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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

La caída (10 page)

BOOK: La caída
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Créame, las religiones se engañan desde el momento en que comienzan a hacer moral y a fulminar mandamientos. Dios no es necesario para crear la culpabilidad ni para castigar.

Nuestros semejantes, ayudados por nosotros mismos, bastan para ello. El otro día hablaba usted del Juicio Final. Permítame que me ría respetuosamente de él. Lo espero a pie firme. Conocí algo peor: el juicio de los hombres. Para ellos no existen circunstancias atenuantes y hasta la buena intención la imputan al crimen. ¿Ha oído usted hablar, por lo menos, de la celda de los gargajos, que un pueblo imaginó recientemente para probar que era el más grande de la tierra? Se trata de una caja hecha de mampostería, en la que el prisionero se mantiene de pie; pero allí no puede moverse. La sola puerta que lo encierra en la concha de cemento se abre a la altura del mentón.

De fuera, pues, sólo se le ve el rostro en el que cada guardián que pasa escupe abundantemente.

El prisionero, apretado en la celda, no puede limpiarse la cara, aunque le esté permitido, eso es cierto, cerrar los ojos. Pues bien, querido amigo, ésta es una invención de hombres. Aquí no tuvieron necesidad de Dios para realizar esa pequeña obra maestra.

¿Entonces? Entonces, la única utilidad de Dios consistiría en garantizar la inocencia. Y yo concebiría la religión más bien como una gran empresa de limpieza; lo que, por lo demás fue, aunque brevemente, durante tres años, para ser exactos, y no se llamaba religión. Desde entonces falta el jabón. Tenemos la nariz sucia y nos quitamos los mocos mutuamente. Todos roñosos, todos castigados, escupámonos unos a otros y, ¡hup, a la mazmorra estrecha! La cuestión está en saber quién será el primero en escupir. Eso es todo. Le diré un gran secreto, querido amigo. No espere usted el Juicio Final, se verifica todos los días.

No, no es nada, tirito un poco a causa de esta bendita humedad. Por lo demás, ya llegamos, ya está. No, usted primero. Pero le ruego que se quede un momento todavía conmigo, y que me acompañe. Aún no terminé. Tengo que continuar. Continuar, eso es lo difícil. Mire usted, ¿sabe por qué lo crucificaron a aquel otro, a aquel en quien tal vez usted piensa en este momento?

Bueno, había muchas razones para hacerlo. Siempre hay razones para asesinar a un hombre. En cambio, resulta imposible justificar que viva. Por eso, el crimen encuentra siempre abogados, en tanto que la inocencia, sólo a veces. Pero, junto a las razones que nos explicaron muy bien durante dos mil años, había una muy importante de aquella espantosa agonía. Y no sé por qué la ocultan tan cuidadosamente. La verdadera razón está en que él sabía, sí, él mismo sabía que no era del todo inocente. Si no pesaba en él la falta de que se lo acusaba, había cometido otras, aunque él mismo ignorara cuáles. ¿Las ignoraba realmente, por lo demás? Después de todo él estuvo en la escena; él debía haber oído hablar de cierta matanza de los inocentes. Si los niños de Judea fueron exterminados, mientras los padres de él lo llevaban a lugar seguro, ¿por qué habían muerto, sino a causa de él? Desde luego que él no lo había querido. Le horrorizaban aquellos soldados sanguinarios, aquellos niños cortados en dos. Pero estoy seguro de que, tal como él era, no podía olvidarlos. Y esa tristeza que adivinamos en todos sus actos, ¿no era la melancolía incurable de quien escuchaba por las noches la voz de Raquel, que gemía por sus hijos y rechazaba todo consuelo? Laqueja se elevaba en la noche. Raquel llamaba a sus hijos muertos por causa de él, ¡y él estaba vivo!

