La biblia bastarda (27 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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—¿Y vio usted quién disparaba?

—No, pero vi a un guardia que escondía una pistola bajo la capa. Yo no digo que fuese él, pero…

Aquel hombre parecía corroborar los indicios que apuntaban a que uno de los agentes del orden podría estar entre los sospechosos de haber matado a aquel esperanzador proyecto de médico. Pero su afán por copar espacio en los periódicos, sólo comparable al del presidente de la República y al de alguna princesa de la copla en pos del trono reinante, restaba credibilidad al testimonio.

—¿Cuándo me sacará en el periódico? ¿Quiere una foto mía?

—Le diré al fotógrafo que se la haga en su tienda. Póngase guapo cuando llegue.

—Saldré con este uniforme —dijo mirando de arriba abajo su mandil rayado y sujetando con los dedos la gorra de plato—. Lo heredé de mi padre. Estaría orgulloso de verme.

—Lo dudo mucho —susurró Emilio.

La platea de la calle de Atocha se estaba quedando vacía, con excepción de la tropa de Asalto, que, tan uniformada como impasible, parecía una orquesta contratada para amenizar aquella función callejera, siempre a punto de recibir la orden de una batuta que desencadenaría el vals del mamporro. Esperó un rato más, por si había heridos y aparecía Gisbert para levantar atestado, pero las esperanzas de un nuevo ataque se diluían y los espectadores se retiraban sin prisas. Fue en ese momento cuando se oyó la primera descarga.

—¡Rojos de mierda! ¡Cagados!…

La retahíla de insultos sonó como fuego de mortero disparado desde la calle de Santa Isabel para estallar en la esquina de la facultad, donde se esparció su metralla. Inmediatamente aparecieron de la nada cinco o seis escuadras de muchachos vestidos con camisa azul cruzada de arneses de cuero. Algunos entonaban un cántico con voz apagada, otros sonreían con la expresión del labrador que marcha contento en busca de su cosecha. Varias ventanas del edificio universitario comenzaron a abrirse y, desde ellas, respondió la fusilería.

—¡Fachosos! ¡Hijos de puta!

Los espectadores habían comenzado a regresar e intentaban ponerse en primera fila para captar cada detalle. Sin dejar ver de dónde salían, numerosos jóvenes estudiantes empezaron a congregarse a las puertas de la facultad con los puños y los dientes igual de apretados. Mientras esperaban el encontronazo, los de las ventanas seguían disparando grotescas increpaciones que obtenían respuestas cada vez más extravagantes.

—¡Hijos de la misma ramera nazi, preñada por el maricón de Mussolini! —disparaban desde arriba.

—¡Viles siervos de Trotski! ¡Escoria comunista degenerada! —respondían los de abajo.

Antes de que la cosa pasase de la munición de fogueo a la artillería real, un mando de Asalto ordenó a los manifestantes de ambos bandos que se disolvieran, pero como no obtuvo respuesta, se dirigió a sus hombres para proporcionarles la primera voz que podía empezar a liberarlos de aquel estado de ansiedad mal contenida.

—¡Fuego con gas!

Cuatro agentes dieron un paso atrás y se arquearon hasta alcanzar la pose de un atleta olímpico. Desde sus manos derechas salieron despedidas unas cápsulas humeantes que sonaron a cristal al romperse contra el suelo.

—¡Otra vez, fuego con gas! —gritó el suboficial.

Los primeros proyectiles desprendieron pequeñas nubes en forma de cúmulos que no parecieron alcanzar las fosas nasales de nadie. Pero súbitamente, como si la presión atmosférica estuviese también a las órdenes del Ministerio de la Gobernación, la nebulosa comenzó a descender hacia el suelo y a dispersarse por la calle cuando llegaba ya el segundo bombardeo.

Los efectos tóxicos de aquellos vapores empezaron a hacer estragos entre los dos batallones enemigos, cuyas avanzadillas retrocedían en estampida. Emilio no podía creer lo que estaba viendo desde la acera contraria: algunos vecinos de la calle de Atocha se estaban colocando una máscara antigás, con ojos y trompa de mosquito, que debían guardar para este tipo de ocasiones en el mismo cajón donde conservaban los alcanforados mantones de Manila para el día de la procesión.

Aquel suboficial seguía pidiendo gas a sus hombres. Si seguían así, Madrid iba a ser Londres al cabo de pocos minutos. En medio del humo y del ajetreo de la huida, era difícil distinguir a los ejércitos contendientes y mucho menos reconocer a sus miembros. Si las cosas sucedieron de esa forma el día de la muerte de Ramón Panal, los testigos presenciales no servirían de mucho, pensó el reportero.

Disuelta la algarada y sofocadas las ganas de emprenderla de nuevo, el público comenzó a retroceder con las narices tapadas y los ojos vidriosos. Donde acababa el cordón policial, los ambulantes empezaban a recoger los frágiles tenderetes que habían desplegado durante la mañana para aprovechar la aglomeración de posibles compradores. Entre aquellas espaldas cargadas de sacos y hatillos, Emilio creyó distinguir la figura de alguien familiar que ya se iba. Hasta por detrás, aquel quincallero resultaba muy alemán. Dio unas cuantas zancadas para intentar alcanzarlo antes de que desapareciera, pero como se le escapaba, lanzó una voz a modo de lazo.

