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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (12 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Es que se me corta la respiración cuando escucho tu voz, prenda.

—Te paso una llamada.

—¿Es Irene?

—Si lo fuese, ya me estaría cobrando la recompensa.

No hubo transición con la siguiente voz que escuchó.

—Emilio, soy Gisbert.

Vicente Gisbert, el inspector de la policía que tantos levantamientos de cadáveres había compartido con el periodista, sólo llamaba cuando tenía algo que ofrecer. Si tenía que pedir, se presentaba en persona.

—Vicente, ¿no me llamarás por lo de la conspiración para asesinar al ministro? No me vendría mal contar con algún detalle más.

—No. Oye, ¿qué te pasa en la voz?, ¿seguro que eres Emilio?

—Pues claro, el mismo Emilio al que conociste delante de un monumental daiquiri servido entre malas compañías.

El santo y seña funcionó.

—Vale. Escucha con atención. Estos días hay jaleo en la universidad. Ya sabes: los de la Federación Universitaria Española, la FUE, han recibido varias visitas violentas de los agitadores de la Falange y andan a hostia limpia.

—Sí. Ayer publicamos los incidentes en la Facultad de Medicina de San Carlos.

—Pues, chico, ponte en marcha porque allí mismo ha aparecido un joven de la FUE muerto, con dos disparos y un golpe en el cráneo.

Emilio comenzó a hacer girar el lápiz entre sus dedos, desde el índice al meñique, ida y vuelta, como un bastón de
majorette
.

—¿A que ya estás dándole vueltas al lapicero? —dijo la voz del policía, lo que llevó al reportero a sospechar que aquel teléfono contenía también un cinematógrafo oculto—. ¿A que te gusta el asunto? Yo voy para allá, nos vemos.

Los adioses se dijeron con el teléfono ya colgado. El redactor comprobó que llevaba encima todo lo necesario: un cuadernillo de papel y el lápiz, al que ya se le había pasado el mareo. Tras una rápida revisión sanitaria de su nariz por parte de Juani, salió a la calle adornado con un pedazo de esparadrapo que no curaría el pequeño rasguño, pero al menos serviría para cumplir las verdaderas intenciones de su incansable pretendiente: hacer menos atractivo al periodista a los ojos de las muchas lagartas que lo rondaban.

Varios guardias de Asalto intentaban evitar que la muchedumbre agolpada en la calle de Atocha atravesase la invisible línea de seguridad que había establecido el capitán. Era evidente que habían desalojado previamente la Facultad de Medicina porque nadie fisgaba desde sus ventanas. Dos policías y el inspector observaban el cuerpo de un muchacho que yacía boca abajo sobre el suelo, con las piernas abiertas y las manos bajo el tórax. La sangre había dejado de manar de los dos orificios visibles en su espalda, pero no de la cabeza, que estaba literalmente abierta. El cabello corto, bañado en humores de tono oscuro, recordaba la piel de un toro en plena suerte de banderillas.

El periodista mostró su placa de prensa al guardia y, en esta ocasión, obtuvo mejores resultados que en la Dirección de Seguridad.

—He avisado a Alfonso, el fotógrafo, ¿ha venido? —inquirió, dirigiéndose a Gisbert.

—Sí, ya me debéis una, y bien gorda. Oye, ¿qué te ha pasado en la nariz? Vas a perder el olfato periodístico.

Emilio se esperaba esa gracia, aunque no tan pronto.

—Pues no sé si estaré perdiendo el olfato, pero al entrar en la calle de Izquierdo ya me ha llegado tu olor a chinchón —le soltó al inspector, a quien su rango le permitía vestir «de paisano», algo que, a juicio de Emilio, cumplía con celo aquel hombre de vulgar chaqueta de pana gris y sombrero lleno de brillos de puro desgaste.

—¿Hubo alborotos? —preguntó al policía.

—¿Alborotos? Los hubo, como cada día —contestó Vicente Gisbert—. Por lo visto, los de Falange Española venían con la intención de quemar las banderas de la FUE. Varios estudiantes les plantaron cara en la calle y empezaron a darse golpes.

—Ya me imagino, y entonces se oyeron dos disparos y…

—No, ahí te equivocas, Emilio. Los tiros sonaron cuando llegó la caballería —le aclaró Vicente mientras señalaba discretamente a la Guardia de Asalto.

El redactor se percató de que aquello era muy extraño. Si tenían intención de causar alguna víctima, los falangistas descargarían su artillería antes de que llegasen las fuerzas del orden para poder escapar. Aquellos descerebrados eran expertos en disparar rápido, pero también en salir corriendo antes de que los descubrieran.

—Sí, a mí también me parece raro —admitió Emilio al ver que el policía se había quedado pensando.

—Y además de los dos disparos por la espalda… —continuó el inspector.

—Le sacudieron en la cabeza con ese adoquín, no me digas más.

El cubo irregular de granito también esperaba al juez tirado en el suelo.

