Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Pues si no la tiene…
—Pero trabajo en
La Voz
, estoy investigando.
—No creo que eso cuele. Voy a hablar con el jefe. ¿Me da su nombre?
—Anda, ¿no lo ha adivinado ya?
—¿Está grabado en bajorrelieve en algún sitio, como el mío? Déjese de entretenimientos de salón, que tengo mucho que hacer.
—Perdón, soy Emilio, Emilio Ruiz.
—Pues, Emilio Ruiz, espere aquí sentado hasta que vuelva.
El vestidito verde, muy formal, se puso en pie. La extensión textil era más de la necesaria para cubrir un cuerpo de mujer delgado y esbelto, de manera que sus formas sólo podían intuirse. Aun así, la figura ofrecía la suficiente información para agradar a Emilio, que apreció lo bien combinados que resultaban el tono de aquel vestido y el de la cabellera. Y lo bien que le sentaba aquel pelo a los ojos grises. Y lo mejor que le quedaban los ojos a aquellos labios delgados que no se prodigaban en sonrisas, pero decían mucho, aunque estuviesen cerrados. Estuvo a punto de dar gracias a Dios por aquella mezcla de rasgos genéticos, pero prefirió atribuirlos al salteado de guisantes de Mendel. Estaba claro que María no quería ser la imitación cañí de una actriz de cine, como muchas de sus compañeras. Era una chica con carácter propio: la que su madre le habría recomendado para enderezar los pasos errados.
—Mire, le presento a don Liberto, es mi jefe —fueron las palabras que acompañaron a María en su regreso.
Con una corbata que parecía diseñada para pasar inadvertido en funerales y velatorios, el tal Liberto no traía buenas noticias.
—Me ha contado María su intención de ver el Códice Sinaítico. Lo siento, pero eso no es posible si no está usted acreditado por algún centro de investigación o alguna universidad.
—Pero, don Liberto, sólo se trata de un trabajo periodístico. Quiero escribir un artículo sobre ese libro…
—¡Le he dicho que no! —añadió cortante—. El acceso a determinadas piezas no es libre, ni debe serlo. Se podrían deteriorar, podrían acabar en manos inadecuadas.
—Oiga, que a mí lo último que se me ocurriría es robar un libro. Y menos una copia.
—Pues empiece a estudiar, consiga una cátedra, prepare una tesis, hágase investigador y le permitiré verlo.
—Esta República está a medio hacer. ¡Un permiso para ver un triste libro! ¡Con los Borbones no pasaba esto! —soltó Emilio, en tono quisquilloso y burlón, buscando su última oportunidad.
Pero lamentablemente no estuvo muy acertado: había dado con un monárquico recalcitrante que permanecía de jefe en una institución oficial republicana. Un caso raro. Don Liberto estaba visiblemente ofendido.
—¡Oiga! ¿Acaso cree usted que los Borbones le darían autorización para entrar aquí como Pedro por su casa? De hecho, ese libro que busca está aquí gracias a ellos y a su indiscutible celo. Se lo regaló la corte rusa a la realeza española. ¡Así se hacían las cosas, no como ahora, que todo se compra y se vende al mejor postor!
Emilio advirtió que el asunto se le estaba yendo de las manos y, además, estaba abochornando a María, que había buscado refugio de nuevo en su mesa, donde ordenaba papeles entre los que colocaba pequeñas fichas.
—Siento haberle molestado. Ya me voy. Gracias.
Antes de llegar al pasillo, giró la cabeza para dedicar un gesto de agradecimiento a María, que apretó los labios y encogió los hombros como diciendo: «Qué se le va a hacer». De camino hacia
La Voz
, Emilio comenzó a hacer recuento de los logros obtenidos en sus últimas indagaciones y se sintió decaído. O había perdido la pericia al preguntar, o estaba ante un misterio que todos se empeñaban en amurallar, lo que le hizo sentirse inmediatamente animado a proseguir, por pura cabezonería.
La calle de Génova estaba animada. Las gentes de Madrid gustaban de callejear incluso cuando las temperaturas invitaban a resguardarse. O puede que en casa hiciese aún más frío que al aire libre. La voz de una cerillera pregonando mechas fue la excusa que le hizo girar la cabeza lo bastante para ver un abrigo marrón cruzado de solapas anchas, terminado en sombrero, doblando la esquina que él acababa de dejar atrás. Ese hombre le estaba siguiendo y parecía aproximarse, según le revelaba el rabillo del ojo y el cristal de algún escaparate con el que se cruzó. No quiso mirar atrás ni tenía interés por esperar a saber qué embajada traía aquel tipo de envergadura y aspecto poco amigables. Se detuvo ante una guarnicionería para intentar cerciorarse de que realmente venía a por él. Pocos segundos después cayó en la cuenta de que aquellos artículos —las sillas para montar, los bocados para el animal, los estribos o las riendas— no pertenecían a su mundo mientras no inventasen el periodista a caballo, algo que su perseguidor podría deducir de inmediato, a pocas luces que tuviese. Con miedo a que el del abrigo se diese cuenta de lo sospechoso de aquella parada, se giró e, instintivamente, se dispuso a cruzar la calle. A mitad de la calzada, dejó tras de sí un tranvía que circulaba exhausto cuesta arriba. Al segundo, un autobús que bajaba la misma pendiente se le puso enfrente. Cuando estuvo a tiro, saltó hacia la plataforma de entrada del autobús y se aferró a una barandilla para no perder el equilibrio. Mientras se acomodaba dentro vio con claridad el rostro de quien le seguía, que permanecía con la vista prendida del tranvía, tal vez pensando que se llevaba con él a su presa. Aquella cara no le dijo nada. Puede que tan sólo se estuviese obsesionando con el automóvil que le acechaba desde hacía unos días.
