Emporion, en la margen oriental del Nilo y justo en el lugar en que éste deja de ser navegable, es el lugar idóneo para racionalizar ese comercio. Desde allí, trafican con las tribus de aguas abajo y con las de la margen occidental, así como con las caravanas que les llegan de río arriba, que es un país más abrupto y selvático. Las mercancías se guardan en los almacenes del barrio griego y, cuando hay cantidad suficiente y es buena época, las envían con una gran caravana a la costa. Las tribus del camino dan su protección a cambio de tributos, con lo cual todos salen ganando, ya que el trasiego es mucho mayor que con el método pasivo del mano a mano hasta llegar a la costa.
En lo que nuestros anfitriones no se ponían de acuerdo era sobre el origen de Emporion, y si unos decían que ya existía previamente y que los griegos se habían instalado allí, otros creían que antes no había nada, y que la ciudad indígena había nacido a la sombra de su barrio. Pero, sin duda, la discusión más memorable fue la que esa noche tuvieron Merythot y varios griegos acerca de cuáles podían ser las fuentes del Nilo.
Aquellos mercaderes se habían quedado boquiabiertos al saber cuál era nuestra misión, así como con el relato de nuestro viaje y de qué era exactamente aquella
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. El caso es que, mientras algunos se daban a la bebida, otros estuvimos conversando aquella noche en el patio de Perseo, al aire libre. Las luces de las antorchas danzaban, las moscas volaban a nuestro alrededor; bebíamos en copas de arcilla, hablando y hablando e, inevitablemente, la conversación nos llevó hasta dónde y cómo debía nacer el Nilo. Ahí comenzó la controversia y fue, sí, larga y apasionada.
Merythot, calvo y digno, con las comisuras de los ojos tatuadas y las ropas blancas, defendió en alto la tesis de que el gran padre río nacía de las entrañas de la Tierra, en forma de un chorro enorme que surgía entre dos grandes peñas. Varios de nuestros anfitriones le refutaron; unos con mesura, otros con vehemencia, y no faltó alguno burlón. Según ellos, el río tenía su origen en unos grandes lagos cuyo caudal se nutría de la nieve de unas montañas situadas más al interior, así como de las lluvias estacionales.
El sacerdote se basaba en las expediciones de tiempos faraónicos, cuyas aventuras estaban consignadas en papiros, algunos de ellos milenarios. Se apoyaba, pues, en esa tradición que para los egipcios era la fuente última e inmutable de toda sabiduría.
Los griegos en cambio hablaban de segunda e incluso casi de primera mano. Se apoyaban en lo que habían oído contar a los hombres de tribus más sureñas, así como en las experiencias vividas por algunos audaces. Uno de esos exploradores estaba allí esa noche y juraba haber visto con sus propios ojos, a lo lejos, esas enormes montañas a las que los indígenas llamaban las Montañas de la Luna, a causa quizá de las nieves eternas de sus cimas. De allí, sin duda, recibían las aguas los lagos que, a su vez, desaguaban en el padre Nilo.
Merythot, sin dejarse convencer, meneaba la cabeza con esa sonrisa tranquila suya y preguntaba a aquel hombre, una y otra vez, si había estado allí. Su interlocutor tenía que reconocer que no; que no había llegado a esos grandes lagos, y entonces el sacerdote sonreía ladino, y también lo hacían sus contrincantes, acalorados.
No lograron ponerse de acuerdo, ni convencer del todo a muchos de los oyentes. Alguno de nuestros anfitriones, incluso, no sabía si dar al menos parte de razón al sacerdote. Yo, a mi vez, no me decanté ni por una teoría ni por otra, aunque sentía una extraña desazón. No sabía cuál pudiera ser, en verdad, el origen del Nilo, pero sí que por fin se había convertido en una meta definida, y no en un espejismo situado vagamente al sur. En lo que toca a la discusión en sí, he de decir que el interés práctico con el que había comenzado se olvidó enseguida, para convertirse en un duelo retórico en el que los contendientes echaban mano de toda clase de triquiñuelas dialécticas, tratando de ganar la polémica. Pero es que así es la naturaleza humana.
