El regreso a la vida de Raquella después de su enfrentamiento casi fatal con la mutación del virus le dio una segunda oportunidad, y un medio inesperado para salvar a la población moribunda.
Jimmak estaba sentado a su lado contra la pared de piedra de una atestada sala de recuperación, compartiendo con ella la comida que había encontrado en la selva. Por lo visto, pensaba que todo había vuelto a la normalidad. Raquella casi no podía ni mirarlo, pues temía que reparara en su expresión de culpabilidad… Sí, iba a traicionar su confianza. Pero moralmente no tenía elección. Cualquier demora costaría muchas más vidas.
—Jimmak, ¿podrías prepararme un poco más de tu té especial, por favor?
—¿Señora doctora está todavía débil?
—No, me encuentro mejor. Pero me gustaría un poco de té. Por favor.
Jimmak se escabulló, feliz. Y entonces Raquella sacó la ropa todavía empapada que había guardado bajo la camilla suspensora.
Con mucho cuidado, para no desperdiciar ni una gota, selló la ropa con una película impermeable y la introdujo en un contenedor para muestras.
Luego, sola en un pequeño laboratorio, se extrajo varios tubitos de sangre. Entre las sustancias químicas curativas que contenía el agua del cenote y los anticuerpos de su sangre, quizá Mohandas lograría encontrar la clave. Envió las muestras en una lanzadera urgente al
Recovery
con un mensaje donde suplicaba a Mohandas que trabajara con rapidez. Y para mayor seguridad, también rezó una oración.
Jimmak volvió con una taza de su té de hierbas amargo y un vaso de agua para él. Se sentó junto a Raquella, sonriendo.
—Yo soy feliz porque la ayudo.
—A lo mejor también podrías ayudar a estos enfermos. —Su voz era triste.
Él pareció asustado.
—No. No puede llevar a todo el mundo al agua. Lo prometió.
Raquella sonrió con frialdad, pensando que, realmente, el joven tenía toda la razón al temer a Ticia Cenva. En lugar de sentirse aliviada por su recuperación, aquella mujer parecía furiosa, recelosa. Si la hechicera suprema se enteraba de que los Defectuosos habían encontrado una cura, los odiaría por haber logrado lo que ellas no habían podido lograr. La misma razón que subyacía al resentimiento irracional cada vez mayor que sentía por los médicos e investigadores de la HuMed.
—Sí, lo prometí. —«Pero también hice el juramento de ayudar a quienes necesitaran de mis conocimientos como médico…»
Más tarde, aquella noche, Mohandas le mandó un mensaje urgente para informarle de los resultados preliminares, maravillado ante lo que había descubierto. Aún no había determinado la composición química específica de los alcaloides, minerales y moléculas de cadena larga que impregnaban el agua de aquel estanque subterráneo. Y parecía imposible copiarla o sintetizarla… como la especia melange.
A partir de las muestras de sangre, llegó a la conclusión de que algo muy curioso había sucedido en el cuerpo de Raquella: se había producido una transformación bioquímica que nunca antes había visto. La batalla entre el retrovirus y las extrañas sustancias del cenote habían alterado la bioquímica de su organismo a un nivel esencial.
Con la esperanza de poder conseguir una vacuna o un medicamento, Mohandas pedía que le mandara muchos más litros de agua. Pero Raquella no podía ayudarle.
Decepcionado al ver que tenían la solución tan cerca, Mohandas dijo:
—Cada pequeño retraso es una nueva sentencia de muerte para esta gente, Raquella. Con la poca cantidad de agua que he extraído de tu ropa es casi imposible que haga los tests necesarios. ¿Cómo voy a aislar y sintetizar el componente que buscamos? —Su rostro se veía macilento y cansado, como el de ella, y Raquella se preguntó si dormiría alguna vez, por mucho que estuviera allá arriba, en su seguro laboratorio orbital—. ¿No puedes llevarnos a la fuente? ¿De dónde ha salido esta agua?
El amor y la admiración que sentía por él eran evidentes, y no habían disminuido… y sin embargo lo poco que había hecho ya era una gran traición. Ni siquiera se creía capaz de volver a encontrar el estanque. Desde luego, Jimmak no la iba a ayudar.
—Yo… no puedo, Mohandas.
Pero cada vez que oía los gemidos de los enfermos en las inmensas enfermerías de las cuevas, cada día, cuando veía las cifras de muertos, cuando notaba el hedor de las piras funerarias mientras los montones de cuerpos se quemaban en la meseta yerma de encima de la selva, su conciencia le pedía a gritos que hiciera algo.
Desde su regreso, un alto porcentaje de las hechiceras que aún estaban sanas —más de la mitad— había enfermado, como si sus sistemas inmunitarios hubieran cedido simultáneamente. Más desconfiada que nunca, Ticia Cenva se mostraba desafiante y hostil, como si quisiera demostrar que con su determinación y sus poderes lograría superar la peor de las epidemias.
