Y
OREK
T
HURR
, diarios secretos de Corrin
Después de tantos años viviendo entre máquinas pensantes, Yorek Thurr casi había olvidado lo emocionante que era acechar y colarse en los sitios.
Durante buena parte de su «primera vida» en la Liga de Nobles, había desarrollado complejas técnicas de engaño y observación para la policía de la Yihad. Podía espiar donde él quisiera, o matar a un hombre de cien formas diferentes. Pero después de actuar como gobernante indiscutible de Wallach IX y luego quedar atrapado en Corrin, estaba algo oxidado.
Así pues, aquella noche, ya muy tarde, cuando se coló en la mansión administrativa del Gran Patriarca, le alegró comprobar que conservaba las capacidades necesarias. Había guardias patrullando la zona, y primitivos sistemas de seguridad para controlar las ventanas y entradas. Pero le resultó tan fácil engañar a aquellos sistemas electrónicos de vigilancia y los sensores del perímetro como a los guardas complacientes y medio dormidos.
Cuando trabajaba en la Yipol, Thurr se acostumbró a no dormir ni levantarse nunca a la misma hora. Cambiaba sus horarios continuamente, permaneciendo despierto durante días o durmiendo solo unas horas en un bunker. Iblis Ginjo siempre lo consideró una divertida manifestación de paranoia, pero Thurr no se andaba con bromas.
Una de las ventanas altas y pequeñas estaba abierta. Thurr se arrastró por un saliente del tejado y se descolgó al nivel de la ventana e introdujo las piernas por la estrecha abertura. Encogió los hombros y se deslizó al interior como una anguila, y se dejó caer en silencio sobre el suelo de mármol. Caminó por el salón, hasta la suite abierta de Xander Boro-Ginjo.
Cuando encontró la habitación del Gran Patriarca, vio que aquel bufón estaba solo, roncando plácidamente en su cama junto a una fuente cuyo borboteo ahogó el sonido de sus sigilosos pasos. Quizá Xander no era lo bastante interesante para tener vicios más complejos. Thurr frunció el ceño. Cualquier líder que se preciara debía tener alguna extravagancia. Aquel Gran Patriarca consentido, a quien habían colocado la cadena de mando gracias a los manejos políticos de su abuela, no merecía dirigir a los supervivientes de la humanidad. Lo que la humanidad necesitaba era un visionario como él, alguien con visión de futuro, inteligencia y agallas.
Thurr se inclinó sobre aquel hombre corpulento como una madre a punto de dar el beso de buenas noches a su hijo. Apartó el zumbido insistente que escuchaba en su cabeza y se concentró en lo que tenía que hacer.
—Despierta, Xander Boro-Ginjo, para que podamos ir al grano. Esta es la cita más importante de tu vida.
El Gran Patriarca dio un bufido y se incorporó en la cama. Estaba desnudo. Cuando la boca del hombre se abrió para barbotear una pregunta, Thurr extendió con calma el pequeño tubo de spray que llevaba en la mano y le aplicó un chorro de líquido por la garganta. Xander tosió, le dieron arcadas y se llevó las manos al cuello. Tenía los ojos desorbitados, como si pensara que acababan de clavarle un estilete.
—No es veneno —dijo Thurr—, solo es para neutralizar tus cuerdas vocales. Puedes susurrar, así que podremos hablar de lo que nos ocupa, pero no puedo permitir que grites pidiendo ayuda. Incluso tus guardas incompetentes serían una distracción. En estos tiempos que corren cuesta mucho concentrarse. —Se acarició su calva lisa.
Xander jadeó y susurró, y finamente logró pronunciar unas palabras roncas.
—¿Qué? ¿Quién…?
Thurr frunció el ceño.
—Ya te dije quién soy. ¿Cómo puedes haberte olvidado en solo unos días? Tuvimos una discusión en tu despacho. ¿No me recuerdas?
Los ojos de Boro-Ginjo se abrieron más. Gritó, llamando con un susurro a sus guardias, pero sus palabras no eran más que un gañido.
—No me hagas perder más tiempo. Esta noche nos esperan grandes cambios. Los anales de la Liga recordarán esto como un momento decisivo en la Historia de la humanidad. —Thurr sonrió—. No deberías despacharme hasta que sepas lo que ofrezco. He vivido muchos años en Corrin, y traigo información vital sobre Omnius. Conozco secretos sobre las máquinas pensantes que podrían ser cruciales para nuestra supervivencia.
Xander abrió y cerró la boca como un pez fuera del agua.
—Pero… pero las máquinas ya no son una amenaza. Están todas atrapadas en Corrin.
A Thurr le dieron ganas de abofetearle.
—Omnius siempre es una amenaza. No lo olvides. —Porque toda su vida, la base de su poder, la razón de su existencia, había girado en torno al conflicto de la Yihad. Y si la Liga creía realmente que las máquinas estaban neutralizadas, tendría que encontrar otra forma de dejar su huella. Ante todo, lo que Yorek Thurr no quería de ninguna manera era ser una figura irrelevante.
Xander volvió a llamar entre susurros a sus guardas, y Thurr le golpeó su rostro carnoso y le dejó una marca bien roja. El Gran Patriarca se sacudió de la rabia. Seguramente a aquel consentido nunca le habían tratado de aquella forma.
Thurr fue tranquilamente hasta el buró que había junto a la cama de Xander y con gran reverencia cogió la cadena de mando entrelazada que el Gran Patriarca lucía normalmente sobre los hombros.
—Yo mismo la diseñé con la viuda de Iblis Ginjo —dijo mirando a aquel hombre asustado, que seguía sentado sin decir palabra en su cama—. Cuando Xavier Harkonnen asesinó a Iblis, nos reunimos en una sesión de emergencia para decidir cómo dirigir la Yihad y mantener a la Liga de Nobles por el buen camino. Por razones políticas, y porque era lo que la gente prefería, Camie insistió en suceder a su marido en el cargo, y me prometió que yo sería el siguiente. Pero, diez años más tarde, le pasó la cadena de mando a su hijo Tambir. No lo consultó conmigo, sencillamente, lo decidió sin más. —Sus fosas nasales se hincharon—. Yo estaba furioso. La amenacé con matarla. Y ella se rió en mi cara. Después de todo lo que había hecho por el ejército de la Yihad, tantos años luchando para que los humanos fueran fuertes frente a las máquinas pensantes… ¡ella me traicionó! Y por eso… cambié mis alianzas. —Hizo tintinear la cadena ornamentada, con expresión amenazadora—. Pero ahora esto me pertenece por derecho. Debes dimitir.
—Yo… no puedo dimitir como cabeza espiritual de la Liga —dijo Xander con su voz débil y susurrante—. La sucesión no va de esa forma. No sabe usted nada de política, señor.
—Entonces habrá que quitarte de en medio de otra forma. Pero, primero, creo que tendrías que preguntarte una cosa. ¿Qué has hecho tú por la raza humana? ¿En qué has beneficiado a la Liga como Gran Patriarca? La respuesta es evidente.
Desnudo, Xander bajó a gatas de la cama y trató de correr como una vaca torpe. Pero Thurr se movió con la rapidez de un hurón y le cerró el paso. Le estampó la mano en el esternón y le hizo retroceder hasta el borde de la cama. El hombre cayó hacia atrás.
—Deduzco que esa es tu decisión, ¿eh?
Thurr se sentó junto a la figura regordeta y temblorosa del Gran Patriarca. Se había puesto casi en posición fetal, y parecía indefenso, a punto de echarse a llorar. Sacando una bravuconería que no sentía, Xander dijo con voz chillona: