Había muertos de los que ocuparse y heridos de los que cuidar. Tuvieron que abandonar varias naves; tantas habían sido las bajas. El prefecto mandó ponerlas en seco, acumular leña dentro y alrededor, y amontonar en su interior los cadáveres romanos, para que sirviesen de pira funeraria. También dispuso que se levantase un túmulo en el que sepultar los huesos.
Los tres germanos hicieron duelo por el tribuno, con grandes muestras de pesar: se arrancaron el cabello a puñados, se lamentaron en su lengua bárbara y se tajaron incluso con los puñales, para dejar caer algunas gotas de sangre ante el cuerpo. Esa noche, los tres se escaparon a la selva y no volvieron hasta la mañana siguiente, cuando ya todos les daban por perdidos. Traían sus capas verdes llenas de cabezas bayabas recién cortadas y las amontonaron ante el túmulo, a manera de homenaje póstumo. Tito Fabio les impuso una multa por abandonar el campamento sin permiso, y acto seguido mandó que les inscribieran en las listas como
duplicarii
—dobles pagas—; al mismo nivel económico que un optio o un signífero.
El propio Tito hizo las veces de sacerdote en las honras fúnebres, la cabeza cubierta por un pliegue del manto, por delante de sus hombres. Soplaba un viento caliente que agitaba los juncos y los árboles y arrastraba bocanadas de chipas, llevando el calor de las llamas rugientes y el hedor de los cadáveres que se quemaban hasta los soldados, que formaban por unidades, detrás del prefecto, éste se quedó largo rato en su sitio, la cabeza cubierta, con el aire ardiente agitando los pliegues del manto.
Sólo por último, cuando los fuegos se hubieron apagado, mandó sacar los huesos de entre las cenizas y sepultarlos en el túmulo. Hecho eso se volvió, se quitó el pliegue del manto de la cabeza y, con un gesto brusco, ordenó que tocasen las trompas de bronce, dando así la señal de regresar a Egipto a través de los grandes pantanos.
La memoria de Agrícola sobre los días que siguieron a la gran batalla contra los caníbales se volvía confusa, tal y como suele suceder con los tiempos ya lejanos, y no guardaba más que recuerdos sueltos de sucesos concretos, y no una hilazón de hechos cotidianos.
La navegación por los pantanos fue a la vuelta tan terrible como la ida, y las semanas siguientes no fueron otra cosa que una lucha incesante por abrirse paso a través de ese infierno vegetal. Pugnar contra la vegetación enmarañada, soportando ataques de hipopótamos, escaramuzas, fatigas, privaciones, fiebres. Sobre todo las fiebres.
En aquel caos de agua, fango y plantas, los miasmas surgían de las aguas estancadas y formaban calimas a la luz del sol, como fantasmas temblorosos, y el mal de los pantanos acabó por clavar sus garras en todos. Se llevó a muchos, y uno de ellos fue Demetrio. El griego, tal y como les ocurrió a otros, cayó víctima de un ataque de calenturas, uno más en apariencia, pero no se recuperó. Se fue delirando, ardiendo y sin saber que se moría.
Agrícola, abrumado por la súbita muerte de aquel compañero alto y tranquilo, recordó, mientras adecentaba con sus propias manos el cadáver, lo que le había dicho a la ida el geógrafo Basílides, acerca de que aquellos pantanos no eran otra cosa que los Infiernos del Sur. Febril él mismo, dejó el cadáver de su camarada en uno de los islotes pantanosos, cubierto con su escudo, la espada a mano y con una moneda debajo de la lengua, para que así Caronte acudiese con su bote a través de las ciénagas humeantes a recoger el alma.
Otros imitaron luego ese gesto a la hora de disponer a los amigos muertos, ya que no se les podía dar otro tipo de funerales, de forma que la expedición fue dejando toda una estela de cadáveres tumbados en seco, cerca del agua, en espera de que el barquero infernal pasase a buscarles.
Salieron de ese caos de agua y plantas de papiros enfermos y quebrantados, escasos de víveres y con las naves dañadas. Tal y como hicieran en el límite sur de esos infiernos, plantaron un campamento para recuperar algo sus fuerzas. Allí permanecieron varios días, cuidando como podían de los enfermos y temiendo un ataque de las tribus locales, hasta que les encontró el griego Hesioco, que había salido a buscarles con una pequeña flota de piraguas.
Los tambores habían llevado río abajo la noticia de su llegada, y el anciano griego, imaginando que estarían en apuros, había partido de inmediato con amigos, comida y medicinas. Fue para los romanos un verdadero regalo de los dioses, cuando ya muchos se daban por perdidos.
Agrícola, en una ocasión en la que Hesioco le tanteó sobre qué le había sucedido a Basílides, puso sobre la mesa la complicidad de esos dos, sin ningún rodeo. El griego se quedó mudo unos instantes, antes de admitir, con un encogimiento de hombros, que tal cosa era cierta. Era él, sí, quien había soliviantado a algunas tribus del río, y quien había mandado sobornos a los hombres de los pantanos, para que atacasen a los romanos.