—Sí, es uno de los que arrancaron del empedrado para lanzárselos entre ellos. ¡Munición callejera! —exclamó Gisbert, que estaba aprendiendo con rapidez la jerga de los levantiscos.

—¡Qué bestia! —fue la única cosa que Emilio supo añadir al conocer la rústica puntilla que asestó el asesino—. ¿Ha aparecido la pistola?

—No, pero es una siete milímetros, más o menos. Tenemos las cápsulas.

—¿Y quién es el joven?

—¡Qué más da! Un estudiante de Medicina.

Emilio comenzaba a pensar que no daba igual. La forma de morir, los disparos por la espalda cuando ya estaban allí los agentes a caballo y la decisión de rematarlo a base de adoquinazos le empezaban a parecer una muerte por encargo, o al menos intencionada, más que un episodio fortuito ocurrido en medio de una algarada.

—Cuando te enteres, me lo cuentas —dijo para acabar—. Regreso al periódico para ir escribiendo algo. Me he pedido la portada, a ver si esta vez no me la levanta algún ministro con sus monsergas.

Mientras subía por la calle de Atocha, Emilio redactó mentalmente el titular, «Muere un joven de la FUE en un altercado estudiantil», y el antetítulo, «Otra esperanzadora carrera truncada por las balas». Lo siguiente que se le vino a la mente no fue el subtítulo, sino una pregunta: ¿y si el asesino fuese uno de los guardias? En ese caso, todo lo demás encajaría. Antes de volver a la redacción, pensó que la excusa de estar en el escenario del crimen le permitiría hurtar un par de horas al trabajo para acudir al encuentro de Irene.

Ella esperaba sentada en la barra de la bulliciosa chocolatería de Omar, donde nadie había conocido nunca al tal Omar ni se recordaba que hubiesen servido el menor sorbo de chocolate, aunque ésas eran insignificantes objeciones en un local que conjugaba el calor de varios infernillos y el trato amable de una familia que había ido creciendo a base del abandono de hogares de indecible miseria. Abuelos, padres, hijos, suegros, tíos, cuñados y parentela de las más variadas edades y procedencias llegaron buscando en aquel negocio una forma de sustento a medida que perdían sus empleos en las fábricas o abandonaban el pueblo atraídos por el espejismo del Madrid teatrero y derrochón. En aquel bar sobraba mano de obra y faltaban clientes, según las cuentas de Irene, pero la subsistencia familiar estaba garantizada en una microestructura económica que a ella siempre le pareció de lo más colectivista. Las angostas ventanas le permitían atisbar la calle, a la espera de que apareciese el hombre del que le había hablado su marido.

No le resultó difícil reconocer a un periodista en el recién llegado. Era una gabardina trinchera de color crema entre tanto gabán de ocasión.

—Emilio, ¿verdad?

Un beso al aire en cada mejilla fue la respuesta a aquella resplandeciente sonrisa desplegada bajo una larga nariz que proporcionaba singular soporte a dos ojos tan abiertos como avispados. Aquella joven sería capaz de acomodarse con simpática entereza a cualquier entorno, por exótico o adverso que fuese, le dijo su intuición masculina.

—Compañera, me alegro mucho de conocerte por fin. A través de las crónicas, uno nunca se hace a la idea de cómo es quien las escribe.

—Lo mismo digo —repuso ella—, tienes más aspecto de representante del mundo del espectáculo que de redactor de sucesos. Para eso hay que ser más taciturno, más descuidado; pero tú, tan bien afeitado y tan repeinado…, eres periodista porque no has querido ser otra cosa.

—Ya he sido alguna otra cosa antes, aunque no creo que despierte tu interés. Por cierto, has de saber que tu marido es todo un personaje. Ha sido un placer conocerlo —dijo Emilio, para dejar claras sus honestas intenciones, que de momento lo eran.

—Ya me ha contado. Tú también le has hecho mucha gracia. Dice que eras el único de los presentes en el Círculo capaz de mimetizarse con el ambiente sin necesidad de haber firmado una novela fracasada o un panegírico sobre la República.

Aquel comentario fue todo un halago para Emilio.

—Pero, en realidad, quería verte a ti y, aunque te parezca absurdo o peliculero, te rogaría que fueses discreta sobre el contenido de esta conversación —le avisó el reportero.

—¡Mmm! Un misterio, ¡con lo que a mí me gustan!

La sonrisa permanecía inquebrantable en su rostro.

—Sí. Algún día, cuando logre componer algunas piezas, te lo podré revelar, supongo. Quería saber qué me puedes decir sobre el Códice Sinaítico, el libro llegado a Londres desde Rusia sobre el que escribiste una crónica en la que hablabas de las largas hileras de curiosos que acudían a verlo.

—Antes de que sigas preguntando, yo no estaba en Londres.

—¿La escribiste desde aquí?

—Entre compañeros, mejor que no haya mentiras. No se lo dirás a los jefes, ¿verdad?

—Si los jefes conociesen todas nuestras artimañas, se darían cuenta de que dirigen una casa de novelas de segunda mano en lugar de un periódico.

