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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

La caída (5 page)

BOOK: La caída
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Con algunas otras verdades, descubrí estas evidencias poco a poco, en el período que siguió a aquella tarde de que le hablé. No sucedió en seguida, no, ni tampoco muy claramente.

Primero fue menester que recuperara la memoria. Paulatinamente fui viendo con mayor claridad, fui aprendiendo un poco de lo que sabía. Hasta entonces un sorprendente poder de olvido siempre me había ayudado. Lo olvidaba todo y antes que ninguna otra cosa mis resoluciones. En el fondo, nada me importaba. La guerra, el suicidio, el amor, la miseria, eran cosas a las que, por cierto, prestaba atención cuando las circunstancias me obligaban a ello; pero lo hacía de manera cortés y superficial. A veces fingía apasionarme por una causa extraña a mi vida más cotidiana.

Sin embargo, en el fondo yo no participaba de esa causa, salvo, claro está, cuando mi libertad se veía contrariada. ¿Cómo decirlo? Las cosas me resbalaban. Sí, todo resbalaba sobre mí.

Pero, seamos justos. Lo cierto es que mis olvidos tenían mérito. Habrá usted observado que hay gentes cuya religión consiste en perdonar todas las ofensas, ofensas que, en efecto, perdonan, pero nunca olvidan. Yo no estaba hecho de tan buena madera para perdonar las ofensas; pero siempre terminaba por olvidarlas. Y aquel que se creía detestado por mí, no salía de su asombro cuando yo lo saludaba con una amplia sonrisa. Según su índole, admiraba entonces mi grandeza de ánimo o bien despreciaba mi torpeza, sin imaginar que la razón que me movía a tal actitud era más sencilla: había olvidado hasta el nombre de esa persona. La misma falla que me hacía indiferente o ingrato, me presentaba entonces como magnánimo.

Vivía, pues, despreocupado y sin otra continuidad que aquella del "yo, yo, yo".

Despreocupado por las mujeres, despreocupado por la virtud o el vicio, despreocupado como los perros; pero yo mismo estaba siempre sólidamente presente en mi puesto. Iba así andando por la superficie de la vida, de alguna manera, en las palabras, pero nunca en la realidad. ¡Cuántos libros apenas leídos, cuántos amigos apenas amados, cuántas ciudades apenas visitadas, cuántas mujeres apenas poseídas! Hacía ademanes por aburrimiento o por distracción. Los seres desfilaban, querían atarse a mí; pero en mí no había nada y entonces sobrevenía la desdicha. Para ellos. Porque, en cuanto a mí, yo olvidaba. Nunca me acordé sino de mí mismo.

Sin embargo, poco a poco fui recobrando la memoria. O, mejor dicho, yo volví a ella y allí encontré el recuerdo que me esperaba. Antes de hablarle de esto, permítame usted, querido compatriota, que le dé algunos ejemplos (y no tengo la menor duda de que le servirán) de lo que descubrí en el curso de mi exploración.

Un día en que conduciendo mi automóvil, tardé un segundo en arrancar cuando apareció la señal verde, mientras nuestros pacientes conciudadanos descargaban sin dilación sus bocinas en mis espaldas, recordé de pronto otra aventura que me ocurrió en las mismas circunstancias.