Sabiendo lo que sabía, conociendo profundamente al hombre —¡ah, quién hubiera creído que el crimen no consiste tanto en hacer morir como en no morir uno mismo!—, puesto día y noche frente a su crimen inocente, se le hacía demasiado difícil sostenerse y continuar. Era mejor terminar, no defenderse, morir, para no ser el único en vivir y para ir a otra parte, a otra parte en que tal vez lo sostendrían. Y no lo sostuvieron. Él se quejó por eso, y por añadidura lo censuraron. Sí, fue el tercer evangelista, según creo, el que comenzó a suprimir su queja. "¿Por qué me has abandonado?" Era un grito sedicioso, ¿no es cierto? Entonces acudieron a las tijeras.

Observe usted, por lo demás, que si Lucas no hubiera suprimido nada, apenas se habría echado de ver la cosa. En todo caso, no habría ocupado un lugar tan importante. De esta suerte, el censor proclamaba lo que proscribe. El orden del mundo también es ambiguo.

El orden del mundo no impide que él, el censurado, no haya podido continuar. Y, querido amigo, sé bien de lo que hablo. Hubo un tiempo en que a cada minuto yo no sabía cómo podría llegar al siguiente. Sí, en este mundo podemos hacer la guerra, simular el amor, torturar a nuestros semejantes, aparecer en los periódicos, o sencillamente, hablar mal del vecino, mientras tejemos. Pero en ciertos casos continuar, tan sólo continuar, es algo sobrehumano. Y él no era sobrehumano, puede usted creerlo. Él gritó su agonía, y por eso lo amo, amigo mío. Murió sin saber.

Lo malo es que nos dejó solos, para continuar, pasare lo que pasare, aun cuando estemos metidos en la mazmorra estrecha, sabiendo a nuestra vez lo que él sabía, pero incapaces de hacer lo que él hizo e incapaces de morir como él. Claro está que la gente procuró ayudarse un poco con su muerte. Después de todo, fue un rasgo genial aquello de decirnos: "Vosotros no sois resplandecientes; eso es un hecho. Y bien, no vamos a contar cada detalle. Lo liquidaremos todo de un golpe, en la cruz". Pero mucha gente sube ahora a la cruz únicamente para que se la vea desde más lejos, aun cuando sea necesario patear al que se encuentra en ella desde hace tanto tiempo. Demasiada gente decidió prescindir de la generosidad para practicar la caridad. "¡Oh, qué injusticia, qué injusticia se hizo con él y cómo siento oprimido el corazón!

Vamos, ya empiezo otra vez, me pongo a abogar. Perdóneme usted, comprenda que tengo mis razones. Mire, unas calles más allá hay un museo que se llama Nuestro Señor del Desván. En su época, los hombres situaron sus catacumbas bajo los tejados. Qué quiere usted, aquí los sótanos se inundan. Pero hoy, tenga usted la seguridad de que su Señor, el de ellos, no está ya ni en el granero ni en el sótano. En lo más secreto de su corazón lo pusieron presidiendo un tribunal, y entonces ellos pegan y pegan: y sobre todo, juzgan, juzgan en su nombre. Sin embargo, él hablaba tiernamente a la pecadora: "Yo tampoco te condeno"; pues bien, eso no tiene importancia alguna. Ellos condenan, no absuelven a nadie. En nombre del Señor, éstas son tus cuentas. ¿Del Señor? Él no pedía tanto, amigo mío. El quería que lo amaran, nada más. Claro está que hay gentes que lo aman, aun entre los cristianos, pero puede contárselas con los dedos de la mano. Por lo demás, él lo había previsto. Tenía cierto sentido del humor. Pedro, usted sabe, aquel miedoso, Pedro, pues, renegó de él: "No conozco a ese hombre… No sé lo que quieres decir, etc." Verdaderamente exageraba. Y entonces él hizo un juego de palabras: "Sobre esta piedra
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edificaré mi iglesia." No se podía llevar más lejos la ironía, ¿no le parece? Pero no, ellos aún triunfan. "Vosotros veis, él lo dijo." En efecto, él lo dijo y conocía muy bien la cuestión. Y luego partió para siempre, dejándolos juzgar y condenar, con el perdón en la boca y la sentencia en el corazón.