—No entiendo, entonces, por qué ahora nos ayudas —le dijo desconcertado el mercader.
—Acordé con Basílides que haría todo lo posible por estorbar vuestro viaje al sur, no que os impediría volver a Meroe ni que os dejaría morir sin mover un dedo —el griego se permitió una sonrisa apagada—. No disfruto del mal ajeno, Agrícola, ni me considero un asesino.
Su interlocutor se rascó la cabeza y se quedó contemplando a aquel griego de túnica estampada, piel oscurecida y barbas muy blancas.
—¿Por qué lo hiciste, amigo?
—Para poder volver a casa —admitió el otro con tristeza—. Hace ya mucho que tuve que huir de Egipto y no puedo regresar. Aquí me he hecho una nueva vida, pero los años empiezan a pesarme, echo mucho de menos Alejandría y me gustaría poder volver para pasar en casa los años que me queden de vida, sean muchos o pocos.
Escanció más cerveza y así fue como Agrícola conoció la historia de aquel exiliado que, con otro nombre distinto al que tenía en Egipto, se había ganado un lugar al sol en aquellas tierras tan lejanas. Supo cómo se complicó, siendo muy joven, en una conjura ridícula de sus amigos contra intereses romanos, y cómo tuvo que huir para librarse del verdugo. Basílides le había asegurado que movería influencias y le conseguiría el perdón. Así había comprado su ayuda.
Agrícola le prometió hacer por él lo que en su mano estuviese, ya que había socorrido a la expedición en un momento de gran apuro. Y es cierto que habló con Tito de ello, y que de vuelta a Egipto hizo algunas gestiones; pero luego sus propios asuntos le absorbieron y ya no se ocupó más del tema. Más tarde, en los años por venir, de vez en cuando recordaría a aquel exiliado del Nilo, y lo haría con remordimientos, antes de arrinconar de nuevo, no sin cierta vergüenza, ese recuerdo en el fondo de la memoria.
Luego todo fue una sucesión de singladuras río arriba, primero hacia el este y luego hacia el norte, hasta alcanzar las fronteras del reino de Meroe. Desaparecieron las selvas y de nuevo se vieron navegando entre desiertos secos y ardientes. Cerca de la confluencia del Nilo con el Astasobas, perdieron a Flaminio. El
extraordinarius
salió a explorar y no volvió, y nunca llegaron a saber qué había sido de él ni de sus hombres. Seleuco y Quirino mantuvieron durante mucho tiempo la esperanza de que cualquier día apareciera a las puertas de Primis, malhumorado y polvoriento, preguntando por qué demonios no le habían esperado.
En Meroe fueron bien recibidos. El viejo rey Amanitmemide había muerto y reinaba en solitario su hija y consorte, la candace Amanikhastashan. Y, tal y como había soñado el prefecto Tito, la nave con los restos de Senseneb nunca había llegado al reino; así que aquellas visiones de la embarcación atascada entre papiros y repleta de muertos bien podía ser cierta.
La caballería hispana se les unió en la capital y todos juntos emprendieron una vuelta a Egipto, que fue casi ir desandando la etapas de la ida: Nápata, Kawa, el desierto líbico, Primis, Filé. A la altura de esa isla sagrada, la
vexillatio
fue disuelta formalmente. Los auxiliares fueron enviados a sus guarniciones de frontera y los mercenarios licenciados. Los pretorianos siguieron hacia Alejandría, custodiando siempre la
imago
, y lo propio hicieron los legionarios, aunque por separado.
Tito se dirigía también a Alejandría, a rendir cuentas sobre la expedición, y Agrícola fue con él en la nave que le llevó río abajo. Valerio Félix y Merythot, en cambio, se fueron con los pretorianos; del primero, a Agrícola le contaron tiempo después que se había retirado a una villa en Campania, y al parecer nunca llegó a escribir su libro; del segundo ya nunca supo nada más. En cuanto al prefecto, su informe debió satisfacer a las autoridades provinciales, puesto que obtuvo el cargo de
praefectus castrorum
de una legión, aunque Agrícola no llegó a saber en cuál de las dos estacionadas en Egipto.
él, por su parte, logró llegar a Alejandría más de un año después de haberla abandonado, suministró las informaciones requeridas a sus patronos, se embolsó una buena prima y, tras unos días de holganza en la ciudad, se embarcó también a su vez para Roma. Sin embargo, no mucho después, llevado por su carácter inquieto, partió hacia oriente y se unió a una expedición comercial que iba a las Puertas del Caspio, y las aventuras que corrió en aquellas tierras relegaron al fondo de su memoria las vividas en aquel otro viaje en demanda de las fuentes del Nilo.
Hoy Africano ha hecho a un lado ciertas costumbres suyas y ha salido a dar un paseo por el mercado, en compañía de Aviano, el legado militar. Les rodean sus guardaespaldas y ha ido a muy primera hora de la mañana, cuando aún apenas hay público, y los mercaderes están todavía montando los puestos y colocando géneros. Además, anoche fue fiesta y casi todo el mundo está aún durmiendo. Hoy sopla un viento del norte que baja de las montañas, de forma que la mañana es fría y azul, en contraste con el bochorno que ha hecho en los últimos días.
