Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Emilio esperó, como buen periodista, a que completase aquella intrigante y prometedora partícula concesiva.
—Aunque hay algunos detalles… —siguió—. En fin, los concilios siempre han sido recios en sus determinaciones, pero ¿han sido acertados…? La iluminación divina a veces sufre apagones…
—¿A qué se refiere? —inquirió Emilio después de que el cura se detuvo de repente, como si le hubieran fallado los resortes ocultos bajo la sotana.
Sentado y más tranquilo, el clérigo comenzó a acariciarse la piel del cráneo, en la que sólo permanecía en pie un atolón de pelo rubio que dibujaba una tonsura natural. La calva, al igual que la tez de su oronda cara, era suave y delicada, como pulimentada con piedras volcánicas. La cadencia de la voz, en la que hasta entonces Emilio no había reparado, era la de un alumno de seminario que quiere alcanzar la categoría de obispo a los ojos de sus mentores. Desmembraba las frases y las revestía de una solemnidad no siempre merecida por el contenido.
—Me refiero a que esa copia de la Biblia, traducida del hebreo al griego hace dieciséis siglos, recoge algunos pasajes que han cambiado mucho con el paso del tiempo.
—¿Por ejemplo?
—Le podría contar que en ella aparecen algunos libros que hoy no figuran entre los reunidos en la versión oficial. Y luego está el asunto de la Ascensión…
—¿De Jesús? —preguntó Emilio, fantaseando sobre la posibilidad de que Dios hecho carne no hubiese subido al cielo por sus artes milagrosas, sino ayudado por un zepelín o un aeroplano. El hijo de Dios en manos de Julio Verne.
—La Ascensión, tras la resurrección del Maestro, no aparece en ese Nuevo Testamento más que en el libro de los Hechos, de Lucas. En los otros, los que todos estudiamos y los curas leemos en misa, Él se va, pero no nos dicen adónde ni por qué medios.
La cosa se ponía aún más propensa a la inventiva. Si Jesucristo no subió a los cielos a su debido tiempo, tal vez aprovecharía el don divino de la eternidad para permanecer aún hoy en este arrabal mundano. ¿Y quién sería en la actualidad el Redentor? A Emilio se le pasaron por la cabeza varios de los vigentes líderes mundiales. Reyes y emperadores no podían serlo, debido a su tendencia al amancebamiento pecaminoso y a sus opulentas debilidades; presidentes republicanos tampoco, porque sus sermones eran poco convincentes y sus buenos propósitos solían caducar precipitadamente. ¿Y los mesiánicos Hitler, Mussolini o Stalin…? Era mejor no seguir hurgando.
—O sea —prosiguió el sacerdote—, que si alguien pretendiese desvirtuar nuestro corpus, podría aprovechar esas… distorsiones. Pero oiga, amigo periodista, aún no me ha dicho a qué responde su interés por el Códice Sinaítico. No me estará ocultando nada, ¿verdad?
—No, en absoluto —intentó explicar Emilio—. Yo me dedico al mundo del reportaje y me pareció interesante recopilar algunos datos. A lo mejor puedo publicar media página dedicada a la historia del códice y a sus contenidos, aprovechando su llegada a Londres… A pesar de los esfuerzos laicistas de las autoridades, éste es un país de profunda tradición católica, no lo negaré. Podría componer un relato, un artículo entre histórico y actual…
—¿Sin ni siquiera haberlo visto? —le preguntó el cura con desprecio, como si para opinar sobre Charlot fuese necesario conocer a Charles Chaplin en persona, según lo entendía Emilio, aunque no se atrevió a decirlo en alto.
—Hombre, un viaje a Londres… no me lo puedo permitir…
—La contemplación, la presencia del hombre ante la obra de arte original, en este caso ante la obra eterna de Dios, sería lo más aconsejable; pero incluso puede encontrar usted un sucedáneo que tal vez le convenga.
—No me pida que me lea la Biblia. Llevo más de treinta años en este mundo y, de momento, no he logrado acabarla. No sé si dispondré de tiempo y tesón suficientes, al menos en lo que me queda de vida corpórea.
—No, sólo le pido que la examine, que la toque si puede para que vea que hay algo espiritual en ella. Nada más que eso. Existe una copia del códice, una de las que el zar ruso Alejandro II ordenó reproducir para las principales bibliotecas del mundo. Está en la Biblioteca Nacional. Al menos, allí me la encontré hace años. Seguirá acumulando polvo en el sótano. No creo que haya tenido muchas más consultas en este país de descreídos, hipócritas y renegados.
Emilio se dio cuenta de que no sabría establecer qué proporción de cada una de esas tres lacras le correspondía, pero todas estaban presentes en su praxis vital muy por encima de las tres virtudes teologales.
—¿Cree usted que me permitirán verla?
—Antiguamente yo podría haberle servido de recomendación, pero tal y como están las cosas… Inténtelo; en el fondo, sólo es un facsímil. Esa copia está impresa en papel, ¿sabe?, mientras que el original se escribió sobre
vellum
.
—¿Y qué es el
vellum
?
—La vitela, la piel de un animal sacrificado, desprovista de pelo, pulida y lustrada hasta que se convierte en una lámina delicadísima… Las más importantes páginas de la historia de la humanidad han quedado impresas sobre ese material.
Emilio no pudo evitarlo y sus ojos se dirigieron de nuevo hacia la calva del cura, donde encontraron una buena porción de
vellum
. Su experiencia al pie del sillón de la barbería le permitió hacerse una idea clara de cómo se podría obtener una película tan refinada, una vez retirado el pelo, por medio de insistentes masajes y ungüentos. El periodista se preguntó por qué el jesuita hablaba con desprecio de un facsímil de papel cuando en realidad, ya fuera una copia fotograbada o manuscrita, debería ser tan respetuosa como la que se tradujo del hebreo al griego: un duplicado, en cualquier caso. No parecía que el cura fuese a sincerarse más, de modo que le prometió ir en busca del facsímil para satisfacer esa invitación al encuentro con el libro de sus preocupaciones.
—Lamento no poder ayudarle en mayor medida. Sólo le pediría que me tenga informado sobre su reportaje.
—Lo haré. Muchas gracias, páter.
La cabeza del redactor hizo una reverencia casi imperceptible que le delató. Sus tiempos como proyecto de seminarista terminaron venciendo a su espíritu seglar y se dejaron ver en ese gesto innecesario que el cura supo interpretar.
—Usted tiene dudas —aventuró el jesuita—. No me refiero a la Biblia en sí, sino a las promesas de vida eterna que contiene. ¡Despéjelas!
—El problema, don Miguel Ángel, es que no veo a Dios. El que me visita con insistencia es el diablo, con quien mantengo ya una estrecha y consolidada relación. No necesita tanta letra para convencerme de que sea su compañero.
—No es usted el único, si le sirve de consuelo. Sin el demonio no entenderíamos la inconmensurable bondad del Señor. Cuando vuelva a escucharlo, sencillamente cierre las puertas.
—Ya lo hago, pero se queda dentro. Y a veces invita a pasar a alguien más.
—¿Está seguro de que no quiere confesarse?
—¿Está seguro de que tendría arrestos para escuchar lo que le diría?
—Tal vez yo no, pero Él sí —añadió, elevando las pupilas.
—Sólo hágame un favor. Si se encuentra al de arriba, dígale que estaría interesado en hacerle una interviú, sin confesionario ni cura de por medio y siempre que no sea necesario dejar abandonado aquí abajo mi cuerpo, claro.
A la entrada, don Gustavo seguía esperando a que acabara aquella reunión para poder pasar. Emilio dijo adiós y comenzó a preguntarse si realmente había merecido la pena verse con el jesuita. Los datos que le había aportado podría haberlos encontrado en algún libro sobre historia de la religión. En ningún momento dejó entrever cuál era su verdadero interés sobre el código, si bien Emilio tampoco se había sincerado sobre el suyo. Su experiencia profesional le decía que el cura se había quedado más intrigado que él.
La hora de presentarse en el trabajo se acercaba, pero tenía tiempo para acercarse a la Biblioteca Nacional y pedir permiso para ver el facsímil del código. Tal vez le diese alguna clave sobre el interés que despertaba el original.
La biblioteca era un edificio que sufría la enfermedad del crecimiento de los huesos. Para constituir el albergue de tanto saber, se había quedado un poco chata. Parecía un viejo cuartel al que hubieran adosado una portada acorde con su función. Otros inmuebles del entorno habían terminado dando el estirón para sobresalir de esas dos plantas en que se condensaba todo el legado escrito del país, pero Emilio recordó que lo que buscaba estaba bajo tierra, según le había revelado el padre Miguel Ángel. A lo mejor era hacia abajo hacia donde crecía aquella biblioteca, como los boniatos.
El descansado ascenso por la escalinata estuvo jalonado por la pétrea indiferencia de insignes escritores y mecenas. A todos los habían protegido del frío con gruesas togas y capisayos, excepto al más grande de los presentes, Cervantes, a quien un cruel escultor había obligado a conformarse
ad eternum
con el fino abrigo de unas medias; es decir, tratado como una cabaretera condenada a formar parte del cuerpo de coristas de la segunda fila, la de las espaldas pegadas al escenario.
El amplio vestíbulo que se abría al público invitaba a entrar en un segundo espacio iluminado desde un gran lucernario y revestido de mármol, como los evacuatorios finos. Allí se producía el reparto de visitantes mediante escaleras laterales que conducían hacia la planta superior, donde dos mostradores atrincheraban a sendos grupos de mujeres aparentemente muy atareadas en sus mesas. Tras mirar a ambos lados, Emilio se dejó llevar por su instinto —no el investigador en este caso, sino otro impulso más profundo y menos pudoroso— a la hora de localizar a quien le pudiese ayudar en su consulta. La morena de la derecha parecía una artista de cine, con el pelo a lo
garçon
y los labios pintados por un niño que quiso dibujar un corazón.
—Me gustaría ver un libro. ¿Es posible?
—¿Es usted socio? ¿Tiene el carnet?
—No, soy periodista —se describió Emilio, con la esperanza de que su oficio le diese acceso a la biblioteca y, de paso, dejase deslumbrada a semejante belleza como la que permanecía allí sentada con las piernas cruzadas, más pendiente del perfil curvado de sus uñas que de los libros y legajos que unos pesados pisapapeles tenían aprisionados sobre la mesa.
—Lo siento, hay que inscribirse.
—Sólo será un momento, señorita.
El «señorita» se le escapó, quiso decir «bonita».
—Le digo que lo siento. Rellene una ficha de socio y le haremos un carnet. Dentro de un par de días estará listo.
Por fin, la joven levantó su mirada hasta donde se lo permitieron unas pestañas que ascendían como visillos perezosos. Después de observar al recién llegado, que se había puesto su mejor máscara de corderito degollado, dijo con un leve desdén.
—Está bien, preguntaré si puede.
Pero no tardó en volver con una respuesta que parecía venir implícita en la oscilación desproporcionada de sus caderas.
—No, no se puede.
Emilio se retiró unos metros y se detuvo a pensar cómo conseguiría atravesar aquella barrera burocrática. Una mujer mayor, enfundada en una bata y armada con una gran escoba, pasó a su lado.
—Si busca algo raro, pregúntele a María, es la que sabe dónde se guardan aquí las cosas —le recomendó.
—¿Y quién es María?
—La del fondo, la única que trabaja y limpia su escritorio al terminar.
Mientras se dirigía hacia el final de las hileras de mesas, se percató de que dejaba atrás las sonrisas y cuchicheos de aquella mesnada de mujeres, acostumbradas a atender a sabios engreídos con levita cargados de legajos, pero que casi nunca recibían a periodistas en gabardina y con americana de cheviot. El cabello rubio y ondulado de la tal María, sólo a medio domesticar, enmarcaba un rostro bien trazado y una expresión nada superficial, aunque de difícil interpretación. A medida que se acercaba, ella lo miraba de reojo, como quien espera una mala noticia. Emilio quiso sacar ventaja.
—María, ¿verdad?
—Sí, ¿quién se lo ha dicho?
—Está grabado en bajorrelieve a la entrada: «Si necesita algo especial, pregunte por María».
A la chica le resultó grata la ocurrencia, tal vez porque era la verdad. Emilio no se detuvo esta vez en halagos.
—Necesito ver un libro… un tanto especial, ¿me puede ayudar?
—A ver, dígame de qué se trata.
—Un facsímil del Códice Sinaítico.
María frunció una ceja mientras alargaba el cuello, como si no hubiese oído bien. Se acercó a su interlocutor mientras le miraba a los ojos con atención.
—¿Cómo ha dicho?
—Una copia del Código Sinaítico. Si quiere, se lo digo en latín, a lo mejor lo tienen archivado así.
—No, no es necesario —respondió la joven, que parecía no dar crédito a las palabras del de la gabardina—. Perdone mi sorpresa. Aquí viene mucho investigador pomposo en busca de cosas raras, pero lo suyo es una proeza.
Ahora el extrañado era Emilio.
—Entonces, ¿sabe de qué libro le hablo?
—Sí, algo sé: la copia que envió aquí el zar de Rusia. He oído hablar de esa historia. ¿Y qué pretende hacer con él?
—Sólo verlo, me lo han recomendado.
—¿Para el periódico?
Emilio se quedó desconcertado. Las murmuraciones femeninas no sólo eran capaces de saltar de mesa en mesa, igual que las conexiones cerebrales que habían valido un Nobel a don Santiago Ramón y Cajal. Podían incluso salvar la gran distancia existente entre los dos mostradores con una velocidad y una precisión dignas de estudio histológico.
—¿Ya le han dicho que soy informador de prensa?
—No, nadie me ha dicho nada —dijo, muy puesta—, me lo ha parecido.
—Menos mal, hace poco me confundieron con un representante del mundo del espectáculo.
—Eso es porque va muy peinado.
—Justo, por eso mismo —elogió Emilio la capacidad de observación de María.
—Pues no sé si desanimarle. El Código Sinaítico debe de estar en una de las bodegas de acceso restringido. No es fácil llegar hasta él.
Emilio le dedicó media sonrisa, cual si las cámaras de acceso restringido fuesen para él una vía pública que recorría a diario sin cortapisas.
—Va a necesitar algún permiso especial. ¿Tiene acreditación de investigador, de catedrático…?
La media sonrisa se transformó en media decepción.