Raquella no albergaba ningún sentimiento de animosidad contra la hechicera suprema, salvo por la forma en que trataba a su hijo. Aquella rigurosidad debía de haber sido muy útil a la comunidad en tiempos de la Yihad, cuando muchas mujeres de Rossak se sacrificaron para destruir a los enemigos cimek. Pero no le permitiría luchar contra la epidemia.
Mientras meditaba en todo esto, un pensamiento extraño pero inoportuno penetró en su mente. «Ahora que me he curado, Ticia me ve como una amenaza. Por eso no quiere que nadie esté conmigo. ¿Es que cree que quiero ponerme al frente de las hechiceras? Si yo culmino esto con éxito, para ella significará que ha fracasado».
Hasta la fecha, solo las mujeres nacidas en Rossak habían manifestado los poderes mentales que habían hecho famosas a las hechiceras. Nunca habían considerado a ninguna extraplanetaria digna de unirse a ellas. Y sin embargo Raquella había recibido una fuerte influencia del planeta, se había curado en el misterioso cenote, y la composición química de su organismo se había alterado incluso a nivel celular. Podía sentirlo, una metamorfosis mental que se había producido a raíz de su exposición al retrovirus mutado.
Esperaba que Mohandas Suk encontrara algo pronto, un suero, lo que fuera, pero que sirviera para salvar a las enfermas más graves.
Al mirar a Jimmak, vio que el joven la miraba con la misma adoración con que un niño mira a su madre. Era una sensación curiosa. Aquel joven retrasado había hecho tanto por ayudarla… había corrido un grave riesgo por ella.
Aquel pensamiento la entristeció. «Tengo que asegurarme de no perjudicarle con mis actos».
Raquella vio las luces de aterrizaje de una lanzadera que descendía sobre la extensa zona pavimentada de las copas de los árboles. Reconoció la configuración, y el corazón se le llenó de emoción: era un transporte de la HuMed.
—Tengo que salir a recibir al doctor Suk.
Jimmak le sonrió, feliz, ajeno a la indecisión que atenazaba a Raquella.
—¿Necesita ayuda?
—No, quiero que vuelvas con los Defectuosos y les preguntes si no quieren reconsiderar su decisión. El agua del cenote podría salvar a tantas…
La expresión alarmada de Jimmak fue como si le clavaran un cuchillo en el corazón.
—¡No lo harán!
Ella le oprimió el hombro, en un gesto de compasión.
—Por favor, inténtalo. Por mí. —Y, al tocarlo, con disimulo le colocó un minúsculo localizador en la tela de su camisa ancha y sucia. Cuando Jimmak corriera a la selva, la señal de aquel pequeño artilugio le permitiría localizar el cenote.
El joven se fue corriendo.
Con el corazón apesadumbrado, Raquella salió apresuradamente a la misteriosa noche de Rossak, caminando sobre la bóveda de polímero esponjoso de las copas de los árboles. Las luces de la zona de aterrizaje les conferían un intenso resplandor amarillo. Ninguno de los habitantes de Rossak salió a recibir la lanzadera; con la epidemia todos los procedimientos habían quedado suprimidos.
Cuando la cámara presurizada de la nave cerró el ciclo y se abrió la escotilla, apareció un hombre con un traje anticontaminación blanco y verde adornado con la cruz púrpura de la HuMed. Por los movimientos, Raquella supo enseguida que se trataba de Mohandas. Llevaba un contenedor sellado en las manos y, al verla, le hizo señas, sonriendo desde detrás del panel facial del traje. A pesar de lo aparatoso del traje, Raquella veía su expresión de entusiasmo.
—Es una nueva vacuna… promete mucho. Pero si no encontramos más de esa agua milagrosa tuya no habrá suficiente.
Raquella apartó la mirada.
—Yo… eso podría cambiar muy pronto. —Al mirar a aquellos oscuros ojos marrones, vio esperanza y entusiasmo. Le habría gustado besarle, volver a órbita y pasar un día abrazada a él, sintiéndolo junto a ella en su camarote del
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. Pero eso no sería posible. No hasta que la epidemia acabara.
—Quizá no sea lo bastante pronto. Raquella, debemos probarlo todo. Me he puesto en contacto con la hechicera suprema y ha accedido a ayudarnos a administrar esta vacuna de prueba.
Raquella vaciló, perpleja.
—¿Ticia ha accedido a ayudarnos?
—Quiere administrar la vacuna personalmente. —Mohandas hablaba con autoridad—. Supongo que es por cuestiones políticas. No quiere perder protagonismo.
A Raquella no le sorprendía. Cogió el contenedor con los viales.
—Te avisaré si funciona.
—Hay suficientes para una docena de pacientes —dijo él—. Pero estoy listo para lanzarme a la producción a gran escala en el laboratorio de la nave. No podemos esperar…
Ticia Cenva salió en ese momento de la entrada a las cuevas y avanzó sobre la bóveda de la selva, acompañada por tres hechiceras con túnicas negras.