Caminan despacio entre los puestos y a menudo se detienen a contemplar las mercancías expuestas. Se levanta una ráfaga de aire que hace chasquear las lonas y los cueros de los tenderetes. Aviano se arrebuja en su capa púrpura de legado, aunque tiene la cabeza puesta en algo muy distinto al mal tiempo reinante.
—Es una historia curiosa la que nos contó ese tal Agrícola la otra noche —comenta.
—Curiosa, sí, muy curiosa —asiente el mercader.
—Me gustaría saber hasta qué punto es verdad.
—¿Verdad? —Africano vuelve la cabeza—. ¿No irás a creer que se lo inventó todo?
—Estoy seguro de que no. Fíjate que incluso habló de hombres a los cuales yo llegué a conocer personalmente.
Agrícola le contempla con curiosidad, aunque no dice nada en ese momento. Siguen su paseo y el mercader va intercambiando saludos con los vendedores, que le conocen y saben de sobra cuán poderoso es.
—¿A quiénes conociste, Aviano? —pregunta por fin.
—A Tito Fabio, Salvio Seleuco, Antonio Quirino… Fue durante la guerra de Judea: yo era entonces tribuno laticlavio y ellos llegaron de Egipto con refuerzos, cuando las cosas se pusieron de verdad difíciles. Estuvimos todos en el asedio de Jerusalén, y les recuerdo muy bien —sonríe con esa nostalgia de los años pasados que vuelven de repente a la memoria—. Eran todos unos personajes.
—Ya supongo —Africano sonríe a su vez, como un ídolo, y se pone las manos a la espalda—. ¿Pero no dijo Agrícola que Tito había conseguido el cargo de
praefectus castrorum
de una legión
?
—En efecto.
—¿Entonces?
—Cuando estalló la rebelión de judea, le ofrecieron el cargo de praefectus cohortis: el mando de una cohorte miliar de libios —Aviano cabecea, mientras el viento frío hace ondear los picos de su manto púrpura—. Conociéndole, debió aceptar el nombramiento sin pensárselo dos veces, y se llevó con él a sus hombres de confianza de toda la vida. Estuvieron en lo más duro del asalto a Jerusalén, y allí fue donde los conocí.
—Vaya —el mercader ríe sorprendido—. Tanto luchar por llegar a
praefectus castrorum
, si hemos de creer a Agrícola, y luego…
—Se trataba de un mando directo de tropas y Tito era hombre de acción. Tenía que estar más que harto de burocracia —hace una pausa—. Pero lo que a mí me gustaría saber es cuánto de verdad hay en lo que nos ha contado Agrícola sobre esa expedición a Meroe y las fuentes del Nilo.
—Séneca la menciona en un libro, y él habló en persona con dos pretorianos que estuvieron en esa empresa.
—¿Pero cómo es posible que un descubrimiento de tal envergadura haya tenido tan poca repercusión?
—No es tan raro si lo piensas —Africano agita la cabeza—. El geógrafo de la expedición nunca regresó y sus notas se perdieron. La unidad fue disuelta al volver a Egipto, su tribuno estaba muerto y el gobernador de la provincia había cambiado. Tito Fabio debió presentar su informe, después le enviaron a un nuevo destino y ya nadie se ocupó más, a nivel oficial, del asunto. Si Tito dejó algo por escrito sobre el descubrimiento de las fuentes, el documento no debió de llegar siquiera a Roma y estará cogiendo polvo en algún archivo militar. Y Nerón, por entonces, ya se había olvidado del tema y estaba interesado en otros temas. Ya sabes lo caprichoso que era.
Como ve que Aviano sigue meneando la cabeza, dudoso, Africano hace un ademán.
—La burocracia imperial puede ser algo terrible, amigo mío —se echa a reír a carcajadas—. ¡Ay de mí si yo llevase mis negocios de la misma forma!
Su acompañante sonríe pensativo. Un hombre con un gran fardo a cuestas se cruza en su camino, puede que perdido en su pensamiento o tal vez simplemente agobiado por la carga. Uno de los guardaespaldas del legado le pega un empujón y el otro da varios traspiés, a punto de caerse, desequilibrado por el gran peso. Pero se recupera y se aleja sin rechistar, con el fardo a cuestas y a toda prisa, quizá temeroso de recibir una paliza.
El legado le observa por un instante, con ojos de águila, envuelto en el manto púrpura. Luego hace un gesto a su hombre, pidiéndole un poco de mesura. Agrícola se ha detenido ante un tenderete de especias. El viento frío ha limpiado de olores la ciudad, el aire es claro y él aspira con deleite los aromas que surgen de los tarros de arcilla. Aviano insiste.
—Nerón tenía mucho interés en descubrir las fuentes del Nilo. Incluso mandó a todos aquellos pretorianos, y a la
imago.