Una motocicleta conducida por un hombrecillo seco, que llevaba lentes y pantalones de golf, me había pasado y se había instalado delante de mí en el momento en que aparecía la señal roja. Al detenerse, al hombrecillo se le había parado el motor y se esforzaba en vano para volver a ponerlo en marcha. Cuando apareció la señal verde, le pedí, con mi habitual cortesía, que apartara su motocicleta, a fin de que yo pudiera pasar. El hombrecillo continuaba poniéndose nervioso, a causa de su asmático motor. Entonces me respondió, de acuerdo con las reglas de la cortesía parisiense, que me fuera al diablo. Yo insistí, siempre cortés, pero con un ligero matiz de impaciencia en la voz. En seguida se me hizo saber que, de todos modos, podía irme adonde se me había mandado, a pie o a caballo. A todo, esto, a mis espaldas algunas bocinas comenzaban a hacerse oír. Con mayor firmeza pedí a mi interlocutor que fuera más urbano y que considerara que estaba impidiendo la circulación. El irascible personaje, exasperado sin duda por la mala voluntad, que se había hecho evidente, de su motor, me informó que si yo deseaba lo que él llamaba sacudirme el polvo, me lo ofrecía de todo corazón. Tanto cinismo me colmó de justo furor, de manera que salí de mi coche con la intención de darle una tunda a aquel grosero. Yo no creo ser cobarde (¡y que no lo piensen los demás!); era por lo menos una cabeza más alto que mi adversario, mis músculos siempre me respondieron bien. Aún ahora creo que si alguno de los dos había de sacudir el polvo al otro, ése iba a ser yo. Pero apenas había yo bajado a la calzada cuando de la multitud que comenzaba a reunirse salió un hombre que, precipitándose sobre mí, me dijo que yo era el último de los cobardes y que no me permitiría golpear a un hombre que, teniendo una motocicleta entre las piernas, se encontraba, por consiguiente, en desventaja. Hice frente a ese mosquetero y, a decir verdad, ni siquiera lo vi. En efecto, apenas hube vuelto la cabeza cuando, casi en el mismo momento, oí de nuevo las explosiones del motor de la motocicleta y recibí un violento golpe en la oreja. Antes de que hubiera tenido tiempo de darme cuenta de lo que había pasado, la motocicleta se alejó. Aturdido, me dirigí maquinalmente hacia el D'Artagnan, cuando, en el mismo instante, un concierto exasperado de bocinas se levantó de la fila, ya considerable, de vehículos. Había vuelto a aparecer la señal verde. Entonces, aún un poco confuso, en lugar de sacudir al imbécil que me había interpelado, volví dócilmente a mi coche y arranqué mientras a mi paso el imbécil me saludaba con un "Pobre infeliz", del que todavía me acuerdo.

Episodio sin importancia, dirá usted. Sin duda. Sólo que me llevó mucho tiempo olvidarlo.

Ahí está lo importante del asunto. Sin embargo, tenía excusas. Me había dejado golpear sin responder, pero no se me podía acusar de cobardía. Sorprendido, interpelado por dos lados, yo había quedado confuso y las bocinas completaron mi confusión. Con todo, me sentía desdichado como si hubiera pecado contra el honor. Volvía a verme subiendo a mi coche, sin una reacción, bajo las miradas irónicas de una muchedumbre tanto más encantada por cuanto aquel día, lo recuerdo bien, llevaba yo un traje azul muy elegante. Volví a oír aquel "Pobre infeliz" que, así y todo, me parecía justificado. En suma, que me había desinflado públicamente; por obra de una concurrencia de circunstancias. Después del hecho, yo comprendía claramente lo que hubiera debido hacer. Me veía derribando a D'Artagnan de un buen gancho, volviendo a mi automóvil, persiguiendo al monito que me había golpeado, alcanzándolo, aplastándole la motocicleta contra una acera, apartándolo y aplicándole la paliza que con creces se merecía. Con algunas variaciones, hacía pasar centenares de veces este film por mi imaginación. Pero era demasiado tarde, de manera que durante días tuve que digerir un feo resentimiento.

Vaya, está lloviendo de nuevo. Cobijémonos en ese porche, ¿no le parece? Bueno. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí el honor! Pues bien, cuando volví a recordar esta aventura, comprendí lo que ella significaba. En definitiva, mis sueños no habían resistido la prueba de los hechos. Había soñado, esto resultaba ahora claro, con ser un hombre completo, que se había hecho respetar tanto en su persona como en su profesión. A medias un Cerdan, a medias un De Gaulle, si usted quiere. En suma, que quería dominar en todas las cosas. Por eso asumía actitudes artificiales y ponía más cuidado y coquetería en mostrar mi habilidad física que mis dotes intelectuales. Pero, después de haber sido golpeado en público sin reaccionar, ya no me era posible acariciar esta hermosa imagen de mí mismo. Si yo hubiera sido el amigo de la verdad y de la inteligencia que pretendía ser, ¿qué me habría importado aquella aventura, ya olvidada por quienes habían sido los espectadores? Apenas me habría acusado por haberme enojado sin casi motivos, y también estando enojado, por no haber sabido afrontar las consecuencias de mi cólera, carente de presencia de espíritu. En lugar de eso yo ardía por desquitarme, ardía por golpear y vencer, como si mi verdadero deseo no fuera ser la criatura más inteligente o la más generosa de la tierra, sino tan sólo apalear a quien se me antojara, ser siempre el más fuerte, y del modo más elemental. La verdad es que todo hombre inteligente, lo sabe usted muy bien, sueña con ser un gangster y con dominar en la sociedad exclusivamente por la violencia. Puesto que la cosa no es tan fácil como pudiera hacérnoslo pensar la lectura de novelas especializadas, generalmente uno se remite a la política y recurre al partido más cruel. ¿Qué importa, no le parece, que humillemos nuestro espíritu, si por ese medio conseguimos dominar a todo el mundo? En mí yo descubría dulces sueños de opresión.