Las comisuras de los labios de Irene ascendieron un grado, pero aún tenía mucho más recorrido, según los cálculos de Emilio, el dibujante frustrado.

—Pues venga, sin secretos. Yo estaba en Londres cuando llegó el códice, pero tuve que venir a Madrid de inmediato. La historia sobre aquella multitudinaria expresión de fervor por el libro me la contó una amiga que es periodista en el
Daily Express
. Eché una ojeada en el quiosco a las crónicas de los periódicos británicos, me aprendí algunos datos de memoria, los aderecé un poco…, pero yo no he visto esa Biblia en mi vida.

Un niño con la cara muy sucia les preguntó qué querían tomar.

—Un café —pidió Irene.

—Otro para mí. Parece que las malas costumbres periodísticas no se pierden con los años en el extranjero.

—Aquí lo hacen muy rico. Tuestan los granos en esos infernillos, por eso huele tan bien. Un primo de los dueños se los trae desde Galicia. Suele venir a Madrid con un camión cargado de pescados y mariscos para los hoteles del centro. El género lo adquiere en el puerto de Vigo, ese del que salen tantos ciudadanos españoles en busca de fortuna en ultramar. ¿Y qué nos devuelve América a cambio? Granos de café y algún escritor perseguido, como mi César. ¿Te puedo ayudar en algo más?

—Puede que sí. Sé que has estudiado con muchos de los sabios del momento…

—En el Colegio Alemán, para más señas.

—Sé que has trabajado con don Santiago Ramón y Cajal…

—Una eminencia, no te quepa duda.

—También sé que mantienes estrechos contactos con escritores y poetas, y que tus derroteros actuales miran más bien hacia Moscú y hacia muchas revoluciones pendientes en Europa…

—Buen trabajo de investigación, pero déjame preguntarte: ¿a qué viene tanto interés por ese libro?

—La verdad es que todavía no estoy seguro, pero había pensado que, si conoces a tanta gente de talla, tal vez alguno podría ayudarme.

—En fin, ya que esto parece un campeonato de sinceridad, te diré la verdad: alguien más me ha preguntado por el código del Sinaí.

Emilio se sintió tan estupefacto como consolado. Al menos no era el único que buscaba información sobre el dichoso libro.

—¿Se puede saber quién ha sido? —preguntó con cuidado, sabiendo que aquella mujer podría acogerse a las pamplinas de la ética profesional, al secreto de sus actividades políticas o a la simple ausencia de ganas de revelarle algo.

—Sí, claro, un sacerdote jesuita —le soltó sin más.

—Pero ¿no los había disuelto la República?

—Como orden religiosa, sí.

—Ya, claro. Si hubiese que disolverlos individualmente, sería necesario mucho ácido —comentó Emilio con gesto cáustico.

—En realidad siguen funcionando en España como pueden —continuó Irene—. Gracias a sus tentáculos internacionales son capaces de mantener ciertas directrices comunes. Nunca subestimes a un clérigo cabreado.

—¿Y por qué preguntaba por el libro?

—Sé que la Iglesia no estaba muy contenta por la presentación en público de esa Biblia. La verdad es que no estoy segura de lo que quería el jesuita. Sólo preguntaba por el códice, como tú. Me lo presentó el cura de mi barrio, un joven al que estoy intentando convencer de que deje la sotana y se enfunde la guerrera soviética, pero sin grandes resultados por el momento.

—¿Y podrías localizarlo de nuevo? —siguió preguntando Emilio.

—¿Al jesuita? Sí, en misa. Ya no puede seguir oficiando en el convento de la calle de Isabel, la Casa Profesa. Recordarás que la convirtieron en falla valenciana cuando las quemas de iglesias, pero continúa administrando los sacramentos en una parroquia que no está demasiado lejos de aquí. Como ya imaginarás, lo hace en secreto. Si las autoridades descubriesen a un jesuita ejerciendo su ministerio… Pero dime: ¿qué pasa con ese libro? Ya sabrás que todo lo que venga de Rusia me interesa sobremanera.

—¿Que qué pasa con el libro? La verdad es que no tengo ni la menor idea. Sólo sé que de repente ha aparecido en mi vida y no hay forma de quitármelo de encima.

—¿Te tomas otro café y me cuentas si hemos conseguido infiltrarnos en la sociedad madrileña? —preguntó Irene, a sabiendas de que el periodista intuiría que esa primera persona del plural era en realidad la Internacional Comunista y sus ramificaciones en España.

—No acepto sobornos —bromeó Emilio—, te lo cuento gratis. Por lo que sabemos, han descubierto las sublevaciones que habéis instigado en Francia y en Austria y las abortarán antes de que prosperen.

—A base de cientos de camaradas abatidos, una vez más.

—¿Y en España haréis lo mismo? ¿Habrá revolución?

—Si te parece poca revolución haber despachado a un rey y haber dejado las cosas en manos de los burgueses…

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