La biblia bastarda (15 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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En ese momento, Luigi, el cocinero, se acercó a la mesa del profesor con su ayudante, que le seguía a un par de pasos de distancia.


Guten Morgen
, Luigi. ¡Cuántos días sin verte! Siempre son un placer tus desayunos cuando uno ha pasado tanto tiempo en el desierto.

—Es usted muy amable, señor Von Tischendorf. Me han avisado los camareros de que nos visitaba de nuevo y he querido saludarle. ¿Qué tal le fueron sus asuntos por el sur de Egipto?

—Estupendamente, Luigi. Todo en orden. Regresé ya hace unos días. ¿Hay novedades con ese famoso canal que quieren construir en Suez? El hotel está repleto de huéspedes. Se diría que ya estuviese abierta esa nueva vía marítima y que hubiesen llegado a la vez todos los barcos del mar Rojo y del Mediterráneo y hubiesen desembarcado sus tripulaciones. ¡No va usted a parar de preparar huevos con beicon y café!

—Deben de estar a punto de comenzar la obra, Von Tischendorf. Cada vez arriban a El Cairo más ingenieros y obreros franceses y de otras partes. Dicen que están trayendo a miles de trabajadores de todo Egipto para empezar las excavaciones. Hablan de comenzar esta primavera. Este país está de moda.

Luigi hizo un gesto a su acompañante para que se aproximase.

—Por cierto, quiero presentarle a mi ayudante, un español, Francisco Pérez. Le conté que lo conocía y que era usted ahora un emisario de su majestad el zar Alejandro II de todas las Rusias. Está empeñado en servir en la corte de San Petersburgo y quiere saber si le puede orientar. Disculpe mi atrevimiento, pero me gustaría recomendárselo, es una persona de fiar y el mejor asistente que he tenido. En el peor de los casos, si no puede ayudarle, al menos lo conocerá y si algún día yo ya no estoy por aquí, cuando él sea el jefe de esta cocina y usted retorne por estos lares, Francisco seguirá tratándole a cuerpo de rey en este comedor. Es el inventor de esas tortitas de queso y patata que ha tomado usted. Me ha parecido buena idea que se conozcan.

—Cualquiera es bienvenido si llega de tu parte. Cuénteme algo sobre usted, señor Pérez. ¿Por qué quiere irse a Rusia cuando todo el mundo viene a Egipto?

Francisco Pérez era un hombre joven no demasiado alto. Su cabello rubio emparentaba con unos ojos azul celta que brillaban y se movían con viveza, como si absorbieran todos los detalles de lo que pasaba a su alrededor. Ataviado con un impecable delantal blanco, sus modales resultaban elegantes.

—Es un placer, señor Von Tischendorf, y gracias por escucharme —se presentó el español—. Tengo treinta años y hablo varios idiomas: portugués, francés, griego y, por supuesto, español. Además, ahora estoy aprendiendo ruso y alemán. Me gustan los hoteles, adoro trabajar en ellos y, aunque estoy encantado con mi oficio de cocinero, me gustaría cambiar por un tiempo este calor asfixiante por el frío del norte. He visto imágenes en algunos de los diarios sobre la corte rusa y creo que ése es mi destino.

—¿Busca usted aventuras, señor Pérez? Porque para eso este país es uno de los mejores, no necesita moverse.

—No soy un aventurero, señor —puntualizó el cocinero—. Mi superior, Steinschneider, puede darle fe de mi dedicación al trabajo y a los clientes. Nunca ha habido una queja, sino al contrario. Me esfuerzo de sol a sol con una sonrisa. Los clientes me aprecian porque puedo hablar con casi todos ellos con fluidez y los ayudo a navegar en esta exótica ciudad tan difícil de comprender para el extranjero. —Su mirada se evadió durante unos instantes—. Tengo un hijo de diez años en España al que no veo desde hace ya cuatro. Dispongo de algunos ahorros y me gustaría volver a mi país, preocuparme por los asuntos de mi familia, ver si todo sigue en orden e irme con ellos al norte de Europa para que ese niño logre otra educación y vea mundo, como su padre. Usted no conoce la mísera vida en las aldeas de mi patria, nada tiene que ver con El Cairo ni con Alemania o con Rusia.

Von Tischendorf comenzaba a dar muestras de aprobación ante la voluntad de Pérez, que siguió explicándose.

—Me gustaría servir en una corte, aprender otros idiomas y costumbres. Además, aunque mis padres y mis abuelos eran católicos, mis viajes hicieron que abrazara la fe ortodoxa y eso me lleva a buscar países en los que mi alma está más tranquila, rodeada de mis hermanos. Luigi dice que usted tiene muy buenas relaciones con la corte rusa. Si le pareciera adecuado, sólo necesitaría una carta de presentación para cuando me vaya.

—Me gustaría ayudarle, Francisco, pero poco puedo hacer, porque mi influencia no va más allá de la misión que tengo encomendada: mejorar la Biblioteca Imperial de su majestad.

—Si me ayuda, puedo trabajar a su servicio para resarcirle.

Von Tischendorf dudó un segundo.