Porque no puede decirse que ya no haya más piedad. ¡No, diablos! No dejamos de hablar de ella. Lo que ocurre es que sencillamente, no se absuelve ya a nadie. Sobre la inocencia muerta pululan los jueces, los jueces de todas las razas, los de Cristo y los del Anticristo que, por lo demás, son los mismos, reconciliados en la mazmorra estrecha. Porque no hay que caer únicamente sobre los cristianos; los otros también están en la cuestión. ¿Sabe usted en qué se convirtió, en esta ciudad, una casa que cobijó a Descartes? En un asilo de locos. Sí, es el delirio general y la persecución. Nosotros también, por supuesto, nos vemos obligados a incluirnos.

Habrá podido darse cuenta de que no perdono nada y sé que por su parte usted piensa más o menos lo mismo. De manera que, puesto que todos somos jueces, somos todos culpables los unos frente a los otros, somos todos Cristos a nuestra mezquina manera: crucificados uno a uno y siempre sin saber. O, por lo menos, lo seríamos si yo, Clamence, no hubiera encontrado la salida, la única solución, la verdad, en fin…

No, me detengo, querido amigo, no tema. Por otra parte, voy a dejarlo aquí. Estamos frente a mi puerta. En la soledad y con ayuda de la fatiga, ¿qué quiere usted?, uno se toma de buena gana por un profeta. Después de todo, es eso lo que soy; refugiado en un desierto de piedras, de brumas y de aguas podridas. Un profeta vacío, para épocas mediocres. Un Elías sin Mesías, lleno de fiebre y alcohol, con las espaldas pegadas a esta puerta enmohecida, con el dedo levantado hacia un cielo bajo, cubriendo de imprecaciones a hombres sin ley, que no pueden soportar ningún juicio. Porque, en efecto, no lo pueden soportar, mi muy querido amigo; ahí, está toda la cuestión. El que se adhiere a una ley no teme el juicio, que vuelve a colocarlo en un orden en el que él cree. Pero el mayor de los tormentos humanos consiste en que lo juzguen a uno sin ley. Sin embargo, padecemos precisamente de ese tormento. Privados de su freno natural, los jueces, desencadenados al azar, lo despachan a uno en un santiamén. Entonces, ¿no le parece?, hay que procurar actuar más rápido que ellos. Y así se produce un gran desorden. Los profetas y los curanderos se multiplican, se apresuran para traernos una buena ley o una organización impecable, antes de que la tierra quede desierta. ¡Felizmente yo llegué! Yo soy el principio y el comienzo, yo anuncio la ley. En suma, que soy juez penitente.

Sí, sí, mañana le diré en qué consiste este magnífico oficio. Usted parte pasado mañana, de manera que tenemos prisa. Venga usted a mi casa, ¿quiere? Golpee tres veces a la puerta. ¿Vuelve a París? París está lejos, París es hermoso, no lo olvidé. Recuerdo sus crepúsculos en esta época, más o menos. La tarde cae, seca y rechinante, sobre los techos azules de humo; la ciudad gruñe sordamente, el río parece remontar su cursa. Entonces yo vagaba por las calles. Ahora también ellos vagan, lo sé. Vagan fingiendo que tienen prisa por llegar a la mujer hastiada, a la casa severa.

… ¡Ah!, amigo mío, ¿sabe usted lo que es la criatura solitaria que vaga en las grandes ciudades?

Me siento lleno de confusión por tener que recibirlo acostado. No es nada, un poco de fiebre que curo con ginebra. Estoy acostumbrado a estos accesos, creo que del paludismo que contraje en la época en que era Papa. No, no bromeo sino a medias. Sé lo que está pensando: es difícil distinguir lo verdadero de lo falso en lo que cuento. Admito que usted tiene razón. Yo mismo… Mire usted, una persona de mi círculo dividía los seres en tres categorías: los que prefieren no tener nada que ocultar, antes de verse obligados a mentir; los que prefieren mentir, antes que no tener nada que ocultar; y, en fin, aquellos a quienes les gusta al propio tiempo mentir y ocultar. Le dejo a usted que elija el casillero que más me conviene.

