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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (70 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Aunque seguía con la pistola en una mano, con la otra Thurr levantó una pequeña caja translúcida. Abulurd reconoció uno de los contenedores de seguridad del laboratorio. Había abierto el sello y la cerradura estaba rota. Con el dedo, Thurr abrió la tapa.

—Es una pena que solo hayas dejado a doce de mis hambrientos amiguitos intactos… pero seguro que con doce basta para acabar el trabajo.

Una vez activados, aquellos artefactos minúsculos y voraces empezaron a zumbar y empujarse entre ellos. Thurr arrojó la caja contra Abulurd, y esta rebotó contra el escudo. Los bichitos mecánicos echaron a volar como zánganos furiosos. Abulurd retrocedió, buscando donde esconderse, pero los devoradores mecánicos se dispersaron y le persiguieron.

Thurr, que se había pegado contra la pared y se ocultaba entre las sombras y las formas confusas del material de laboratorio, observaba y reía entre dientes.

Los bichitos giraban y giraban en el aire, reconociendo la sala, e identificaron la figura de Abulurd como el objetivo disponible más claro. Salieron tras él, con sus pequeñas mandíbulas cristalinas vibrando, listas para machacar la carne.

Una de las pirañas chocó a gran velocidad contra la barrera invisible del escudo personal y rebotó. Las otras se dieron la vuelta y se acercaron más despacio, tanteando. Abulurd sabía que no tardarían en descubrir la forma de penetrar en el campo de energía del escudo.

Cuando estaba retrocediendo hacia una de las mesas donde trabajaban sus ingenieros, bajó un momento la vista y vio su salvación: el prototipo que había dejado en la mesa de trabajo. Lo cogió y activó el campo distorsionador.

Aquel artefacto tan rudimentario no inutilizaría los diminutos motores de los devoradores, pero lo hizo invisible para sus pautas de discriminación. Los bichitos mecánicos empezaron a zumbar, volando en círculos, confundidos, y ampliaron su campo de acción, buscando a aquella víctima que había desaparecido sin más ni más.

A modo de prueba, Abulurd sostuvo en alto el distorsionador y dio dos pasos hacia el centro de la habitación. Los bichitos no reaccionaron. Sus mandíbulas seguían girando y girando, y sus motores levitatorios les hacían seguir trayectorias aleatorias, pero no le veían.

Molesto por aquella interferencia, Thurr preguntó con tono exigente:

—¿Qué has hecho? ¿Cómo…?

De pronto, los bichitos le vieron. Modificaron su rumbo y volaron hacia su creador. Thurr echó a correr y activó su escudo personal. La docena de pequeños asesinos zumbaban a su alrededor y se lanzaban contra el campo de energía una y otra vez, como pájaros carroñeros picoteando un cadáver. Abulurd aprovechó para activar los mecanismos de seguridad del laboratorio. Las puertas de la cámara se cerraron herméticamente, y una señal de alarma llegó directamente a las fuerzas de la ley, aunque con la chusma de Rayna por las calles, dudaba que nadie acudiera en su ayuda.

—Has creado tu propio fin, Yorek Thurr.

Uno de los devoradores penetró lentamente por la barrera indistinta del escudo personal del traidor. Una vez dentro de la zona de protección, se lanzó salvajemente contra su objetivo. Enseguida mostró el truco para penetrar el escudo a sus once compañeros y estos se acercaron lentamente, hasta que todos estuvieron dentro.

Los bichitos atacaron el cuerpo de Thurr, clavando sus mandíbulas mecánicas en sus brazos, su cuello, sus mejillas. El daba manotazos inútilmente, gritaba, se retorcía. Y aunque los boquetes que le habían abierto en el hombro y el costado no dejaban de sangrar, más que asustado por su muerte inminente, parecía algo furioso.

Una de las maquinitas asesinas le rodeó la cabeza y le abrió literalmente la tapa de los sesos, dejando al descubierto el hueso de cráneo. Otras le atacaron el estómago y penetraron en el muslo. Una de ellas salió de la caja torácica, cubierta de sangre, masticando todavía con sus dientes artificiales, dio una vuelta en el aire y volvió a zambullirse para otro festín, sin dejar de escupir pedacitos de carne como una trituradora.

Thurr aullaba. Cayó de rodillas y en un gesto de desesperación logró coger una de aquellas bolas plateadas al vuelo con la mano. Y, mientras miraba, el bichito se abrió paso a través del puño cerrado a bocados y le cortó los nudillos. Los dedos se le cayeron.

Abulurd contemplaba aquel espectáculo espeluznante horrorizado, pero no dejó de recordarse que aquel hombre había traicionado a la humanidad y era responsable de la muerte de miles de millones de personas, y además había manchado la memoria de Xavier Harkonnen. Eso le ayudó a endurecer su corazón mientras oía los gritos.

Solamente había doce bichitos, así que tardaron varios minutos en destrozarlo físicamente lo bastante para causarle la muerte. Pero incluso cuando Thurr cayó y dejó de sacudirse, los bichitos le perforaron el cráneo y luego empezaron a buscar una nueva víctima. El distorsionador de Abulurd evitó que le vieran. Al final, los devoradores volvieron al cuerpo de Thurr y siguieron mutilándolo.

Abulurd no podía apartar la mirada. Dejó que las pirañas siguieran con su espantosa carnicería hasta que no quedó nada del traidor. Finalmente, cuando sus limitadas fuentes de energía se agotaron, cayeron al suelo como fervorosas piedrecillas con colmillos.

Y cuando al rato llegaron tres guardias pálidos y con aire acelerado en respuesta a la señal de emergencia que Abulurd había accionado, vieron horrorizados la masa de carne que yacía en el suelo, como despojos en una carnicería.

—Sé que no es una prioridad en medio de tantos disturbios —les dijo Abulurd—. Pero este es el asesino, el hombre que mató al Gran Patriarca Xander Boro-Ginjo.

—Pero… ¿quién era? —preguntó uno de los guardias.

Abulurd lo pensó mucho antes de contestar.

—Nadie a quien valga la pena recordar —contestó al fin.

88

La droga de Rossak es solo uno de los caminos al infinito. Hay otros… y uno, todavía no descubierto, que es el más grande de todos.

R
EVERENDA MADRE
R
AQUELLA
B
ERTO
-A
NIRUL

Todas las hechiceras a las que se aplicó la vacuna de prueba del doctor Suk murieron. Aquella tasa total de muertes sorprendió a Raquella. Con una voz cada vez más estridente, la hechicera suprema lo calificó como una nueva demostración de la incompetencia de los investigadores de la HuMed, que habían impuesto su ayuda a la gente de Rossak.

Ticia Cenva atendió a las pacientes personalmente, y se negó a permitir que Raquella siguiera «torturándolas». Hizo que una de sus hechiceras enviara muestras al laboratorio del doctor Suk, pero incluso después de realizar los análisis Suk no entendía por qué la vacuna había resultado tan mortífera. En el peor de los casos, tenía que haber sido ineficaz, y punto.

Raquella empezaba a preguntarse si en aquello no habría intervenido algún otro elemento —¿Ticia Cenva?— de forma decisiva.

La hechicera suprema, como un buitre con su túnica negra, miró con el ceño fruncido a las seis fallecidas, como si le desagradara su expresión de agonía. Y dirigió su ira contra Raquella.

—Tus esfuerzos son inútiles. Cualquier necio vería que no nos estáis ayudando.

—¿Y qué quiere que haga? ¿Que me quede mirando cómo se mueren con los brazos cruzados?

—Parece que es lo que mejor haces.

—Al menos lo hemos intentado.

Ticia no parecía interesada.

—Las más fuertes sobrevivirán, y las débiles tendrán el destino que merecen. Así es como ha funcionado siempre el proceso de selección genética en Rossak. Y por eso echamos a los Defectuosos a la selva. Los que no estén preparados para afrontar los desafíos del universo perecerán. Con nuestro almacén de ADN podemos conseguir sustitutas en cuanto escojamos las características más deseables.

Raquella miró a su alrededor, vio la cantidad apabullante de pacientes que había allí, aspiró el hedor de la enfermedad. Era de noche, y la mayoría dormían, o puede que hubieran muerto.

—Las muestras genéticas no pueden sustituir a las amigas que perderás si rechazas nuestra ayuda.

Para ese entonces, la mayor parte de la población había quedado expuesta al retrovirus. A bordo del
Recovery
, Mohandas seguía sin identificar el elemento clave de la muestra de agua del cenote, y por tanto no podía reproducirlo. Necesitaba más muestras.

Dado que todas las vacunas de prueba habían resultado fatales, Raquella no tenía elección. El pequeño localizador que le había puesto a Jimmak le había mostrado dónde encontrar el cenote. Y cuando los técnicos y las hechiceras tuvieran acceso al agua, podrían curar a todos los enfermos y salvar a la población.

Los Defectuosos lo pagarían caro. Hasta puede que los mataran. Pero había muchas otras personas en Rossak, y no podía seguir justificando su silencio. Su deber estaba muy claro.

Cansada y agotada por aquella terrible decisión, Raquella se acostó para dormir un poco. Al día siguiente, dirigiría una expedición al cenote para coger aquello que tan desesperadamente necesitaban.

Bajo el débil resplandor ámbar de los paneles de luz, una mujer ataviada con una túnica negra avanzó entre los enfermos. Hacía semanas que se habían quedado sin camas, y muchos dormían en el suelo, acurrucados con una manta.

La mujer trataba de luchar contra los efectos cada vez más acusados de la enfermedad. Utilizaba cada fibra de sus poderes mentales para contener los síntomas, y aun así podía sentirla en su interior, sabía que estaba ahí. Por más que lo negara, por más especia que consumiera, cada músculo de su cuerpo lo proclamaba a gritos.

Pero Ticia Cenva tenía una misión, tenía algo que hacer.

