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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (43 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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Por suerte se equivocó. La centinela encontró algo que lanzar para interceptar la zarpa letal del demonio. Su propio cuerpo. En el último instante, saltó sobre el Gris y recibió el golpe por él, en mitad de la espalda.

La zarpa atravesó la chaqueta de cuero, desgarró piel y músculos, y destrozó un par de costillas. Silvia no se lo esperaba. La centinela aprovechó el fugaz desconcierto del demonio para golpearla con la inercia del salto, que le hizo perder el equilibrio. Álex se asombró de la fortaleza de Miriam, de su resistencia al dolor. La sangre de su espalda empapaba todo su cuerpo, caía sobre el Gris, que seguía en el suelo semiinconsciente. La centinela recuperó el martillo y destrozó una de las manos del demonio aplastándola contra la pared.

Silvia no pareció sentir dolor alguno.

Era el momento idóneo. Álex surgió de su escondrijo, en completo silencio, y agarró un ladrillo, uno grande, lo suficiente para ser un proyectil eficaz, pero no tanto como para que el peso le impidiera manejarlo con soltura. Apuntó cuidadosamente, calculó el momento preciso y lo lanzó con todas sus fuerzas.

El ladrilló voló por el aire.

Plata apareció de repente, con sus pisadas resonando en el pasillo. Tenía aspecto de estar enfadado. Sostenía su barriga con las dos manos mientras se acercaba observándolo todo con ojo crítico, balanceándose ligeramente de un lado a otro al caminar.

—Niño, por fin os encuentro. Encantado de verte, querida —inclinó la cabeza ante Sara—. ¿A qué viene tanto ruido? Así no hay quien duerma. ¿Y qué le pasa a Mario? —preguntó mirando al millonario, que yacía en el suelo con la mirada perdida en algún punto del techo.

—¡Plata! Me alegro de verte, macho —dijo Diego—. Pasa de Mario, se le ha ido la olla.

El hombretón asintió.

—Seguro que es por enterarse de que Silvia no es su hija. Esas cosas duelen. No quiero ni imaginarme lo que me pasaría si me enterara de que mi hijo no es mío, sino de otro.

Sara contuvo la respiración. ¿Plata sabía que Silvia no era hija de Mario desde el principio? De ser ese el caso, ¿por qué no se lo había dicho al Gris? ¿Sabría también que su padre era un demonio y que ella era un híbrido? A esas alturas, no le pareció descabellado que así fuera. Ya le habían advertido de que Plata estaba al tanto de muchas cosas, como por ejemplo que el Gris había descuartizado a Samael cuando ni siquiera a Miriam se lo habían dicho los ángeles.

Los cambios de cuerpo y todo lo demás relacionado con Plata no era lo más difícil de comprender. La rastreadora se dio cuenta de que llegar a conocerle, a entender sus motivaciones, era con diferencia el verdadero reto. Tal vez fuera imposible. Plata era demasiado complejo e insólito.

Por eso había algo que la había sorprendido por encima de todo.

—¿Tienes un hijo, Plata? —preguntó Sara, atónita.

—No, que yo sepa. Aún no he encontrado a la mujer adecuada —enrojeció y se rascó la barbilla, nervioso—. Tal vez, algún día... —tosió y carraspeó, se aclaró la garganta sin mirarla a los ojos—. Claro que he estado en cuerpos que tenían hijos, incluso nietos. Una sensación agradable.

—Plata, ¿has visto al Gris? —preguntó Diego. Les llegaban ruidos desde la habitación contigua, en la que había entrado el Gris destrozando la pared cuando le arrojó el demonio. Lo que el niño quería saber era si Plata había intervenido en la pelea.

—No, últimamente no me hace mucho caso. —Se inclinó sobre Diego con aire conspirador—. Creo que le preocupa que ocupe su cuerpo, ¿sabes? Naturalmente, no me lo ha dicho, pero yo tengo olfato para esas cosas. Por cierto, tienes mal aspecto. La maldición, ¿verdad? Mala cosa. Ven, deja que te ayude. Yo te sostengo, apóyate en mí. Así, agárrate a mi brazo.

