La biblia bastarda (26 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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—Perfecto pues, profesor. Me alegro de haber contribuido a la historia con mi modesta aportación —dijo el zar sonriendo—. Por cierto, he pensado en hacer una edición especial de nuestro «Aleph» con motivo de la celebración de los mil años de la monarquía en Rusia, que se cumplirán en 1862. Tiene usted veintisiete meses para elaborar el mejor facsímil que haya conocido la cristiandad. Hemos de hacer suficientes copias para compartir este excepcional documento con las principales bibliotecas del mundo para mayor gloria de Nuestro Señor y, ¿por qué no?, para demostrar el poderío cultural del Imperio ruso. Le facilitaremos acomodo y todo lo que usted y su familia necesiten para que pueda instalarse aquí, en San Petersburgo, y llevar a cabo esta tarea. Tendrá asignado un presupuesto especial, por supuesto.

Von Tischendorf buscó rápidamente una salida amable para no ofender a la persona más poderosa de Europa. Lo que el profesor deseaba era volver a Sajonia y seguir trabajando desde allí sin necesidad de pasar dos inviernos en la capital imperial.

—Majestad —dijo en tono cauto—, con el debido respeto, yo le sugeriría que mi ayudante, el experto español en lenguas Francisco Pérez, se quede aquí en San Petersburgo para llevar a cabo los trabajos que sean necesarios —el aludido agachó la cabeza con los ojos cerrados para dar su consentimiento— y, mientras tanto, yo podría seguir mis investigaciones sobre el códice y sus múltiples enigmas en la Universidad de Leipzig, e incluso acercarme a otras bibliotecas donde podría recabar la información que necesito. Sin ir más lejos, quisiera comprobar en Roma si el Códice Vaticano, posiblemente casi gemelo del nuestro, aunque algo posterior, es coincidente en sus escritos con lo que aparece aquí. Es muy importante este trabajo de cotejo, porque de momento nuestro tesoro pone en apuros la versión oficial de la Biblia y convendría saber hasta qué punto son ciertos determinados pasajes. No se preocupe por los resultados: con Pérez aquí, la elaboración del facsímil será un éxito.

—¿Cree que el Vaticano le permitirá consultar ese códice? Dicen que las pocas personas que lo han podido ver lo han hecho sin poder utilizar ni papel ni lápiz y sólo después de haber prometido no copiar ni una línea. Por lo visto, descubrieron a un estudioso escribiendo en sus uñas versículos de esa Biblia para poder llevarse información. No sólo lo expulsaron del Vaticano, sino que tiene prohibido de por vida entrar en cualquier biblioteca católica. Le parecerá excesivo, pero en muchos otros lugares del mundo le habrían cortado los dedos por tamaño atrevimiento.

—Cierto. Hasta ahora nadie ajeno a los círculos íntimos de la curia papal de la Iglesia católica ha conseguido analizar el Códex Vaticanus y se sabe muy poco de él. Necesito pedir permiso al papa Pío IX para poder estudiar estos y otros asuntos en los archivos de la plaza de San Pedro, en Roma. Yo creo que, cuando sepa que vamos a publicar una edición de nuestro ejemplar, el sumo pontífice sentirá curiosidad por conocer los detalles que contiene y, sobre todo, las variantes respecto de la versión oficial. Ello hará que acceda a enseñarnos el suyo. Máxime si, como supongo, nuestro ejemplar contraviene su versión.

—Quizá tenga razón, profesor, pero hay muchos más asuntos relacionados con la edición de ese facsímil de los que me gustaría que se hiciera cargo usted. Creo que su presencia en esta capital sería no sólo conveniente, sino inexcusable —insistió el zar, aparentemente disgustado.

—Majestad, con mi ayudante aquí, en la corte, podré concentrar mis esfuerzos en otros asuntos que también serán necesarios para conseguir la magnífica edición que su alteza real desea. Por ejemplo, creo que será mejor encargar en Prusia el papel que utilizaremos para imitar el del pergamino original. Las fábricas de Leipzig quizá sean las mejores para ese propósito. Si le parece bien, considero que de este modo podremos cumplir con mayores garantías los planes que su excelencia tiene sobre el códice.

—Profesor, este zar sólo está interesado en seguir facilitando la difusión de la palabra de Dios y en que se estudie cómo ha llegado hasta nosotros. Si la persona que ha recuperado un texto de tamaña importancia cree que ésa es la mejor forma de operar, que así sea —concedió finalmente—. Únicamente le pido que se comprometa a que, efectivamente, celebraremos ese aniversario con una obra magna que muestre a nuestros amigos la palabra más original de Jesucristo y nos permita compartirla con ellos.

—Tiene mi promesa, majestad, y añadiré a esa reproducción un estudio completo realizado a la luz de este importante descubrimiento. Será el más profundo que se haya hecho sobre la historia de la Biblia, con la ayuda del Señor.