Por lo menos sabía que no estaba del lado de los culpables, de los acusados, sino en la medida exacta en que su culpa no me causaba ningún daño. Su culpabilidad me hacía elocuente, porque yo no era la víctima. Cuando me veía amenazado, no sólo me convertía en un juez, sino en un amo irascible que, fuera de toda ley, quería aplastar al delincuente y hacer que cayera de rodillas. Después de esto, querido compatriota, es muy difícil continuar creyendo seriamente en qué uno tiene vocación por la justicia y en que es el defensor predestinado de viudas y huérfanos.

Puesto que la lluvia arrecia y tenemos tiempo, ¿me atreveré a confiarle un nuevo descubrimiento que hice poco después en mi memoria? Sentémonos al reparo, allí en ese banco.

Hace siglos que-los fumadores de pipa contemplan desde él cómo cae la misma lluvia sobre el mismo canal. Lo que tengo que contarle es un poco más difícil. Esta vez se trata de una mujer.

Sepa usted primero que siempre tuve éxito, y sin realizar grandes esfuerzos, con las mujeres. No digo que tuve éxito en hacerlas felices, ni siquiera en hacerme feliz yo mismo, a causa de ellas.

No; sencillamente tenía éxito. Lograba los fines que me proponía y más o menos cuando lo deseaba. Las mujeres encontraban en mí cierto encanto. Imagínese. ¿Sabe usted lo que es tener encanto? Una manera de oír que le responden a uno sí, sin haber formulado ninguna pregunta clara. Así me ocurría en aquella época. ¿Le sorprende a usted? Vamos, no lo niegue. Es muy natural, con la cara que ahora tengo. ¡Ay, después de cierta edad, todo hombre es responsable de su cara! La mía… pero ¿qué importa? El hecho, es que en mí encontraban encanto y yo lo aprovechaba.

Sin embargo, no ponía en juego ningún cálculo; obraba de buena fe, o casi de buena fe.

Mis relaciones con las mujeres eran naturales, sueltas, fáciles, como suele decirse. No me valía de ningún ardid, o únicamente de ese ardid ostensible que ellas consideran como un homenaje. Las amaba, según la ex-presión consagrada, lo cual es lo mismo que decir que nunca amé a ninguna.

La misoginia me parecía vulgar y tonta, de manera que siempre juzgué mejores que yo a casi todas las mujeres que conocí. Sin embargo, al colocarlas tan alto lo más frecuente era que las utilizara en lugar de servirlas.

Desde luego que el amor verdadero es excepcional. Sobrevendrá más o menos dos o tres veces por siglo. En lo restante del tiempo lo que hay es vanidad o tedio. Por lo que hace a mí mismo, en todo caso, yo no era la religiosa portuguesa. No tengo el corazón seco cuando llega el caso, sino, por el contrario, soy capaz de enternecimiento, y junto con eso tengo las lágrimas fáciles. Sólo que mis raptos se vuelven siempre hacia mí, mis enternecimientos me conciernen.

Después de todo, resulta falso afirmar que nunca haya amado. En mi vida por lo menos hube de alimentar un gran amor, del cual siempre fui el objeto. Desde este punto de vista, después de las inevitables dificultades de la edad muy juvenil, quedé rápidamente fijado: la sensualidad y únicamente la sensualidad reinaba en mi vida amorosa. Buscaba sólo objetos de placer y de conquista. En esto me ayudaba, por lo demás, mi constitución física: la naturaleza se mostró generosa conmigo. Y yo estaba no poco orgulloso de ello; de manera que obtenía muchas satisfacciones de las que no sabría ya decir si eran de placer o de prestigio. Bien, dirá usted que continúo jactándome. No lo negaré y desde luego que me enorgullezco menos de mi jactancia que de aquello de que me jacto, puesto que era verdadero.