* * *
Nos quedamos unos cuantos días en Emporion, antes de ponernos una vez más en marcha, esta vez por tierra, rumbo a las fuentes del Nilo. Y tengo que confesar, porque es justo hacerlo, que aunque nunca dejamos de recelar de esos compatriotas instalados en las selvas, ellos hicieron cuanto estuvo en su mano por allanarnos el camino. Nos dieron provisiones, remedios locales contra las enfermedades, consejos. Nos buscaron guías y enviaron aviso a las tribus cuyos territorios teníamos que cruzar para que nos dejasen paso libre.
Y no sólo eso, sino que algunos griegos, picados por la curiosidad de la raza, se unieron a nuestra aventura, acompañados de porteadores y guardias, por lo que de repente nos juntamos casi ciento cincuenta hombres. Entre todos los audaces que vinieron con nosotros por propia voluntad, tengo que mencionar sobre todo a Anfígenes; un mestizo, hijo de un griego de Myos Horvos y una mujer de la zona, según me comentaron.
Anfígenes era alto y bien proporcionado, apuesto y listo. Había crecido descuidado de su progenitor, ya que esos mercaderes no dan importancia a los vástagos habidos con indígenas, aunque luego les dan empleo en sus caravanas. Pero Anfígenes era un prodigio humano, un talento natural. Me dijeron que había aprendido por su cuenta a leer y escribir en griego, aunque no sé yo si creer tanto. Pero, por lo visto, había llamado desde pequeño la atención de los colonos y, de adulto, se había convertido en todo un personaje. Sabía de cuentas y de letras, y hablaba muchas lenguas locales, cosa que nos fue de inmensa utilidad.
Nuestra peculiar expedición se puso en marcha a primera hora de la mañana, bajo un cielo de nubes plomizas que no llegaron a desaguar. Pero, pese a la amenaza de lluvia, partimos en un estado de casi euforia; porque allí, unas cuantas jornadas al sur, se encontraba por fin nuestro destino, ya tangible, ya casi al alcance de la mano.
¿Qué importancia tenía que fuesen unas montañas nevadas, unos grandes lagos o un surtidor rugiente?
Las tierras que hay al sur de las séptimas cataratas son más altas y montunas, cubiertas de selvas húmedas. Abundan las fieras y toda clase de animales, algunos de ellos sumamente extraños, si tengo que hacer caso a mis ojos y a lo que algunas veces llegué a entrever a través del follaje goteante; seres fabulosos, atisbados por un instante, antes de que se esfumasen en la hondura del bosque. Viajábamos por sendas de comerciantes y cazadores, precedidos de mensajeros, y los tambores, además, anunciaban nuestra llegada con antelación. Sin la ayuda de los colonos, que tienen una experiencia de generaciones a la hora de organizar expediciones, y que conocen además a las tribus locales, nuestro viaje hubiera durado mucho más. Sí, mucho, suponiendo que hubiésemos llegado alguna vez a buen término, cosa que dudo.
A veces nos sorprendían grandes aguaceros y teníamos que marchar bajo cortinas de agua. Muchos sufrimos recaídas de fiebre y algunos murieron atacados por las fieras, los salvajes y los demonios de la selva, o víctimas de las víboras, que en esas selvas son de muchas clases, casi todas muy vistosas y de picadura mortífera. A los enfermos más graves los íbamos dejando atrás, al cuidado de las tribus, que en general no son hostiles. Desde luego, las veces que nos detuvimos en algún poblado, fuimos siempre recibidos con hospitalidad.
Las razas que habitan esas tierras de las fuentes del Nilo son muy diversas, lo mismo que más al norte, y van desde agricultores negros a cazadores de piel amarillenta. Unos se pintan el cuerpo de ocre y otros de blanco. Los hay que adoran como dioses a los monos y los hay que se alimentan de ellos. Hay pigmeos y hay gigantes peludos. Abundan los pueblos antropófagos y si bien algunos son pacíficos, de los que se comen a sus propios muertos y a los enemigos vencidos, para adquirir sus virtudes, y no a los viajeros, otros son verdaderos devoradores de hombres.