Francisco Pérez, desde atrás, miraba al techo agradeciendo a Dios la autorización implícita para quedarse en Rusia que acababa de conseguirle el alemán. Tenía ahora más de dos años para asentarse en la corte y traerse a su familia. Para él, San Petersburgo representaba lo contrario que para Von Tischendorf. Vivir en aquellos lugares y trabajar para aquellas personas era el sueño que le alejaba del barro de su aldea gallega y de la cerrada sociedad rural de su tierra natal. Tras ese instante de júbilo, Francisco se atrevió a decir:

—Con su permiso, yo también tengo una petición para su majestad.

El zar miró extrañado a Von Tischendorf, como si esperase su aquiescencia, que recibió de inmediato con un gesto.

—Aunque soy un hombre de mundo, no me considero un apátrida. Yo siento un gran amor por mi tierra, por España. Ya sé que las relaciones diplomáticas entre el imperio del zar y la reina Isabel II acaban de reanudarse después de un período de más de veinte años que ha sido… —buscó una palabra que no resultase beligerante—, digamos…, delicado.

—Cierto —admitió el soberano—. De hecho, esas relaciones se han retomado felizmente tras una solicitud mía por carta a su majestad la reina y la visita reciente del duque de Osuna.

—En fin, creo que si hiciese llegar a la Biblioteca Nacional uno de esos ejemplares facsímiles por mediación de la corte española, tan devota como su alteza sabe, se entendería como un detalle de magnanimidad del zar de todas las Rusias. Personalmente, sería para mí un gran honor saber que mi país acoge una de las copias que elaboraremos gracias a su gentileza, señor.

—Cuente con ello —prometió el zar, aunque a continuación se permitió bromear con aquel extranjero tan osado—, si no les declaramos la guerra previamente a ustedes, los españoles, claro está. Si así fuese, le recomiendo que se ponga a cubierto.

Todos los presentes corearon con sonrisas la ocurrencia del emperador. Tras despedirse y mientras salían de la Habitación China, Alejandro II pidió a su ministro de Interior, Sergey Lanskoy, que le acompañara a su despacho.

—Sergey, haga llegar un mensaje al príncipe Aleksey Lobanov, en Constantinopla —le ordenó, tras situarse de pie frente a él—. Quiero que se encargue personalmente de cerrar con los monjes de Santa Catalina la venta definitiva del Códex Sinaiticus, el valiosísimo Aleph que ha llegado a nuestro poder. En estos momentos se celebra una cumbre de las Iglesias ortodoxas en esa ciudad y la intervención rusa es definitiva. Que use toda nuestra influencia, pero quiero legalizar de inmediato la situación del libro. No podemos permitirnos tener que devolver este documento. Ha de formar parte del tesoro de Rusia.

—Majestad, lo hemos intentado todo y Lobanov cree que es mejor seguir negociando con habilidad y lentitud.

—¿Que lo hemos intentado todo? —respondió airado—. ¿Quiere negociar ahora con calma quien casi da al traste con los anteriores avances porque no supo a tiempo que ya teníamos el certificado de préstamo que Von Tischendorf había conseguido en El Cairo? ¿Quiere negociar con dilación quien ordenó de manera tan torpe e innecesaria el asesinato del único monje que se oponía a nuestros deseos? ¿Quiere negociar con tranquilidad quien lo único que ha conseguido ha sido alertar aún más a los monjes sobre la importancia de ese manuscrito? Ya ve: ahora parece que no hay forma de que lo consigamos. Procuren que nos lo vendan cuanto antes. Quiero un acuerdo escrito que nos otorgue todos los derechos de inmediato. El libro más importante de la humanidad no puede ser un mero préstamo que le hacen al Imperio ruso mientras lo estudian unos expertos internacionales: ha de ser uno de los tesoros del patrimonio nacional. No ha de volver a Santa Catalina.

—Lo transmitiré de inmediato, majestad.

—Durante este tiempo, que el códice se quede en el Ministerio de Asuntos Exteriores como un asunto «provisional» hasta que consigamos esos permisos definitivos. Entonces lo trasladaremos a la Biblioteca Imperial y los investigadores trabajarán allí con él.

—A sus órdenes —respondió el ministro, y comenzó a retirarse.

—Un momento, Sergey, no se vaya. Hay que avisar al arzobispo Porfirio Uspensky. Hágale llegar el mensaje de que tenemos ya aquí el Aleph y que se acerque a palacio lo antes posible. La Operación Verdad sigue en marcha. Hay que hacerle venir discretamente.

—Majestad, tal vez su alteza real podría convocar el Santo Sínodo para que sus miembros vean y analicen la nueva Biblia. Sería un pretexto bastante lógico para que Uspensky se acercase a San Petersburgo.

—Tiene razón. Avise al procurador general del Santo Sínodo para que, como máxima autoridad del imperio en la Iglesia ortodoxa, convoque un pleno dentro de una semana. Que puedan admirar y analizar esta joya que hemos conseguido. Será un buen momento para que Uspensky compruebe el estado del códice sin levantar sospechas y ayudado por otras opiniones expertas. Es el único de nosotros que lo ha visto antes.

—Así se hará —convino Lanskoy, quien volvió a retroceder algunos pasos, haciendo una reverencia, antes de girarse y abandonar la sala.

Capítulo
15
ALBOROTOS CALLEJEROS

E
milio, últimamente sales muy temprano y te acuestas a deshora!

Aunque podría parecerlo, aquél no era un elogio a sus anárquicos hábitos de vida, sino una regañina procedente de doña Patro. Desde el balcón, la casera sacudía el polvo de las alfombras, en medio del cual caían por igual saludos, despedidas o, como era el caso, algún sermón.

—Patro, no quiero que pases las noches en vela por mi culpa. A no ser que el motivo de tu vigilia sea otro. ¿No te habrás echado un novio?

—¡Tú siempre igual de guasón! No hay en todo Madrid un gachó que me quite el sueño —respondió la mujer, que empezó a recoger las alfombras recién tendidas en la barandilla del balcón—. Ayer, cuando no estabas, vino a buscarte tu amigo.

—¿Quién es el que dices que se vanagloria de mi amistad?

—El policía ese que te cuida.

—¡Del que me cuido, querrás decir! Si me dejase custodiar por Vicente, estarías llevándome palmas de flores al cementerio municipal, o algo peor. ¿No te dejó algún recado para mí? —preguntó.

—Dijo algo sobre una deuda económica que tenía que saldar contigo, pero nada más —respondió la casera para desconcierto de Emilio, a quien le asaltaron de nuevo las dudas sobre las verdaderas intenciones de su amigo.

—En riguroso cumplimiento de su forma de entender los intercambios de favores —comentó Emilio—, Gisbert nunca vendría en persona para liquidar voluntariamente una deuda. Habría que ir a buscarlo en compañía de un regimiento de la Legión Extranjera para que apoquinase. Me voy. Te prometo que hoy no volveré muy tarde —se despidió de doña Patro.

Los desórdenes estudiantiles seguían repitiéndose casi a diario en las inmediaciones de la Facultad de Medicina de San Carlos. Cuando no eran los de Falange Española los que lanzaban piedras a las ventanas, eran los de la Federación de Estudiantes Católicos y los de la FUE quienes pasaban de los insultos a las bofetadas sin cuartel. Esa mañana de ambiente prebélico, dos pelotones de guardias de Asalto permanecían apostados al otro lado de la calle de Atocha a la espera de revueltas que asfixiar. Tras ellos se agolpaban cientos de madrileños que acudían todos los días al lugar como quien va a los toros. Llegaban provistos de churros, porras, cañamones y otros cucuruchos de larga duración con los que esperaban pacientes el comienzo de aquel espectáculo gratuito: el ajusticiamiento público, el cruel martirio callejero de las promesas universitarias de la República. Niños y mayores mostraban gran alborozo cuando había bofetadas, y hasta aplaudían y vitoreaban las intervenciones de los agentes como si estuviesen presenciando el banderilleo de un furioso morlaco en la arena pública de Madrid. Pero ese día los alborotos se estaban retrasando.

En busca de noticias, Emilio se deslizó entre aquella turba de vecinos, que parecían ya cansados de la espera.

—¡Hoy no hay ni siquiera palos, ni unas tristes costillas rotas! —lamentó un hombre vestido de dependiente de comercio—. Esto no es lo que era, y yo tengo unos clientes a los que despachar salvado, aunque supongo que también estarán por aquí.

—¿Y qué es lo que debería pasar?

—¡Uy! Siempre sucede algo nuevo. Hace unos días hubo tiros, no le digo más.

—¿Y usted los oyó? ¿Vio algo?

Aquel hombre sólo movió el cuello para mirar con más atención a Emilio, que le pareció un entrometido que nunca se acercaría a comprar a su negocio.

—¿Por qué le interesa tanto? ¿No será policía?

—No, soy periodista; de
La Voz
—le aclaró al dependiente, que repentinamente se vio retratado en primera plana, sobre un pie de foto que diría «El testigo privilegiado de un homicidio».

Los guardias de Asalto también parecían aburridos de llevar tanto tiempo apostados con la única misión de intimidar. Daba la impresión de que iban creciendo sus ganas de entrar en acción y comenzar a vapulear a alguien a porrazos, fuese o no un alborotador.

—No querría importunarle con mis preguntas —continuó Emilio.

—No, si no me molesta… —respondió el hombre, que empezaba a notar cómo su figura abandonaba aquel grupo de mirones anónimos para pasar a formar parte de la noticia misma—, yo vi algo.

Emilio ya había sacado su libreta, en la que intentaba encontrar las escasas páginas que aún no estaban garabateadas. El lapicero, no mucho más entero, ya empezaba a desprender grafito sobre el papel.

—Bien, cuénteme, ¿qué es lo que vio?

—Los chulos de la Falange llegaron en escuadras, como siempre. Dieron un par de vueltas alrededor de la facultad cantando esos himnos que hablan de paisajes, de amaneceres, de siglos y de cosas así. Entonces empezaron a salir los de la FUE. Eran más, pero parecían menos, tan desordenados, ¿sabe? A la primera de cambio, uno que debía de ser de la FUE los llamó fascistas y entonces se lió una muy gorda. Los de Falange empezaron a correr detrás de los otros. Fue cuando llegaron los de las capas y cargaron. Se oyeron dos disparos. Bueno…, a lo mejor fueron tres…

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