El Culto a Serena tenía muchos más seguidores de los que Faykan Butler sospechaba. En aquellos momentos, Rayna avanzaba a la cabeza de la muchedumbre, con su prístina túnica blanca y la luz del sol naciente bañando la piel clara de su rostro. Debía de parecerse bastante a la luminosa imagen de Serena que había visto hacía tantos años, cuando estaba delirando por la epidemia.
Cuando empezó, el sonido de cristales rotos, metal y gritos de triunfo fueron como una sinfonía para sus oídos. Aquel movimiento primario avanzó imparable por las avenidas medio vacías y los complejos residenciales. Algunos hombres y mujeres trataron de defender sus casas y sus comercios. Aunque Rayna había dado instrucciones explícitas para que no se hiciera daño a inocentes, para los cultistas cualquiera que se resistiera dejaba de ser inocente.
La chusma avanzaba asesinando sin reparos, cada vez más encendida. Algunos ciudadanos huyeron, asustados, abandonando sus casas y negocios. Otros, dejándose llevar por aquel fervor, juraron lealtad al Culto a Serena. Las filas del movimiento de Rayna crecían y crecían, y la destrucción seguía.
La guardia de Zimia apareció y trató de responder de forma efectiva. Pero muchos de sus miembros secretamente ya formaban parte del Culto.
Rayna siguió avanzando al frente de la procesión, en dirección al edificio del Parlamento, con una sonrisa beatífica en el rostro. Cuando se acercaban a aquella inmensa estructura por las calles embaldosadas y llegaron a la plaza, con sus elegantes fuentes y estatuas, a Rayna le decepcionó ver que Faykan no salía a hacer frente a la situación. Por lo visto, el virrey había preferido ausentarse convenientemente por otros asuntos. Quizá después de todo sí que tenía infiltrados entre los suyos.
Pero ni siquiera Faykan Butler habría podido contener aquella marea.
La escasa línea de guardas vaciló y se dispersó cuando vio la avalancha furiosa de gente que se les echaba encima. Los políticos y los representantes de la Liga huyeron de la cámara por las alas laterales del edificio y salidas traseras.
Con cierta sorpresa, Rayna vio cinco valientes figuras salir del edificio, cinco hombres con túnicas amarillas. Uno de ellos llevaba un contenedor cerebral translúcido, como si fuera una reliquia sagrada. Otros dos llevaban un pedestal.
Rayna los miró, sin detenerse. El sol la deslumbraba, pero reconoció enseguida al último de los pensadores de la Torre de Marfil. El impulso de la muchedumbre que tenía a su espalda era demasiado poderoso para contenerlo, así que empezó a subir los escalones amplios y bajos sin aminorar el paso.
Los subordinados dejaron el pedestal en el suelo y colocaron encima el contenedor del pensador. Cuando conectaron el simulador, la voz de Vidad salió como un trueno.
—¡Apelo a tu humanidad! Ten un poco de sentido común. Piensa bien lo que haces.
Rayna gritó en respuesta, con voz clara:
—Llevo años pensando lo que hago, pensador Vidad. He recibido la inspiración directa de Dios, una clara visión de la mismísima santa Serena. ¿Quién puede cuestionarlo?
—Hace tiempo yo hablé con Serena en persona. No haces bien al deificarla. Solo era una mujer.
Los cultistas gruñeron. No les gustó que dijera que su santa patrona solo era una persona.
Rayna subió otro escalón.
—Los pensadores de la Torre de Marfil negociasteis una paz absurda con las máquinas, en unos términos tan ridículos que santa Serena tuvo que morir para que todos viéramos la verdadera naturaleza del demonio Omnius. —Su voz seguía sonando extrañamente tranquila—. Tú fuiste el judas, Vidad. Esta vez no te escucharemos. Aprendimos bien de nuestro error, y ahora debemos luchar.
—Utiliza tu cabeza y piensa —dijo el pensador—. ¿De verdad serás superior a Omnius si utilizas la violencia contra tus compañeros humanos en nombre de la pureza? Las máquinas que estás destruyendo no te pueden hacer daño. Sé objetiva. Debes…
—Está defendiendo a las máquinas —gritó alguien entre la multitud—. ¡Y es igual que un cimek! Cimek, pensadores… ¡son todos máquinas pensantes!
Los gritos y los rugidos iban subiendo de tono. Rayna seguía subiendo los pulidos escalones.
—Estamos hartos del pensamiento frío y racional, Vidad. Eso es más propio de las máquinas. Nosotros somos humanos, con corazones, pasiones, y debemos completar esta dolorosa purga que Dios y santa Serena nos han encomendado. No te interpondrás en nuestro camino.
A su espalda, la chusma encendida gritaba, agitando palos y garrotes, avanzando hacia el edificio.
Los subordinados de Vidad trataron de mantenerse firmes, pero en el último momento dos de ellos cedieron y huyeron envueltos en el revoltijo amarillo de sus túnicas, mientras los otros tres trataban en vano de proteger al vulnerable pensador en su pedestal. En medio del griterío, Vidad seguía pidiendo sentido común, pero la voz de su simulador no tardó en desaparecer bajo el ruido.