Los peores de estos últimos son los bayaba, un pueblo salvaje y caníbal, que llegó hace unas décadas del oeste y que desde entonces siembra el terror por todo el país. Estos bayabas, según nos contaron, forman bandas errantes que parecen rendir pleitesía a un gran rey, y vagan sembrando la destrucción. Son un pueblo feroz que no conoce la agricultura ni el comercio, ni otras industrias que no sean la guerra y el pillaje. Se comen a los vencidos en terribles festines, y sólo perdonan la vida a algunas mujeres, a las que convierten en concubinas, y a los niños más pequeños, a los que incorporan a sus hordas guerreras.
Llevan años sembrando el terror y la destrucción, tanto al sur como al norte de las séptimas cataratas, y razas enteras han perecido en sus calderos de hierro. Su nombre es como un pájaro temible cuyas alas lo ensombrecen todo, pese a que ya no son lo que eran. Porque hace un par de años, al parecer, un gran hechicero salió de las profundidades de la selva para crear una gran coalición de pueblos y, gracias a las lanzas de los guerreros y a su brujería, consiguió derrotar a los caníbales en una batalla tremenda, una que duró todo un día y en la que murió el propio rey de los bayabas.
Pero ahora os digo lo que os dije antes. Nuestros anfitriones nos hablaron de muchas tribus, pero nosotros sólo llegamos a conocer de primera mano a unas pocas, así que no puedo precisar cuánto hay de verdad en todo lo que nos contaron. Es verdad que pude ver con mis ojos a los pigmeos y, de lejos, a hombres salvajes y peludos que se comunicaban con bramidos; pero tampoco pondría la mano en el fuego por ciertos prodigios de los que oí hablar. Se me vienen a la cabeza los viejos fenicios, que protegían sus rutas comerciales con fábulas acerca de tempestades y monstruos marinos.
No creo, empero, que los bayabas sean una invención. Oímos hablar mucho de ellos, y algunos de los griegos juraban incluso haber participado en la gran batalla en que sus hordas fueron derrotadas. Además una vez, incluso, pasamos junto a un gran poblado en ruinas y abandonado, ya invadido por las malezas, que, según nos dijeron, había sido aniquilado por los bayabas.
* * *
Las primeras jornadas cubrimos muchos estadios, lo que es lógico, habida cuenta que, en las cercanías de Emporion, los colonos conocían mejor el terreno y mantenían relaciones más estrechas con los pueblos indígenas. Después, de día en día, nuestro avance fue haciéndose progresivamente más lento.
Viajábamos, como ya he dicho, a través de las selvas, paralelos al río, y a menudo llegábamos a avistar las aguas por entre las aberturas del follaje. El Nilo, a partir de las séptimas cataratas, corre primero hacia el sudeste para luego torcer hacia el sudoeste, y ése fue el camino que seguimos nosotros también. Anfígenes y los griegos pagaban tributos en telas a las tribus, para que nos dejasen paso libre, o para que nos escoltasen con sus guerreros en los tramos peligrosos. Eso no nos libró de escaramuzas con tribus hostiles y con caníbales, pero sí de ser aniquilados en las profundidades del bosque.
Pese a todo, creo que muchos no dejamos de albergar cierto temor a que, en algún momento del viaje, los griegos y sus hombres nos abandonasen, dejándonos perdidos en las honduras y a merced de los salvajes. Pero eso no ocurrió y yo al menos no puedo sino guardar agradecimiento a los hombres de Emporion, por más que nadie me va a quitar de la cabeza que son gente poco recomendable.