—¿Ha dicho que sabe usted griego, Francisco? —le preguntó.

—Cuando era muy joven, durante mi estancia en Grecia, estudié en un seminario en Corfú. Los padres me instruyeron con ahínco, además de convertirme a sus creencias. Conozco perfectamente los textos sagrados. En algún momento llegué a pensar en tomar los hábitos, pero mi personalidad me impedía echar raíces. En la propia Corfú fui
maître
de un balneario durante dos años. Señor, ¡soy capaz de leer los clásicos en griego con fluidez! También le puede pedir mis referencias al vicecónsul español en El Cairo, don Bernardo Lescura. Algunas veces traduzco escritos para nuestra legación diplomática en Egipto y le ayudo con los textos legales en griego.

—Y, con tanta actividad, ¿le queda alguna hora libre en la cocina de Luigi? —dijo el alemán, dirigiendo una mirada cómplice al cocinero.

—Pocas, pero una vez que acabemos de recoger las comidas puedo dedicar la tarde a trabajar para usted, antes de empezar el turno de las cenas. No me importaría hacerlo. ¡Póngame a prueba! —replicó con tesón.

—De acuerdo. Le pagaré cuatro libras al mes si me ayuda con un trabajo en el que también participarán dos profesores alemanes. Venga a verme mañana después del almuerzo al hotel Las Pirámides. Las dietas del zar no alcanzan para alojarme en el Shepheard —añadió Constantino, sonriendo—. Si hace su trabajo con diligencia, prometo entregarle una carta de recomendación para el ministro ruso de Cultura, que es quien me ayudó a organizar mi expedición. Tenga la seguridad de que al menos la leerá.

A Francisco se le iluminó la cara gracias a aquella pequeña rendija que se acababa de abrir para organizar su viaje a Rusia.

—Gracias, profesor. No se arrepentirá. Gracias, Luigi, eres un gran amigo.

—Los españoles son unos testarudos, Von Tischendorf —dijo Luigi—, por eso estoy seguro de que Francisco acabará sirviendo a la Gran Duquesa en el Palacio de Invierno.

El alemán se levantó y extendió su mano a los dos cocineros.

—Vayan con Dios y sigan preparando estos desayunos: son los mejores de El Cairo. Francisco, mañana nos vemos.
Auf Wiedersehen
, Luigi.

Von Tischendorf recogió su periódico, pagó el agua y abandonó la terraza. Bajó la escalera de entrada al Shepheard para toparse con varios vendedores y dueños de burros que ofrecían sus servicios para llevarle a donde quisiera. Pasó al lado de un francés con traje y bombín que, acompañado de una elegante señora, preguntaba cómo llegar al mercado de esclavos. Caminando por las calles de El Cairo, se dirigió a su modesto hotel para prepararlo todo antes de ir a recoger sus primeras ocho hojas del Código Sinaítico. Los misterios de aquella Biblia iban a empezar a desvelarse pronto.

Capítulo
9
LA BIBLIOTECARIA

S
i viene a buscar una provisión de perdón o un simple consuelo para su alma, hable con el padre Gustavo, que es el titular y quien decide cuál de nosotros administra y en qué medida.

—Perdón, padre… —respondió Emilio, a la espera de un nombre de pila.

—Padre Miguel Ángel —dijo aquel sacerdote que seguía de espaldas.

El cura estaba ante una pequeña ventana por la que se colaba la luz de invierno. Estaba trabajando sobre una pila de papeles bajo los que costaba ver las patas de una mesa de escritorio.

—Es usted el representante de la Compañía de Jesús en esta parroquia, ¿verdad?

En aquello de las sotanas había, como en otras indumentarias, diferentes cortes y estilos adaptados al gusto del caballero, pero Emilio, en cualquiera de sus manifestaciones, las consideraba como una prenda diseñada para morirse dentro sin haber sabido qué había pasado fuera. La del cura que le había recibido en la puerta era la clásica, la que convertía al hombre, si no era demasiado magro, en párroco de barrio ávido de donativos. Sin embargo, el del jesuita era un hábito menos convencional, con un abundante vuelo de faldón facilitado por varios frunces al final de la espalda y ajustado al torso mediante una larga hilera de botones forrados de raso. Era una sotana
dernier cri
sobre un cuerpo excesivamente alimentado. El alzacuello no variaba: siempre era el mismo precinto, y su función consistía en impedir que los secretos saliesen limpios a través de la garganta.

—Pues sí, yo soy el jesuita —contestó por fin, mientras se giraba hacia el recién llegado—. Le resultará extraño encontrarme así, con la vestimenta talar. Las autoridades nos obligan a vestir de civiles, pero a mí me resulta una irreverencia estar en la casa del Señor sin mostrarle los debidos respetos. No busca confesión ni consejo, entonces.

—Puede que en otro momento intente procurarme la salvación, pero mientras me dedico en cuerpo y alma a lo contrario, lo único que pretendo encontrar es algo de información. Soy periodista; de
La Voz
, ¿sabe?

—¡Ah!, tal vez le sorprenda conocer que utilizo su periódico para tener noticia de lo que pasa en el extranjero. De este país no hace falta saber demasiados detalles. La mayor parte son descorazonadores.