Rayna se detuvo ante el pensador, pero sus fervientes seguidores siguieron adelante. Alguien golpeó accidentalmente la columna y el contenedor cerebral se tambaleó. Luego, otros la empujaron a propósito. El pesado contenedor cayó contra los escalones de piedra y se agrietó. Rodó y rebotó, en medio de los gritos de alegría de la gente, que corrió detrás de él y lo golpeó con sus palos, hasta que se rompió.
Rayna pensó en detenerlos, pero entendía demasiado bien lo que estaba pasando. Los fanáticos veían a los pensadores como un anatema, igual que los titanes: cerebros sin cuerpos que se mantenían con vida gracias a una tecnología infernal. El espeso electrolíquido se derramó por el suelo, como sangre.
Finalmente, Rayna se volvió y entró con sus fieles en el edificio del Parlamento.
La justicia debe ser imparcial, pero el sentido de la justicia es algo muy personal.
B
ASHAR
A
BULURD
H
ARKONNEN
,
diarios privados
Mientras los fanáticos seguidores de Rayna marchaban por las calles, desde un retiro seguro, el virrey Faykan Butler declaró la ley marcial. Pero la guardia de Zimia no era lo bastante numerosa para restablecer el orden. No habría forma de controlar a aquella gente, a menos que se autorizara una matanza con todas las armas disponibles.
La Liga de Nobles conservaba importantes archivos electrónicos. Aunque los datos de estos archivos no se habían procesado mediante programas de inteligencia artificial o tecnológicos —una sutil distinción que mucha gente no reconocía—, para Rayna la sola presencia de sistemas informatizados era como una espina en su corazón. La plaga demoníaca ya había sumido a la Liga en la confusión, y durante aquellos momentos de pánico, se perdió mucha información científica y militar, así como registros familiares y documentos históricos. Y ahora Rayna quería ampliar el alcance de esa purga.
Los archivos de miles de años acabaron en las hogueras, una catástrofe mayor que la de la destrucción de la biblioteca de Alejandría en la Vieja Tierra. Si aquello continuaba, sin duda la raza humana se enfrentaría a una extensa época oscura, y eso si lograba recuperarse.
Por supuesto, no todos los archivos eran exactos, pensó Abulurd Harkonnen. Quizá si los falsos registros históricos se destruían, sería más fácil restituir a su abuelo Xavier Harkonnen al lugar que le correspondía como héroe de la Yihad en la Historia.
Abulurd no deseaba convertirse en objetivo de la chusma, así que se quitó su uniforme de bashar y se puso ropa de civil. De haber pensado que serviría de algo, se habría echado a la calle con su cuchillo. Pero los seguidores del Culto a Serena estaban dispuestos a sacrificarse. Un hombre solo jamás habría podido con ellos.
Eso sí, esperaba poder defender su laboratorio.
Cuando llegó a las instalaciones, después de la puesta de sol, una parte de los edificios que rodeaban la mansión administrativa del Gran Patriarca estaba en llamas. Pero el edificio del laboratorio no tenía ningún tipo de distintivo y, por el momento, seguía intacto. Abulurd se sintió aliviado y a la vez decepcionado al ver que ninguno de sus científicos e ingenieros había acudido a defender su trabajo. Quizá estaban en sus casas, protegiendo a sus familias.
Cuando entró, selló los registros y los resultados de las pruebas sobre los bichitos mecánicos. En el laboratorio, el prototipo de distorsionador que habían desarrollado seguía sobre la mesa de trabajo, después de haber pasado por varias pruebas finales. Tendría que reprender a su equipo por no haber guardado adecuadamente aquel valioso material: de haber entrado, los cultistas lo habrían encontrado y destrozado fácilmente.
Antes de que pudiera guardar el distorsionador en su sitio, Abulurd oyó algo en la sala de análisis. Contuvo el aliento y escuchó. Quizá después de todo, alguno de los ingenieros había vuelto para vigilar. Dejó el prototipo en la mesa y se acercó con cuidado. No habían encendido las luces. Las sombras eran alargadas, y a juzgar por el sonido, los movimientos del intruso parecían cautos y apresurados. No, no era un ingeniero. Era alguien que no debía estar allí. ¿Un martirista?
Tras detenerse un momento para activar su escudo personal, por si acaso, Abulurd encendió las luces de la sala a su intensidad máxima.
La luz deslumbró al intruso, que se protegió los ojos con la mano y se movió como un lagarto sobre una roca que quema. Lanzó dos rápidos disparos con una pistola maula, pero el escudo de Abulurd detuvo los proyectiles. El hombre se escabulló, y se ocultó tras una mesa con instrumentos de laboratorio. Abulurd vio su piel cetrina, su calva, las mismas facciones que había visto en los archivos. Era el hombre al que había estado buscando.