El tribuno Emiliano sufría de melancolías y se había convertido en un personaje silencioso y distante que viajaba rodeado de pretorianos. El mando estaba, pues, de facto, en manos del prefecto, que era quien tomaba todas las decisiones. Discutía sobre qué camino seguir con Merythot y Anfígenes: los tres se reunían a contrastar datos, sopesar pros y contras y, cada vez que llegaban a una conclusión, el prefecto se iba a informar al tribuno, que le escuchaba cabizbajo y sancionaba siempre sus sugerencias.
Nuestro tribuno mayor no parecía tomarse interés casi por nada y lo único que le sacaba de su apatía eran las escaramuzas con los caníbales, que nos tendían emboscadas en los tramos más selváticos, tratando de conseguir carne humana. Entonces sí que se sacudía la indiferencia y parecían encenderse en él viejos fuegos; pero luego los antropófagos huían a la espesura, sus ojos azules se apagaban y él volvía a caer en la desidia.
El prefecto se mostraba, por el contrario, incansable. Estaba siempre en todo y cuidaba de los más pequeños detalles; aunque no hacía nada nunca sin contar con la aprobación formal de Emiliano. Es curioso pero, después de haber sostenido tanto tiempo un pulso con el tribuno, Tito Fabio se convirtió en esos momentos negros en el puntal de la autoridad de Claudio Emiliano.
Es un hombre de veras singular, Tito Fabio.
Recuerdo una vez que nos detuvimos en un poblado, ya muy al sur. Cuando hacíamos un alto, éramos siempre muy bien recibidos, sobre todo gracias a los presentes en telas y armas que los griegos entregaban a reyes y ancianos. Además, por lo que pudimos saber, la amenaza de los caníbales bayaba propiciaba, paradójicamente, la paz entre las tribus y los clanes, pues todos temían debilitarse y no poder hacer luego frente al ataque de las bandas antropófagas, si algún día volvían a salir de las selvas.
En la ocasión de la que hablo, dieron una gran fiesta nocturna para celebrar nuestra llegada; pues ya habían oído hablar de nosotros a los viajeros y a los tambores. Hubo comida, bebida, mujeres, música, bailes y pugnas amistosas. El festín duró hasta altas horas, y comimos y bebimos hasta hartarnos, de forma que la gente se tumbaba a dormir en el sitio. Pero Tito Fabio se quedó despierto, esa noche, hasta más tarde que la mayoría.
Si hay un defecto que se le pueda achacar, ése es la bebida; aunque no cuento nada que nadie no sepa. Y esa noche estuvo bebiendo mucho. Le recuerdo al resplandor del fuego, hostigado por los mosquitos, con un tazón de vino de palma en la mano y rumiando pensamientos que debían ser bastante negros, a juzgar por su expresión. Cuando de repente me dirigió la palabra, me di cuenta de que estaba completamente borracho.
El humor de ambos era bastante melancólico esa noche, como suele ocurrir de madrugada y al final de un exceso. Estuvimos divagando sobre el destino y las vueltas que da la vida; todo porque uno de nuestros compañeros había muerto esa misma mañana, picado por una serpiente. Después, no sé cómo la conversación derivó y el prefecto se puso a hablarme de Senseneb.
Repito que estaba muy borracho. Cabizbajo, con el tazón entre las manos, me confió que sufría de pesadillas; pesadillas que le alcanzaban no sólo durante el sueño, sino incluso también a veces en la vigilia, como alucinaciones. Estaba obsesionado por la idea de que el barco de Senseneb no había logrado llegar nunca a Meroe, y que se había perdido en los pantanos con toda su tripulación. Tenía visiones, muy nítidas a veces según me confesó, en las que era como si tuviese delante de los ojos a esa embarcación nubia. Y lo que él veía era una nave muerta, con la vela hecha jirones y atascada para siempre en los papiros, bajo el cielo azul, la cubierta llena de huesos y cráneos descarnados por aves y blanqueados por el sol. Una nave de muertos y, en el centro, siempre veía el esqueleto de Senseneb, tendido sobre el lecho mortuorio, tal y como la habían colocado sus arqueros; ésos cuyas osamentas yacían dispersas a su alrededor.