—Yo llevaré eso. Aquí soy yo quien manda.
Raquella no quería contrariar a aquella mujer explosiva.
—La ayudaré a administrar las vacunas. Puede que esta sea nuestra mejor oportunidad. —«Hasta que encuentre el cenote y sus aguas curativas».
—No necesitamos tu ayuda. —Un destello de hostilidad apenas disimulada apareció en los ojos de Ticia.
—Eso me dice desde hace semanas. —Raquella trató de evitar que su voz delatara su nerviosismo—. Pero ya vio los síntomas… mi caso solo podía tener un desenlace fatal. Estaba en la fase final de la enfermedad, una fase de la que nadie ha regresado. Soy la única.
—Quizá su recuperación sea solo temporal. —La mujer alta y pálida cogió los viales y saludó a Mohandas, que estaba ante su lanzadera, con un gesto escueto de la cabeza—. Si este suero funciona, espero que abandonarán Rossak lo antes posible.
Ticia y las otras mujeres volvieron hacia la entrada. Raquella suspiró, pero seguía teniendo esperanza. Si otra cosa no, sin saberlo Jimmak pronto les llevaría hasta el cenote.
Cuando los demás esperan lo imposible de un hombre, este debe redefinir sus objetivos y labrarse su propio camino. De este modo, al menos habrá alguien satisfecho.
M
AESTRO DE ARMAS
I
STIAN
G
OSS
Habían pasado veinte años desde que el grueso de las fuerzas robóticas había sido destruido, y la demanda de mercenarios de Ginaz había caído en picado. Durante siglos, los centros de entrenamiento del archipiélago habían formado a los mejores guerreros, con especial hincapié en la lucha contra robots de combate. Y, aunque ninguno de los mercenarios se quejaba porque la Yihad de Serena Butler se hubiera acabado, la mayoría no sabían qué uso dar a sus habilidades.
Istian Goss tenía sus cicatrices, como el que más, pero estaba relativamente intacto. Conservaba su espada de impulsos, pero ya no había enemigos mecánicos contra los que usarla. Así que, en vez de eso, se había dedicado a ayudar a los refugiados humanos a recuperarse de la plaga, yendo de un mundo a otro, utilizando su fuerza física y sus conocimientos para ayudar a reconstruir las colonias.
Los mundos de la Liga apenas tenían un tercio de su población original. Se animaba a las familias a que tuvieran muchos hijos para que la humanidad pudiera volver a prosperar, pero, sencillamente, no había una fuerza de trabajo lo bastante importante para mantener los niveles de agricultura e industria del pasado. Todo el mundo debía trabajar el doble que antes.
Muchos linajes nobles se habían extinguido, y nuevos centros de poder empezaron a emerger conforme los ambiciosos supervivientes creaban nuevos imperios y se proclamaban nuevos nobles. Y como nobles, exigían sus derechos y privilegios. Dado que el Parlamento de la Liga tenía muy pocos representantes, ni siquiera las familias más antiguas y rancias podían quejarse legítimamente por los cambios en la estructura de poder.
Cinco años antes, Istian Goss había vuelto a Ginaz para hacer de instructor. Aunque llevaba el espíritu de Jool Noret en su interior, sabía que no había logrado nada digno de hacer para que su nombre destacara en los libros de historia. Él no se había puesto en evidencia como los detestados tlulaxa, o como Xavier Harkonnen, pero tampoco se había distinguido de ningún modo. Nadie dijo nunca que esperaba más de Istian Goss, pero él se sentía decepcionado. Habría preferido empezar con un disco en blanco, como su amigo, el malogrado Nar Trig. Al menos así no habría sentido aquel peso sobre sus hombros, y hasta puede que hubiera logrado destacar en algo.
Cuando la Yihad se dio oficialmente por terminada, en la Liga, la civilización y la sociedad cambiaron de formas insospechadas. El uso de los escudos Holtzman se había generalizado tanto que, en la actualidad, cualquier personaje mínimamente importante llevaba su escudo personal para protegerse de criminales, asesinos y accidentes. Esta práctica convirtió las armas proyectiles y las arrojadizas en algo prácticamente obsoleto.
Contra un adversario que llevara un escudo personal, el único método efectivo de combate era la destreza en el manejo de una daga o un espada corta. Estos objetos podían atravesar el campo protector solo si se movían lo bastante despacio, así que, para poder aprovechar este pequeño defecto, surgieron nuevos estilos de combate con cuchillo y espada.
Chirox, el mek de combate, modificó su programación estándar y junto con Istian Goss creó un programa para formar a maestros de armas que pudieran ser contratados como asesinos o guardaespaldas por nobles que se sintieran amenazados. Sí, los mercenarios ya no tenían que enfrentarse a hordas de robots de combate, pero no permitirían que sus valores o su nivel de exigencia bajara. Los que se graduaban como maestros de armas seguían siendo los mejores de la Liga.