Ya en el periódico, centrado en sus tareas, le dieron el recado de que Gisbert le estaba esperando.
—Únicamente quería saber si podemos quedar cuando termines. Tengo una investigación en marcha en un casino ilegal que se ha montado en la calle del Pez, pero no puedo ir solo para no despertar sospechas.
—Eso, y piensas que un policía y un periodista despiertan menos suspicacias que un policía solo.
—Venga, Emilio, que te estás echando a perder con tanta formalidad.
—Lo que me estoy echando son algunos años encima. Tengo tantos como el siglo. Ya no estoy para trotes.
—Pero no le vas a decir que no a una partidita, unas copitas… Y, si la cosa se nos da bien y nos hacemos con unos caudales, nos vamos de putas, ¡de las caras!
—Joder, Vicente, que tienes señora.
—¡Y tan señora que es que ni me rechista!
—Va a terminar fugándose con el cartero, o con ese militar que vive encima.
—¡En el piso de encima, querrás decir! ¡Habla con propiedad! —le reconvino el policía.
—Tranquilo, Vicente, que no iba con segundas…
—Bueno, entonces, ¿hacemos una incursión por los bajos fondos?
—Venga, hecho —consintió Emilio, resignado—. Pero nada de peleas ni de putas.
—Te lo prometo —asintió el policía mientras cruzaba los dedos de su mano derecha en el interior del agujereado forro de raso de su bolsillo. Era consciente de que la palabra que le ofrecía a Emilio tenía tan poco valor como gran parte de los billetes que circularían de noche por aquel casino.
—Por cierto, Vicente, ¿habéis interrogado a los falangistas?
—¿A los falangistas? Sí, claro, pero no han aportado gran cosa. Dicen que no fueron ellos, que no saben ni quién era aquel chico. Si llegan a pillar a alguno de los de la FUE lo despellejan, pero el estudiante no estaba entre sus objetivos. Seguro que mienten.
—Seguro… —musitó Emilio, sin mucha convicción.
—Además —continuó el inspector—, resulta difícil obtener información de esa tropa. En seguida se presenta allí su abogado. ¡No te puedes imaginar de quién se trata!
—¿De quién?
—¡Primo de Rivera!
—¿El de la espada? —se interesó Emilio, recordando el retrato del militar que había gobernado el país con mano tan férrea como ancha—. Pero ¿no había muerto?
—No, rediós, el dictador no. Su hijo, José Antonio Primo de Rivera, el jefe de esos fascistas.
Vicente Gisbert movió lentamente la cabeza con cara de relamido. Para él, la persona a la que acababa de mencionar había perdido toda su relevancia política y social. A continuación, el inspector miró hacia la puerta, que quedaba a espaldas de Emilio. Éste creyó vislumbrar en los ojos del policía una expresión de gula mal disimulada.
—¿Qué miras? —preguntó el periodista.
—Emilio… —dijo desde atrás una voz de mujer.
Se giró y se encontró de frente con María, la chica rubia de la biblioteca, aunque más abrigada y menos secretaria. Que un periodista fuese a la Biblioteca Nacional a buscar una Biblia podría parecer absurdo, pero que una oficinista de la Biblioteca Nacional fuese en busca de un periodista resultaba una carambola más endiablada aún.
—¿Tiene un momento? —le pidió.
—Claro, María.
Gisbert se marchó intentando que la chica no lo viese durante el repliegue y señalando su reloj con el dedo mientras le recordaba a Emilio con la boca muy abierta, pero sin emitir sonido alguno, que «¡a las ocho!». Estaba claro que el policía temía que la señorita estropease sus planes nocturnos; aunque, por otro lado, aquella joven le parecía una razón poderosa para que su amigo lo abandonase a su suerte. Él mismo estaría dispuesto a dejar a su sufrida esposa por una mujer tan enigmática.