Abulurd se sacó la pistola chandler del cinto y con la otra mano cogió su daga ceremonial. Mientras tuviera el escudo activado, no podría disparar las agujas de cristal de la pistola, pero de momento no se atrevía a desactivarlo.
—Sé quién eres, Yorek Thurr.
El intruso rió, pero en su voz había un cierto nerviosismo.
—¡Por fin, mi fama me precede! Ya era hora.
Abulurd se agachó y dio un rodeo.
—Me alegra que podamos vernos cara a cara. El equipo de investigación de la Liga dudaba que pudieras seguir con vida después de tantos años, pero yo sabía que estaban subestimando tus capacidades.
Abulurd había estudiado las imágenes históricas del comandante de la Yipol y la imagen que tenían del asesino del Gran Patriarca mediante técnicas comparativas, y no tenía ninguna duda sobre su identidad. Luego, cuando entregó su análisis al escéptico de su hermano, Faykan le prometió estudiar el tema, pero evidentemente se lo había tomado tan en serio como la investigación para limpiar el nombre de Xavier Harkonnen.
En sus investigaciones, Abulurd había recurrido a sus contactos personales para analizar los registros de llegadas a Salusa Secundus, y estuvo comprobando los antecedentes de los refugiados a través de su documentación. Encontró varias imágenes de reconocimiento de alguien que se parecía sorprendentemente al comandante medio olvidado de la Yipol, pero luego la pista se perdía. Y, aunque la Liga había puesto en marcha un amplio dispositivo para atrapar al asesino de Xander Boro-Ginjo, dejaba mucho que desear.
—Todo el mundo ha estado buscando al asesino de Xander Boro-Ginjo —dijo Abulurd—, pero solo yo te buscaba a ti. Y ahora, en medio de todo el tumulto que reina en las calles, tú sólito has venido a mí, como un regalo.
El rostro curtido de Thurr aparentaba al menos medio siglo menos de su verdadera edad, había quedado congelado en los inicios de la vejez. El hombre sonreía con despreocupación, y parecía disfrutar del enfrentamiento.
Bajo la luz chillona del centro de investigación, Thurr siguió sujetando su pistola maula, aunque no servía de nada contra el escudo de Abulurd. El también llevaba uno, pero no lo había activado. Por lo visto, prefería utilizar libremente su arma.
—¿A qué debo el honor de esa obsesión que tienes conmigo, jovencito? —preguntó Thurr—. Tal vez podrías ayudarme en mis planes. ¿No te gustaría formar parte de la historia? —Se movía como una pantera acechando a su presa.
—Ya has utilizado a demasiada gente. —Abulurd cuadró los hombros—. Mi abuelo era Xavier Harkonnen, un héroe de la guerra contra las máquinas, y tú destruiste su reputación. Manipulaste la verdad y ensuciaste el honor de mi familia.
—Sí, pero fue por una buena causa, ¿es que no lo ves?
—No, no lo veo. —Abulurd se acercó más, sin soltar su daga, porque podía utilizarla incluso con el escudo activado—. ¿Por qué has venido a mi laboratorio?
—¿No es aquí donde teníais guardados los pocos ejemplares que quedan de mis adorables mascotas mecánicas? Los devoradores que ayudé a crear cuando estaba en Corrin.
Thurr arqueó las cejas con regocijo. Los registros históricos lo describían como un hombre frío, inteligente e implacable, pero la mirada feroz de sus ojos tenía una agudeza distinta, como si algo se hubiera torcido irremisiblemente en su cabeza. Seguía siendo tan perverso y maquinador como siempre, pero parecía estar perdiendo el juicio.
—Oh, mi trabajo con Omnius ha tenido importantes repercusiones, mucho más que nada de lo que hice como comandante de la Yipol. Pero incluso en aquella época, yo ya colaboraba con Omnius, que me aplicó este maravilloso tratamiento de extensión vital. Oculté muchos secretos relevantes a las máquinas, desde luego, pero aun así, no dejé de lanzar pistas falsas para el Gran Patriarca Ginjo y sus devotos, tan vehementes como engañados.
»Todo habría sido perfecto si su viuda me hubiera dado lo que me correspondía. Eso habría sido la guinda para mi carrera gloriosa. ¡La inmortalidad histórica! Pero cuando me arrebataron esa posibilidad, no me quedó más remedio que hacer otras cosas memorables. Los pequeños bichitos hambrientos no fueron más que un experimento que ideé cuando estaba aburrido por mi cautiverio interminable en Corrin. En cambio el retrovirus fue mucho más devastador. ¿No te parece?
—No puedo entender tanta maldad —dijo Abulurd.
—Eso es que te falta imaginación.
Abulurd apretó la empuñadura de su daga: quería matar a aquel hombre antes de que confesara más atrocidades.
—¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Tienes remordimientos y necesitas sacarte ese peso del corazón?
—No seas ridículo. Después de todo lo que he hecho, creo que tengo derecho a presumir un poco, ¿no crees? Además, pienso matarte de todos modos, así que antes me quiero dar el gustazo.