En todos los casos mi sensualidad, para no hablar sino de ella, era tan real que aun por una aventura de diez minutos, yo habría renegado de padre y madre, aunque luego tuviera que lamentarlo amargamente. ¡Qué digo! Sobre todo por una aventura de diez minutos, aún más, si estaba seguro de que no iba a tener un mañana. Desde luego que respetaba ciertos principios, entre ellos, por ejemplo, el de que la mujer de un amigo es sagrada. Lo que hacía entonces con toda sinceridad era sencillamente dejar de tener amistad con el marido, algunos días antes. ¿No debería llamar a esto sensualidad? La sensualidad no es repugnante en sí misma. Seamos indulgentes y hablemos, más bien, de una debilidad, de una especie de incapacidad congénita de ver en el amor otra cosa que lo que se hace en él. Pero, después de todo, esa debilidad era cómoda. Unida a mi facultad de olvido, favorecía a mi libertad. Al mismo tiempo, en virtud de cierto aire ausente y de irreductible independencia, que ella me daba, me ofrecía ocasión de nuevos éxitos. A fuerza de no ser romántico, daba sólido alimento a lo novelesco. Nuestras amigas, efectivamente, tienen esto de común con Bonaparte: siempre piensan obtener éxito en aquello en que todo el mundo fracasó.

En aquel comercio yo satisfacía, por lo demás, otra cosa aparte de la sensualidad: mi amor al juego. En las mujeres veía yo a las adversarias de cierto juego que, por lo menos, tenía visos de inocencia. Mire usted: no aguanto aburrirme y en la vida no aprecio sino las diversiones. Toda sociedad, por brillante que sea, me agobia rápidamente, en tanto que nunca me aburrí con las mujeres que me gustaban. Me cuesta trabajo confesarlo, pero habría renunciado a diez conversaciones con Einstein por un primer encuentro con una bonita figuranta. Verdad es que a la décima cita habría suspirado por Einstein o por lecturas serias. En suma, que nunca me preocupé por los grandes problemas, sino en los intervalos de mis modestas expansiones. Y cuántas veces, hallándome en la calle en medio de una discusión apasionada con amigos, perdía el hilo del razonamiento que se exponía porque una linda coqueta cruzaba en ese momento la calzada.

De manera que yo jugaba a ese juego. Sabía que a ellas no les gustaba que uno fuera demasiado rápidamente a la meta. Primero era necesaria la conversación, la ternura, como ellas dicen. Y siendo abogado, lo que me faltaba no eran discursos ni miradas, habiendo sido en el regimiento aprendiz de comediante. Cambiaba con frecuencia de papel, pero siempre representaba la misma pieza. Por ejemplo, el número de la seducción incomprensible, el número del "no sé por qué", del "no hay razón alguna, yo no deseaba ser atraído, estaba cansado del amor, etc….", era siempre eficaz, aunque fuera de los más viejos del repertorio. También representaba el número de la dicha misteriosa que ninguna otra mujer consiguió jamás depararnos, dicha que acaso no tenga futuro y que hasta con toda seguridad no lo tiene (pues uno no quería garantizar demasiadas cosas), pero que, precisamente por eso, era irreemplazable. Sobre todo había perfeccionado una pequeña tirada, siempre bien recibida, que usted aplaudiría, no me cabe la menor duda. Lo esencial de esa tirada descansaba en la afirmación, dolorosa y resignada, de que yo no valía nada, de que no valía la pena que se pegaran a mí, de que mi vida ya había terminado, de que no gozaba de la felicidad de todos los días, felicidad que acaso yo habría preferido a cualquier otra cosa, pero ¡ay!, ya era demasiado tarde. Guardaba, claro está para mí, los motivos de esa frustración decisiva, sabiendo que es mejor acostarse con el misterio. Por lo demás, en cierto modo yo mismo creía en lo que decía, vivía mi papel. No es, pues, sorprendente el hecho de que mis adversarias también se pusieran a representar con fuego. Las más sensibles de mis amigas se esforzaban por comprenderme y ese esfuerzo las llevaba a melancólicos abandonos. Las otras, satisfechas al ver que yo respetaba las reglas del juego y que tenía la delicadeza de hablar antes de obrar, se entregaban sin esperar a más. Entonces yo había ganado y doblemente, pues, además, del deseo que yo sentía por ellas, satisfacía al amor que me tenía a mí mismo al verificar cada vez mis brillantes facultades.

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