Miriam estaba empapada en su propia sangre. Manaba de la espalda, del zarpazo que le había dado la niña al escudar al Gris con su propio cuerpo, y resbalaba hasta los pantalones, caliente y pegajosa.

Y no sentía ningún dolor. Su entrenamiento la había preparado para soportar eso y mucho más. Si se detenía a pensarlo, sabía que una herida tan seria no podía ignorarse sin pagar las consecuencias más adelante, pero ahora no tenía tiempo para consideraciones. Los ángeles le habían infligido castigos mucho peores y ella siempre los había superado todos, sin venirse abajo, sin pronunciar una sola súplica. Esta vez no iba a ser diferente.

Además estaba encolerizada, temblaba de rabia. La adrenalina amortiguaba el dolor mejor que cualquier narcótico o método sanador.

El demonio soltó un rugido feroz, como el de un oso, y sacudió el muñón de su brazo derecho. El martillo de la centinela había seccionado la mano. La muñeca destrozada expulsaba sangre como una manguera. Era un líquido denso, de color marrón oscuro y humeante, tan apestoso que mareaba. Silvia alzó el brazo y bañó a Miriam con su maloliente sangre. Le cubrió la mitad de la cara y tiñó de rojo su fabuloso pelo dorado.

Miriam sintió que su rostro se derretía al contacto con la sangre del demonio. El pelo empezó a arder. Era como si hubiera metido la cabeza en un barril de ácido. El dolor bajaba por su cuello según iba cayendo la sangre. Conocía una runa que podía curarla, o al menos evitar que la sangre se extendiera por todo su cuerpo quemándola viva.

Pero no la usó. Eso era lo que el demonio esperaba de ella.

La centinela se apartó del Gris, que seguía al borde de la conciencia en el suelo, para que no le cayera encima la sangre del demonio, y atacó con el martillo. El golpe fue demoledor. Alcanzó a Silvia en el pecho, justo en el centro, y la empotró contra la pared del fondo. No pudo evitar sorprenderse cuando vio que la niña aún se movía. Nadie había sobrevivido nunca a un impacto directo de su martillo con todas sus fuerzas.

Miriam se acercó para rematarla de una vez por todas. El ácido seguía corroyendo la parte izquierda de su cara. Pronto llegaría al hueso. No veía nada por el ojo izquierdo y supo que ya nunca lo recuperaría, y probablemente el oído tampoco. Prefirió no pensar en cómo le iba a quedar el cuero cabelludo. La centinela levantó su martillo una última vez y lo descargó con toda la rabia acumulada en su interior, directamente contra la pequeña cabeza de Silvia.

Volcó hasta el último resto de fuerza en el golpe definitivo. Impulsó su arma con todo el odio que arrastraba desde que la violaron a los doce años, con el sufrimiento del entrenamiento más duro imaginable y los castigos más despiadados, con la frustración por sus sentimientos afectivos reprimidos, insatisfechos, y con la cualidad más poderosa que ella tenía: su voluntad.

El martillo se convirtió en un arma cargada con toda la energía de la centinela más poderosa del mundo. Descendió dejando una estela dorada...

Y falló.

En el último instante un ladrillo llegó volando y la golpeó en el hombro. Aquello la desequilibró y desvió el golpe. El martillo se estrelló contra el suelo, cerca de la cabeza de la niña, pero sin llegar a tocarla.

Miriam giró su cabeza medio derretida y vio a Álex con el único ojo sano que le quedaba. Iba a gritarle algo, a intentar decirle cuánto le odiaba por haberle hecho fallar, cuando notó un golpe en la mano. La muñeca se le partió con un chasquido y se le dobló hacia atrás, hasta que las uñas de los dedos tocaron el brazo. El martillo salió despedido, atravesó la pared y voló recto. Antes de que reaccionara, la centinela ascendió en el aire y volvió a caer. Miró hacia abajo y vio a la niña sonriendo.

Tenía la zarpa dentro de sus tripas. Miriam sintió cómo se revolvía en su interior, destrozando sus órganos vitales. Se quedó sin fuerzas, con una mano rota y sin su arma para intentar defenderse. El calor escapaba de su cuerpo rápidamente, salía por su vientre, mientras sus intestinos se deslizaban por el brazo de la niña.

El suelo se vino abajo y el demonio cayó. Miriam consiguió aferrarse a un mueble con una mano y sujetar sus tripas con la otra. Logró evitar caer por el agujero.

—¿P-Por qué? —consiguió preguntar con un esfuerzo sobrehumano. Escupió sangre al hablar—. Salvé... al... Gris... ¿Por qué me... hiciste... esto?

Álex estaba de pie ante ella. La miró sin parpadear.

—Te dije que no te permitiría que entregaras al Gris a Mikael. —La centinela quiso decir algo pero no pudo—. No trates de hablar o te dolerá más. Hay otra razón, Miriam. Tú conoces mi secreto, lo dedujiste, y no puedo consentir que se lo cuentes a nadie, mucho menos a los ángeles. Tu muerte es necesaria. Mi misión es demasiado importante y transcendente como para ponerla en peligro, y contigo no se puede razonar, nunca me habrías guardado el secreto. Nos conocemos muy bien. Sabes que es verdad. Tú eres la única centinela que jamás, bajo ninguna circunstancia, habría traicionado el código. Por eso vas a morir. Y Mikael no se enterará de nada. Cuando examinen tu cadáver verán que fue un demonio quien acabó contigo, cosa que es cierta. No podrán saber que yo te desestabilicé arrojándote un ladrillo. Adiós, Miriam. Ya he contestado a tu última pregunta.

Álex se dio la vuelta y desapareció.

Miriam no podía moverse. Se quedó tumbada en el suelo, con la mitad de la cabeza abrasada, la espalda destrozada, las tripas escurriéndose entre sus dedos y sin poder creer lo que acaba de oír.

Tampoco esta vez se quejó. Ni un gemido.

VERSÍCULO 31

Diego parecía una mota de polvo al lado de Plata. Era más bajo que la media de chicos de catorce años, mientras que el cuerpo que ocupaba Plata era enorme, especialmente a lo ancho. En consecuencia, Diego pasaba dificultades para apoyarse en el grueso brazo de Plata y andar con comodidad.

Sara les seguía en silencio, fascinada con su conversación. Tenía la sensación de que podría escucharles durante años sin cansarse. Hablaban de tantas cosas extrañas y misteriosas, y de un modo tan natural, que era imposible no sentir interés. Por un momento, la rastreadora llegó a olvidarse de dónde estaban y del peligro que corrían. Solo por un momento.

—Y por eso los ángeles odian a los dragones —terminó de decir Plata, satisfecho de su explicación.

El pasillo tembló con una pequeña sacudida. La pelea estaba cerca, al otro lado de la pared.

—¿Por las alas? —preguntó el niño, poco convencido—. No lo veo muy claro, tío.

—Que sí, niño, confía en mí —dijo el hombretón rebosando paciencia—. ¿Hay algún otro ser inteligente que tenga alas? ¿Y que pueda volar? ¿Lo ves? Es una cuestión de envidia. A los ángeles les gusta sentirse únicos y especiales, y los dragones rivalizan con ellos en el dominio del aire.

A Diego se le escapó un gemido débil. Cojeaba por la herida de la pierna, la que le había hecho el demonio, y le dolía todo el cuerpo por la maldición. Vamos, que estaba hecho una pena.

—¿Sabes, Plata? —dijo con cierto grado de admiración—. Al final me vas a convencer y todo. No puedo evitar encontrar cierta lógica en tus desvaríos. Te quiero, tío, en serio. Eres una pasada, el más cachondo que conozco. No dejes de venir con nosotros cuando cambies de cuerpo, ¿me lo prometes?

—Pues claro, niño. Solo espero que no me toque un cuerpo que esté muy lejos. Una vez salté a un ruso, en pleno Moscú. Hacía un frío insoportable. Cuando regresé ya os habíais ido, y cuando os iba a encontrar de nuevo, tuve que cambiar de cuerpo otra vez. Por cierto, te hubiera gustado. Estaba en un chico de diecisiete años que hacía unas virguerías con un monopatín que ni te imaginas.

—Quita, quita. Yo en un cacharro de esos seguro que me rompo un brazo. Lo que me faltaba ahora...

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