Emilio dudó sobre la sinceridad del cura, pero era cierto que aquella casa parroquial que compartía con el tal padre Gustavo contenía abundantes cúmulos de periódicos y revistas del más variado pelaje.

—Mire, mire usted a su alrededor si no me cree, don… —dijo el jesuita, también a la espera de un nombre.

—Emilio, Emilio Ruiz.

—Todo esto que ve son periódicos, muchos en otros idiomas. Cuando tu propia patria te ha repudiado, buscas la verdad en la interpretación lejana, desprovista de tanto estruendo.

—¿Y qué es lo que ha encontrado?

—La misma confusión que nos rodea, pero con diferentes acentos. En Alemania, ya sabrá, también nos persiguen; en Rusia nos avasallan; en Italia, en las costillas que guardan el mismísimo corazón de nuestra misión terrenal, nos quieren reventar a base de bombas… Pero, en fin, el Maestro también fue un represaliado, un fugitivo… Sólo hay que saber leer las Escrituras.

—Precisamente quería preguntarle por eso, por la Biblia —aprovechó Emilio la disertación.

—¿La Biblia? ¿También la han censurado los de la República?

—No, que yo sepa, aunque tampoco sería de extrañar, si nos atenemos al gusto que le han tomado a intervenir publicaciones. Vayamos al grano: querría saber si me puede aportar alguna información sobre el Códice Sinaítico.

—¡Ah, el Códice Sinaítico, el también llamado Código Sinaítico, Códex Sinaiticus e incluso Aleph…! —exclamó aquel cura con un tono misterioso que parecía buscar más respuestas que preguntas.

Se retiró los lentes, tal vez seguro de que no iba a necesitar fijar sus ojos en un texto que no estaba a su alcance. Lo que iba a decir se lo sabía de memoria.

—Ya me gustaría poder darle información de primera mano, pero poco sé —comenzó a relatar—. Creo que está en Londres, exhibido en público como un vulgar ladrón al que hubieran reducido y apresado por la fuerza. Fíjese usted, una pieza de un valor espiritual inabarcable se ve ahora convertida en mera mercancía por ingleses y rusos, esos simples aprendices de apóstatas. Los primeros se quedaron a medio camino de la herejía, y los segundos derivaron en completo anatema… Según he visto en la prensa, los británicos han pagado cien mil libras esterlinas, ¡unos cuatro millones de pesetas! ¿Qué le habría costado al gobierno español o a cualquier otro con unas mínimas luces hacerse con un documento así? La palabra de Dios no tiene precio.

Emilio dudó que ningún gobierno, que no fuese el estrafalario Gabinete británico, estuviese dispuesto a pagar una suma tan extraordinaria por un ejemplar de la Biblia, aunque viniese autografiado por los mismísimos evangelistas y contuviese unas fibras de la Sábana Santa a modo de suplemento devocional para sus lectores.

—Pero ¿qué tiene de especial?

—¿El Códex Sinaiticus? ¡Es la Biblia más antigua de cuantas están a nuestro alcance! La podríamos considerar como la madre de todas las que se han copiado después, en ausencia de originales más vetustos u otras reproducciones anteriores conocidas.

El cura se había puesto en pie y, un tanto nervioso, comenzó a moverse entre los muebles de aquella habitación. Embutido en su sotana, se desplazaba como un peón de negras movido por unas invisibles ruedecillas en su base. Aunque no se apreciaban las pisadas ni el doblar de las articulaciones, aquello no era levitar, era el movimiento alocado de un juguete de cuerda. Emilio, también de pie, intentaba seguirlo con la mirada y con el oído.

—¿A qué responde su interés por el códex, si se puede saber? Ya imaginará que mi delicada situación social me obliga a ser suspicaz respecto a las intenciones de las personas que acuden a mí, aunque parezcan bienintencionadas, como es su caso —preguntó el sacerdote.

—¿Que a qué se debe mi interés? Tal vez a que todo aquel a quien pregunto intenta eludir una respuesta clara. Unos correligionarios suyos de la Compañía me han dicho que usted me podría ayudar —mintió el redactor, pensando que si venía de parte de otro jesuita no despertaría sospechas sobre Irene ni habría más preguntas sobre el origen de su inquietud.


Quod dare non possis, verbis promittere noli —
continuó el sacerdote, y Emilio entendió lo que decía gracias a los rudimentos de latín que le había proporcionado un fraile en sus tiempos colegiales—. Tampoco vaya a pensar que yo soy un erudito en la materia, pero le diré que, para nosotros, ese libro es muy importante. Demuestra, en primer lugar, que las Sagradas Escrituras no son una invención novelada ni una ficción reescrita: es la pura verdad llegada hasta hoy a través de copias o, como mucho, de traducciones respetuosas. Se trata, por el momento, de la única prueba de que cualquiera de esas Biblias que ve usted por ahí —oteó las estanterías de alrededor, sin éxito— son hijas del original. Han pasado dos mil años, pero la primera piedra en que se asentó este edificio sigue siendo la misma, aunque…

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