Al entrar en una sala adyacente, se detuvo y trató de controlar su respiración agitada para no hacer ruido. Aquella era la sala de los médicos, de las enfermeras y el personal de la HuMed. Se detuvo junto a una cama en la sección de mujeres, una de una larga hilera de camas. Raquella Berto-Anirul dormía el profundo sueño del agotamiento, tumbada de costado, y respiraba rítmicamente. Ticia entrecerró los ojos y sintió la energía aumentar en su mente, un poder destructivo que había contenido durante mucho tiempo. Como hija de la gran Zufa Cenva, siempre había estado preparada para sacrificar su vida en una llamarada final de gloria, pero hasta ese momento no había tenido ocasión de hacerlo. Era débil, un fracaso… un arma sin usar que ya no tenía ningún propósito. En su interior, unas voces insidiosas la llamaban cobarde, y jugaban con el sentimiento de culpa que le producía seguir con vida.

La plaga de Rossak estaba matando a su gente y ella no podía hacer nada. La ira y la determinación eran lo único que la ayudaban a seguir adelante. Con el cuerpo rígido, Ticia miró a la mujer que odiaba. Raquella creía que podía llegar sin más y demostrar lo simples, débiles e inútiles que eran las hechiceras. Y eso no podía permitirlo.

Los pacientes más débiles morirían, era el precio que había que pagar para que las líneas genéticas de Rossak se conservaran fuertes. Todo estaba registrado, documentado, almacenado en ordenadores ocultos que llevaban un registro de ADN. Incluso si la vacuna del doctor Suk hubiera funcionado, eso solo habría retrasado lo inevitable y los supervivientes habrían quedado tocados para siempre. No soportaba pensar que su gente era tan débil que no podían sobrevivir sin ayuda exterior. Mejor morir y dejar que la historia culpara a aquellos médicos metomentodos que reconocer que no era una líder perfecta.

Vagamente, la hechicera suprema reconocía que entre los síntomas de la primera fase de la enfermedad estaban el pensamiento irracional, la paranoia y la agresividad. Pero la enfermedad había dado sus primeros pasos por su cuerpo muy lentamente, frenados por sus propios fuegos mentales, y en ningún momento se le ocurrió cuestionarse sus motivos. La culpabilidad y el resentimiento que sentía le parecían algo totalmente normal.

Cuando se inclinó sobre la figura de Raquella, Ticia supo que debía actuar con rapidez. Nadie sabía que estaba allí, ni que había enfermado. Pero Ticia tenía una cosa que hacer antes de que los fuegos de la plaga la consumieran. Se sentía la piel caliente y sudada, por la fiebre y por el esfuerzo de caminar.

Se metió una mano en la túnica oscura, sacó un pequeño frasco con dosificador y retiró el tapón. Raquella respiraba profundamente, con los labios ligeramente entreabiertos. Con dedos temblorosos, Ticia manipuló el dosificador y cogió unas gotas de aquel líquido aceitoso y viscoso. El olor era fuerte, amargo, nada que hiciera sospechar sus efectos mortíferos.

Muchos años antes, Aurelius Venport y sus exploradores habían descubierto aquella toxina increíblemente fuerte, una sustancia tan mortífera que la bautizaron simplemente con el nombre de «droga de Rossak». Fuera del negocio de los asesinos, no tenía ninguna aplicación legal. Ni existía ningún antídoto conocido. Una vez administrada, resultaba siempre fatal, por muy pequeña que fuera la dosis.

Raquella se giró ligeramente, ladeó la cabeza y abrió los labios un poco más. Como si quisiera cooperar.

Ticia no desaprovechó la ocasión y dejó caer unas gotas de líquido en la boca de aquella detestable mujer. El veneno penetró con suavidad, sin trabas, igual que cuando envenenó a las pacientes con las que el doctor Suk probó sus vacunas. Y ahora todos creerían que les habían dado falsas esperanzas, que la inesperada recuperación de Raquella solo había sido una ilusión y que al final una recaída la había matado.

Le estaba bien empleado por alardear delante de las hechiceras. Nunca tendría que haber ido allí.

Cuando ya estaba en la entrada, Ticia oyó que Raquella despertaba con un sobresalto, tosiendo y escupiendo, tratando ya de combatir el efecto de la droga de Rossak. No importaba. Ya nada podría cambiar su destino. La hechicera suprema desapareció entre las sombras.

La mente de Raquella enseguida dio un respingo por el sabor amargo que notó en la boca. El sabor de la muerte. Su conciencia adormecida le habló de las gotas que notaba en los labios, tan distintas del agua curativa del cenote donde Jimmak la había llevado. Aquello había sido un bautismo de vida. En cambio esto era totalmente distinto. Un bautismo de muerte.

Veneno.

Estaba perdida, y su mente empezaba a caer en la inconsciencia. De pronto, una intensa luz apareció en su mente, y le mostró una nueva forma de contraatacar, un arma que no sabía que tenía. Al pasar por la plaga, su cuerpo se había transformado, tras asimilar la incomprensible mezcla de sustancias químicas del entorno. Ahora Raquella tenía unas capacidades inesperadas y nuevos recursos en sus propias células.

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