R
esultaba extraño comprobar cómo las cosas podían ir mal y bien a la vez. Habían pasado dos meses y los trabajos de los tres germanos y el español marchaban a buen ritmo, pero la transcripción del texto estaba sacando a la luz algunas informaciones inesperadas. Trabajaban en una habitación con un gran ventanal que el profesor tenía alquilada en el hotel Las Pirámides. Los alemanes hacían turnos alternativos de mañana y tarde. Francisco acudía siempre a la hora de la siesta y permanecía allí hasta las cinco. Entonces volvía al Shepheard a preparar las cenas. Aquellas escasas horas diarias, a las que había que añadir su dedicación el día de descanso semanal de la cocina, y las enseñanzas del biblista habían sido suficientes para que aquel políglota aprendiz de chef apreciase el valor histórico y doctrinal del código.
El libro estaba escrito sobre un pergamino de gran calidad, cortado en páginas casi cuadradas de 38 centímetros de lado. La mayor parte del texto estaba compuesto en cuatro columnas. Sin embargo, los libros poéticos —Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés y Cantares— estaban escritos a dos columnas de 48 líneas por página y las epístolas católicas tenían 47 líneas. Los caracteres unciales estaban muy bien formados, sin acentos ni remates, excepto algunos apóstrofos y puntos finales. Según las estimaciones de Von Tischendorf, los escribas rellenaban de tinta sus plumas cada línea y media. El profesor estaba convencido de que habían sido cuatro personas diferentes las que lo habían elaborado. Con el paso de los días, las ciento diez mil líneas estaban ya casi copiadas mientras el alemán comprobaba pacientemente, una a una, las más de doce mil notas que los traductores y posteriores custodios habían añadido.
Avanzaba la primavera y subía la temperatura. En breve se haría más complicado reproducir los textos de las Sagradas Escrituras sin que el sudor de las manos o las incontrolables gotas caídas desde la frente deterioraran las copias, o aún peor, los originales. Pero lo que se elevaba de verdad era el nivel de preocupación de Von Tischendorf, al que le habían sobrevenido importantes inquietudes. La primera era que, a pesar de sus sucesivas peticiones, los monjes no parecían muy convencidos de ampliar el permiso concedido para copiar el Códice Sinaítico para que se lo pudiera llevar a Rusia. Ése era el destino que ya tenían asignado el resto de las obras antiguas griegas que había ido adquiriendo con el propósito de incrementar los fondos de la Biblioteca de San Petersburgo en honor del zar Alejandro II, su protector, y que ahora se iban acumulando en los baúles de la habitación que había convertido en estudio. La segunda, no menos crucial para sus intenciones, tenía que ver con que seguían apareciendo importantes variaciones en la Biblia griega con respecto a la que las Iglesias mantenían entonces como texto indiscutible.
Von Tischendorf se quedó mirando por la ventana hacia el horizonte, donde se podían apreciar los contornos de las tres pirámides. Su principal desvelo era también su decepción. En el Códice Sinaítico, entre otros descubrimientos desconcertantes, no aparecía ninguna frase de los evangelistas que indicara que Jesucristo había ascendido a los cielos. Eso significaba que los versículos que en las Biblias posteriores relataban ese episodio eran una simple y llana manipulación: se habían añadido sin el menor escrúpulo. Lo que por su parte comenzó como un intento de demostrar que los textos sagrados se ajustaban a la verdad de la historia estaba convirtiéndose en el descubrimiento de una gran mentira, en una demostración de cómo los hombres podían haber tergiversado la palabra de Dios a lo largo del tiempo. Cuando encontró aquel códice, Von Tischendorf no pudo imaginar que en sus escritos no estuvieran los pasajes que relataban uno de los principales milagros bíblicos en los que creían ciegamente millones de personas.
El Evangelio según san Lucas, el que el mundo cristiano llevaba siglos leyendo, rezaba en su tramo final: «Y aconteció que, bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo».
Pero en aquel pergamino sólo decía: «Y aconteció que, bendiciéndolos, se separó de ellos».
¿Quién y por qué añadió después la frase «y fue llevado arriba al cielo»? Los cristianos siempre habían creído en la glorificación de Jesús de Nazaret al subir a la morada celeste, el lugar donde estaba Dios y en el que, al ascender, el Hijo había sido investido de la divinidad del Padre.
A medida que avanzaba con la transcripción, Von Tischendorf era más consciente de que podía estar introduciendo en un laberinto a la Iglesia, a toda la cristiandad. Además, que al acabar Lucas se hubiera añadido una frase podía considerarse una nimiedad comparado con lo que ocurría en el Evangelio de san Marcos, al que la imaginación, siendo benévolo, pero sobre todo la mano de alguien había añadido no ya un enunciado, sino más de diez versículos nuevos que no aparecían en los pergaminos del códice. Miró su propia Biblia, con la que rezaba todas las noches, y la abrió por el final de Marcos esperando haberse equivocado en su lectura; pero, por más que se empeñara en abrir una y otra vez el libro sagrado, aquel texto no acababa en el capítulo 16, versículo 8, como sucedía en el códice que estaba transcribiendo. Alguien, con gran vena literaria y una intencionalidad bien diferente de la original, había añadido mucho más. Todos estos versos clásicos no estaban allí: