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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (53 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Agrícola, que estaba cerca de los pretorianos, sacó como en sueños su espada. Demetrio ya había cogido su escudo. Y, al mirar por encima del borde a esa horda pintada que acababa de salir de las frondas, al oír los tambores, las trompas y esos aterradores gritos de guerra, el griego supo que aquellos no podían ser otros que los caníbales bayabas, de los que tanto habían oído hablar.

Eran ellos quienes, con astucia, habían soltado grandes masas de vegetación flotante, para que bloqueasen el canal y obligar así a la flota romana a detenerse. Sus bandas guerreras habían esperado ocultas entre las malezas, quizá durante días, con paciencia de cazador. Y sin duda aquellos poblados destruidos de río atrás, ésos que habían creído quemados por sus propios habitantes, habían sido arrasados por los antropófagos, que debían haber dado buena cuenta de aquéllos.

En el lugar en el que estaban trabajando, en el vértice de aquel embudo imaginario de tierras anegadas, no había casi espacio para maniobrar, lleno como estaba de juncales y con los grandes árboles de la selva colgando sobre las aguas del canal. Si los romanos no fueron arrollados por la avalancha guerrera fue gracias, ante todo, al carácter ordenancista de Tito Fabio; ése del que sólo hacía un rato renegaban casi todos. Porque había sido él quien se había empecinado en que los legionarios despejasen el paso, protegidos por las tropas ligeras. Y era él quien dispuso que esos mismos legionarios tuvieran, cerca y en seco, los escudos, cascos y armas, exactamente igual que si estuviesen trabajando en un asedio, o a la vista de un ejército enemigo.

Sonaban las trompas de bronce romanas, mientras los pretorianos se agolpaban tras sus escudos rojos y los legionarios retrocedían chapoteando, tratando de armarse. Los auxiliares, entrenados a la legionaria, lograron romper por un instante la carga de los caníbales pintarrajeados con una descarga cerrada de jabalinas, y se replegaron para unirse a los pretorianos. Los
numeri
, por su parte, hacían frente a los enemigos que salían de la parte del canal, en un intento de cubrir la retirada de los legionarios; pero los antropófagos eran tantos que no pocos les rebasaron saltando al agua, en su ansia de coger a los fugitivos por la espalda.

Luego los bayabas cayeron por dos lados sobre los romanos, los envolvieron como una marea humana y todos se trabaron en una tremenda batalla campal.

Fue un combate muy distinto al librado en el desierto líbico contra los nómadas y, de aquella jornada sangrienta, luego Agrícola pudo recordar poco más que un torbellino de hierros, gritos, agitar de armas y escudos, entrechocar de metales, retumbar de trompas e imágenes de rostros feroces que iban y venían. Los árboles de la selva, que tan bien habían servido de escondite a los bayabas, impidieron una carga cerrada. Se luchaba tumultuosamente, escudo contra escudo, y en muchos casos cuerpo a cuerpo. Los legionarios de túnicas blancas, sin cotas de mallas y en muchos casos armados con hachas u hoces, trataban de agruparse bajo los
signi
de sus centurias. Los bayabas seguían llegando en oleadas, gritando, blandiendo lanzas y mazas, y no pocos habían tirado sus escudos para empuñar a dos manos las largas espadas de hierro negro.

Los auxiliares había echado mano a los gladios, en tanto que los mercenarios retrocedían defendiéndose a lanzazos y el estruendo de hierros era atronador. Los pretorianos protegían con sus escudos rojos la
imago
y el
vexillum
, y los portaestandartes habían recurrido a sus propios hierros. Eran como un núcleo contra el que se estrellaban los embates de los caníbales y, de él, colgaban flecos de rezagados que se batían como podían. Luchaban a brazo partido entre las plantas, a puñalada limpia, y los heridos se ahogaban en las aguas someras. El Nilo bajaba rojo y el estrépito de la lucha resonaba por toda la cuenca, haciendo levantar el vuelo a miles de aves, y espantando a los cuadrúpedos en
millia
a la redonda.

Tito, que se había quedado con los rezagados, peleaba entre los árboles, con la espada en la diestra y una hoz en la zurda. Rugía y esgrimía los hierros, que salpicaban sangre, y los muertos se amontonaban a sus pies. Aquel hombre contradictorio, en mitad de la vorágine, se había olvidado de todo lo que no fuese matar enemigos. Y si no cayó allí mismo, abrumado por los antropófagos que acudían contra él por todas partes, fue porque Seleuco y Quirino, al verle, salieron en su ayuda con escudos y espadas y le hicieron llegar hasta donde estaba el grueso de los romanos.

Los bayabas se estrellaban contra el cuadro como las olas contra los acantilados; se agolpaban contra los escudos romanos y allí morían en gran número. Los más fieros tiraban incluso sus armas, vencidos por el frenesí de la sangre, a la manera de los celtas salvajes del norte, y se lanzaban contra sus enemigos con las uñas y con esos terribles dientes afilados al descubierto. Pero la pared de escudos, aunque se estremecía como una empalizada en un temporal, aguantaba todos los embates.

Algo más atrás, una banda bayaba había tratado de atacar las naves. Se acercaron impetuosos, vadeando, pero los arqueros sirios les recibieron con tres descargas de flechas que dejaron numerosos muertos en las aguas bajas y obligaron al resto a retroceder a cubierto de sus escudos pintados. Los caníbales heridos, que fueron también no pocos, cayeron casi todos asaeteados, antes de poder llegar renqueando al amparo de la selva.

Los tambores bayabas seguían retumbando, las trompas romanas mugían. Las enseñas se agitaban por encima del mar de escudos, cascos, cimeras, y los hombres se agrupaban casi por instinto a su alrededor; porque los soldados romanos no tenían más casa que su centuria y el dios lar de la misma no era otro que el
signum
. Incluso los mercenarios, atacados por todas partes por antropófagos pintados y aullantes, en número abrumador, trataban de llegar bajo el
vexillum
y la
imago
, para poder al menos morir a la sombra de Roma y su emperador.

Los bayabas atacaban con furia ciega y sólo después de dejar una muchedumbre de muertos contra aquella pared de metal, madera y cuero se retiraron, aunque sin huir. Retrocedieron hasta más allá del alcance de las jabalinas y se quedaron entre los árboles de la selva, enarbolando armas, cantando y bailando, tratando de acumular bríos para atacar de nuevo a sus rivales.

La situación se mantuvo así durante un tiempo. Los romanos alineados tras sus escudos y los bayabas dispersos por la selva y vociferando. Los tambores retumbaban en lo más profundo de los pantanos y algunos de los salvajes soplaban trompas de marfil, hechas con los extremos de colmillos de elefante. Varios antropófagos, untados de blanco y rojo, salieron de la selva, llevando a rastras a alguien a quien los romanos reconocieron como uno de los suyos, gracias a la túnica blanca, capturado sin duda en los primeros momentos de confusión.

Uno de los caníbales, un brujo o un caudillo, o puede que el mismísimo jefe de la horda, agarró al prisionero por el gaznate y, con un cuchillo, le abrió el pecho. Hundió los dedos en la herida y, con sus propias manos, le arrancó el corazón. Entre el escándalo de los bayabas, mostró la víscera palpitante a sus enemigos, que le observaban parapetados tras los escudos, y luego comenzó a comérsela a grandes bocados.

Los romanos gritaban de horror y rabia ante aquel espectáculo bárbaro. Mientras el antropófago masticaba con la boca abierta, sonriente, los dientes afilados chorreando sangre, uno de los libios volteó su honda, que era un arma que los bayabas no debían ni conocer, y le reventó la cabeza de una pedrada. La tapa del cráneo saltó del cantazo, y el salvaje cayó hacia atrás, para quedar tendido entre los árboles. Los romanos comenzaron a vitorear; entrechocaban espadas y lanzas contra los escudos, mientras los antropófagos miraban estupefactos al cadáver de su jefe. Pero el desconcierto de aquellos guerreros, fieros de verdad, duró apenas un instante y, entre un gran griterío, se lanzaron en desorden, a través de la selva, contra sus adversarios.

Éstos les recibieron con una lluvia de lanzas, muchas de ellas recogidas del suelo, y luego les fueron al encuentro con los escudos por delante. A pie de selva, los antropófagos desnudos y pintados volvieron a chocar con los soldados de Roma. Fue un encuentro breve y muy sangriento, y los primeros no tardaron en huir, dejando a muchos de los suyos a los pies de los vencedores. Los romanos les observaron mientras escapaban por las frondas, rojos y blancos entre el verdor, pero no se atrevieron a perseguirles por esos parajes boscosos, por miedo a dispersarse y ser aniquilados.

Así, los caníbales, mientras corrían en desbandada entre los troncos, chapoteando en los charcos y dejando atrás a cientos de muertos, si volvían la cabeza, llegaban a distinguir a aquellos soldados revestidos de hierro, con sus escudos vistosos, al pie de la selva, que blandían las armas y vitoreaban en un idioma para ellos desconocido.

—Roma! Roma! —el
clamor de voces y entrechocar de hierros retumbaba bajo la bóveda del bosque—.
Per semper! Roma
!

Entretanto, los arqueros que defendían las naves estaban en un apuro más que grave. Los bayabas no sólo eran tenaces y feroces, sino que también algo sabían sobre guerra, ya que vivían de ella. Así que, tras el descalabro inicial, hechos como estaban a conquistar poblados, los caníbales volvieron a la carga entre cánticos guerreros; pero esta vez no desplegados, sino en una columna de cuatro hombres en fondo y cubiertos con los escudos, como un ciempiés de placas multicolores. Avanzaban despacio, porque tenían que caminar por el agua y los escudos les estorbaban. Los sirios de cascos cónicos les cubrían de flechazos, y aquí y allá caía algún hombre, alcanzado por una saeta que se colaba por algún resquicio; pero la columna entera no hacía sino ganar terreno.

Tito, advertido del aprieto, mandó a toda prisa a los
numen
a que amagasen una carga. Amenazados por un flanco, con los arqueros parapetados enfrente, en los barcos, y viendo que las demás bandas habían sido puestas en fuga, esos últimos bayabas retrocedieron por fin y se dispersaron para huir por la selva, asaeteados por la espalda por los sirios.

Con eso concluyó la batalla. Los gritos de victoria se fueron apagando y un extraño silencio cayó sobre ese campo encharcado. Se levantó un viento húmedo a la par que ardiente; las copas de los árboles se agitaban y las aguas se estremecían, deshaciendo los reflejos del sol. Los cadáveres pintarrajeados se mezclaban con los de los romanos. Los heridos bayabas se arrastraban intentando escapar y los mercenarios, a los que se había encomendado tal tarea, les alanceaban en el suelo entre varios. Algunos, moribundos como estaban, aún se retorcían tratando de arañarles o de morderles con esos dientes afilados que aspecto tan terrible les daban.

Agrícola, que sangraba por varios cortes, no paró hasta cerciorarse de que Demetrio había sobrevivido a esa jornada de lucha y matanza. Fue quizás esa preocupación la que hizo que no se diera cuenta, en un primer instante, de que el tribuno Emiliano había sido malherido en el último embate enemigo. Sólo se dio cuenta al ver cómo se arremolinaban los pretorianos, con expresiones de consternación, y al ver que Tito, con la túnica blanca manchada de sangre y verdín, la espada y la hoz aún en las manos, se abría paso entre ellos sin contemplaciones.

Él también consiguió llegar hasta el tribuno mayor. Le habían llevado a seco y le habían dejado bocabajo, ya que tenía un trozo de lanza bayaba clavada en la espalda, a la altura de los riñones. La gran hoja se le había hundido en el cuerpo más de un palmo y, aunque aún respiraba, estaba inconsciente, resollaba y era fácil ver que no iba a durar mucho.

Merythot llegó también, con sus ropas blancas y su báculo, y se arrodilló junto al herido. Palpó la herida y luego, con suma suavidad, el trozo de vara rota. Levantó la vista luego, con una mirada que lo decía todo. La suya se cruzó primero con la del prefecto y a continuación con la del ayudante del tribuno, Marcelo, que también estaba allí, y que le observaba con ojos llenos de tristeza.

Agrícola se pasó los dedos por el cabello y al hacerlo fue cuando se dio cuenta, de golpe, de que la lanza había entrado en la espalda del tribuno, de abajo arriba.

Más tarde habría de pensar mucho en tal circunstancia, lleno de sospechas. Recordaría ese momento, con el tribuno agonizando, el egipcio arrodillado a su lado; el prefecto observando con las armas en la mano; Marcelo allí también, con la expresión apenada del que se duele, pero no sorprende, de la muerte de los amigos. Los pretorianos en corro, apesadumbrados. La sangre vertida, los olores a podredumbre vegetal, aguas estancadas y ese horrendo que siempre envuelve a los campos de batalla. Los gritos de victoria a lo lejos, y los chillidos de los enemigos a los que estaban rematando.

La lanza era bayaba, cierto; pero no podían habérsela arrojado, a no ser que lo hubiese hecho algún demonio desde las entrañas de la Tierra. Era posible que algún antropófago, en la vorágine de la batalla, hubiese empuñado esa lanza rota para usarla como un puñal, a falta de algo mejor, y que así hubiera herido al tribuno, éste, por desgracia, había sido sorprendido, lo mismo que el prefecto, sin armadura, y sus tres guardaespaldas germanos estaban lejos, ya que él mismo les había enviado a ayudar a despejar el canal. Nadie dijo nunca haber abatido, o siquiera visto, al caníbal que mató a Emiliano, y eso, unido a los rumores que corrían sobre el motivo por el que el césar había enviado a ese tribuno a buscar las fuentes del Nilo, dejaron siempre una duda en el ánimo de Agrícola. Una duda que jamás compartió con nadie, ni siquiera con Demetrio, y que sólo revelaría muchos años después, ya con las aguas muy pasadas, a su anfitrión Africano.

También Tito se fijó en la trayectoria de la lanzada; Agrícola se dio cuenta por la expresión que cruzó, como una sombra, por su rostro moreno. Los ojos de ambos se encontraron un instante, y los dos los apartaron con igual rapidez.

En cuanto el tribuno dejó de respirar, fue el propio prefecto quien arrancó aquel trozo de lanza con sus propias manos, y él mismo cubrió su cadáver con una capa roja. Luego ordenó a sus pretorianos que le retirasen, que le pusieran en manos de sus esclavos y que preparasen un funeral digno de su rango. Tras eso se marchó, convertido ahora en el jefe del destacamento, a dar las órdenes.

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