—¡Hermann! —fue el chillido que le salió, si bien nunca lo había llamado así ni tenía la menor idea de cuál podría ser su teutón nombre.

—¡Hombre, Emilio! —respondió el alemán, que, del susto, se pilló los dedos entre los perfiles metálicos del mostrador plegable que portaba en la mano—. Lo siento, no puedo pararme. Voy con prisa.

—¡Espera, tienes que explicarme algo!

—¿Te han dado problemas mis cuchillas? —preguntó, sin dejar de caminar y sin volver la vista.

—¡No, es por lo de la nota! La que dejaste en el periódico.

El buhonero se dio por fin la vuelta, sujetando como podía los bultos en los que había cargado su mercancía.

—¿Y me lo tienes que preguntar aquí, en medio de la calle?

—Éste es tu lugar de residencia, de pertenencia y seguramente lo será de defunción. ¿Dónde voy a encontrarte, si no es en la calle?

—Está bien, la nota te la dejé yo —terminó por admitir, con cara de no sentirse responsable de las posibles consecuencias de aquel aviso.

—¿Y quién es el que me busca?

El alemán se acercó al periodista para eludir posibles escuchas.

—Dos hombres —murmuró.

—¿Alguno con abrigo marrón?

—Los dos con abrigo y sombrero. ¡Coño, Emilio, estamos en invierno! No recuerdo si era marrón, pero parecían del gobierno.

Descartado el hombre solitario al que Emilio había descubierto mientras le seguía a pie, cabía la posibilidad de que aquellos dos enigmáticos personajes fuesen los ocupantes del Chevrolet que solía aparcar cerca del periódico.

—¿Por qué crees que trabajan para el gobierno?

—Los conozco bien. Durante años, esa clase de policías vestidos de paisano me acosaron para intentar expulsarme del país. Cuando me cansé de mostrarles mis documentos, siguieron viniendo para interesarse por otros compatriotas que han llegado a Madrid. Lo del ascenso del Führer los tiene muy alterados, ¿sabes?, pero en tu caso…

—En mi caso, ¿qué? —quiso saber Emilio.

—Preguntaban por un libro, por una Biblia rara. Les dije que no trabajo ese género. Y ahora, si no te importa, déjame en paz antes de que se enteren de que te he visto y vuelvan para interrogarme. Llevo encima muchos artículos que no resistirían un registro policial.

Ruiz le hizo caso. Al desandar sus pasos, se encontró con que el espectáculo había terminado. Los tranvías circulaban de nuevo por Atocha y pronto lo harían los automóviles, que la Guardia Urbana había desviado mientras duraron los disturbios. Cualquier desplazamiento por las mañanas de Madrid era una colección de cromos que cambiaban constantemente de casilla para mostrar una semblanza diferente a la anterior por medio de las mismas estampas.

El pirulí de una barbería giraba, hipnótico, y hacía que los transeúntes arrastraran hacia arriba la mirada hasta que se clavaba sin querer en el letrero grabado en vidrio. Un antiguo peluquero como él no podía resistirse a echar una ojeada en cada establecimiento que le recordase los buenos tiempos y le hiciese evocar aquellos paños cálidos que en esos momentos tan bien le vendrían para templar la piel. El barbero, erguido, con las manos cruzadas atrás, esperaba a los clientes debajo de aquella bandera francesa que daba vueltas en espiral. Esa distinción en la pose, unida a la bata de un blanco resplandeciente que se repetía en su pelo, le proporcionaba un aspecto honorable, digno de rivalizar con cualquiera de los matasanos que impartían sus clases de cirugía unos metros más allá, donde se producían más heridos a diario de los que podrían curar. De hecho, y por la edad, aquél podría ser perfectamente uno de los antiguos profesionales que combinaban la artesanía del rasurado con la extracción de piezas dentales o de balas y esquirlas, si llegaba el caso y había suficiente formol para garantizar la desinfección del instrumental. Por un momento, tuvo la tentación de ser infiel a su vieja peluquería, la que visitaba cada quince días para no perder las amistades ni la compostura del cabello que su viejo jefe le arreglaba gratis. Lo hacía en parte por cariño hacia el discípulo descarriado, pero también porque la cabellera de Emilio era un primor que daba gusto labrar y, tampoco lo negaba, para garantizarse un hombre-anuncio que siempre estaba en los lugares más concurridos. Un cliente saludó jovialmente al elegante barbero de la calle de Atocha y entró al local detrás de él. La próspera calvicie del sujeto no le habría supuesto ni un cuarto de hora de tijeras a Emilio. Dado que aquel cliente le había robado la posibilidad de sentarse en el sillón, estuvo a punto de pedirle al barbero una oportunidad para exhibir su destreza y desquitarse de las ansias de revivir los tiempos mozos.

Las zurras de la Facultad de Medicina le permitieron eludir otros encargos en el trabajo. Tenía entre manos material suficiente para cerrar un par de columnas completas que al principio veía profundas como pozos, aunque poco a poco se iban rellenando de sujetos, verbos y complementos hasta llegar a desbordar. Ya se encargarían abajo de rebanar el material sobrante. En la prensa escrita, el paso del original al plomo de los moldes se pagaba con frases perdidas para siempre.

Una vez que tuvo claro qué escribiría acerca de la escena que acababa de presenciar en la calle de Atocha, Emilio Ruiz se detuvo a pensar en la extraña manía de perseguirlo de la que todo Madrid parecía haberse contagiado. Por un lado le vigilaba un tipo corpulento con abrigo, acento y cara de pocos amigos. Por otra parte, había dos extraños individuos, pertenecientes a algún cuerpo policial, que se agazapaban en un coche con la supuesta y vana intención de disimular su presencia. Ninguno de ellos respondía a la descripción del petimetre del casino, que tampoco tenía aspecto de querer dejarle vivir en paz. Meterse a nadar en la estela de una Biblia del pasado se había complicado con la inhumana muerte de aquel muchacho. Se hacía necesario empezar a discernir los elementos que ambos casos tenían en común de los que los separaban.

Cuando llegó a la redacción y se sentó a su mesa, estaba tan ensimismado que no miró ni una vez el reloj, un gesto tan habitual como compulsivo cuando se acercaba la hora de cerrar la edición. Había que apresurarse y acabar el parte de guerra. Describió cómo la policía había lanzado las armas químicas para sanear una calle histórica que había sido presa de las refriegas. Las agujas que recorrían una carátula señalada con números romanos le ganaban la carrera al redactor. Llegaba la hora de entrega y Emilio recontaba las palabras que había escrito para calcular cuántas le faltaban. Siempre sucedía: después de las primeras líneas, el suceso iba perdiendo intensidad hasta llegar a ser totalmente insulso y perfectamente permutable por los textos postrimeros de otras noticias, fuesen de teatro o de actualidad política.

Insatisfecho con el resultado de su trabajo, salió de la redacción como lo estaban haciendo ya los primeros ejemplares de
La Voz
: sin despedirse. Antes de dirigirse a casa o de tropezar con algún café que le diese un respiro, decidió acudir al quiosco para ver si algún periódico reflejaba también los alborotos de la Facultad de Medicina. No encontró nada que compitiese con su reportaje, pero tampoco se sintió mejor por ser el único dueño de la noticia del día.

A la altura de la Universidad Central, las fachadas de la calle de San Bernardo ya habían entornado sus ojos para recibir a la noche madrileña. Una pareja de novios, que caminaban cogidos de la mano, se detuvo ante una puerta y se dispusieron a adosar un pequeño cartel.

—¿Mañana volverá a haber lío? ¿Es una convocatoria? —les preguntó Emilio.

—No —dijo la sonriente muchacha—. Es un baile de máscaras, se acerca el carnaval.

—¿Es usted policía o viene disfrazado? —bromeó el chico.

—No, no soy policía —respondió Emilio, que no estaba para chanzas—. ¿Tengo pinta de serlo?

—Sí —repuso ella—, de esos detectives que salen en el cine persiguiendo a los delincuentes. A lo mejor le darían un papel.

—Papel es lo que sobra en mi oficio.

Los jóvenes se quedaron meditabundos mientras observaban cómo Emilio se alejaba, cada vez más adentrado en aquella noche incómoda que pedía a gritos una cama acogedora para un periodista.

—¡Ahí está, es él! —oyó a sus espaldas.

Como llevaba días sintiéndose el vecino más buscado de la ciudad, no esperó a saber quiénes eran los que lo señalaban. Extrajo las manos de los bolsillos de su trinchera para empezar a correr sin perder el equilibrio. El sonido de varias pisadas tras de sí le confirmó que aquellos hombres —tres, si el rabillo de su ojo no le había engañado— iban a por él, y no precisamente para rendirle un homenaje. Sus zapatos de suela chocaban contra las aceras mientras intentaba esquivar a algún pordiosero que aparecía a su paso sentado contra la pared. Sus perseguidores no parecían dispuestos a zigzaguear por la simple presencia de un menesteroso, a juzgar por los quejidos de uno de ellos al resultar pisoteado. Enfiló Leganitos, una calle que le pareció mucho más larga de lo que decían los planos de la ciudad. El sudor ya había comenzado a brotar. Las partes del cuerpo más expuestas al aire, como las manos y los tobillos, sentían punzadas de frío en cada poro. No sabía si era por el creciente temor o por su menguante resistencia, pero las pisadas persecutoras le parecieron cada vez más próximas. Sin tiempo ni fuerzas para dibujar una curva, dio un súbito quiebro que le situó en la calle del Río. En cuanto vio el callejón, se dio cuenta de que no tenía escapatoria. No se equivocaba.

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