¿Y qué importa después de todo? ¿Es que, en última instancia, las mentiras no nos ponen en el camino de la verdad? Y mis historias, verdaderas o falsas, ¿no tienden todas al mismo fin, no tienen todas el mismo sentido? ¿Qué importa entonces que sean verdaderas o falsas si, en ambos casos, significan lo que fui y lo que soy? A veces vemos con mayor claridad en aquel que miente que en el que dice la verdad. La verdad, lo mismo que la luz, encandila. La mentira, en cambio, es un hermoso crepúsculo que nos hace valorar todos los objetos. ¡Vaya, tómelo como guste! Pero lo cierto es que me nombraron Papa en un campo de prisioneros.

Le ruego que se siente. Veo que mira este cuarto, desnudo, es cierto, pero limpio. Un Vermeer, no hay muebles ni cacerolas. Tampoco hay libros. Hace mucho tiempo que dejé de leer. Antes mi casa estaba llena de libros leídos a medias. Eso es tan repugnante como lo que hace esa gente que mordisquea un foie gras y manda tirar el resto. Por otra parte, a mí me gustan sólo las confesiones y la verdad es que los autores de confesiones escriben sobre todo para no confesarse, para no decirnos nada de lo que saben. Cuando dicen que van a pasar a las declaraciones, bueno, es el momento de desconfiar. Lo que harán es aplicar afeites al cadáver. Créame, soy orfebre. Entonces corté por lo sano. No más libros, no más objetos vanos tampoco; sólo lo estrictamente necesario. Limpio y lustrado como un ataúd. Por lo demás, en estas camas holandesas, tan duras, con sábanas inmaculadas, embalsamadas de pureza, muere uno ya en una mortaja.

¿Tiene usted curiosidad por conocer mis aventuras pontificias? Ha de saber que son bien triviales. ¿Tendré la fuerza de hablarle de ellas? Sí, me parece que la fiebre disminuye. Hace mucho tiempo de aquello. Fue en África donde, gracias a Rommel, ardía la guerra. Yo no estaba mezclado en ella, puede estar usted seguro. Ya había terminado con la de Europa. Me movilizaron, claro está; pero nunca vi el fuego. En cierto sentido, lo lamento. Tal vez habría cambiado en mí muchas cosas. El ejército francés no tuvo necesidad de mí en el frente.

Únicamente me pidió que participara en la retirada. Llegué a París en seguida; y los alemanes también. Me sentí tentado a intervenir en el movimiento de resistencia, del que comenzaba a hablarse, aproximadamente en el momento en que descubrí que yo era un patriota. ¿Se sonríe usted? Pues se equivoca. Hice mi descubrimiento en los pasillos del subterráneo, en Chátelet. Un perro se había extraviado en el laberinto. Era grande, de pelo duro, tenía una oreja quebrada, los ojos alegres, y daba brincos y olfateaba las piernas de los que pasaban. Me gustan los perros que tienen una ternura muy antigua y muy fiel. Me gustan porque siempre perdonan. Llamé a aquel perro, que, visiblemente conquistado, vaciló moviendo entusiastamente los cuartos traseros, a algunos metros delante de mí. En ese momento pasó un joven soldado alemán, que caminaba alegremente. Cuando llegó junto al perro le acarició la cabeza. Sin vacilar, el animal ajustó su pase al del soldado, con el mismo entusiasmo de antes, y desapareció con él. Por el despecho y por la especie de furor que sentí contra el soldado alemán tuve que reconocer que mi reacción era patriótica. Si el perro hubiera seguido a un civil francés no me habría importado. Me imaginé, en cambio, a aquel simpático animal convertido en mascota de un regimiento germano y me sentí invadido de furor. La prueba era, pues, convincente.

Me fui a la zona sur con la intención de informarme sobre la resistencia. Pero una vez que me hube informado, vacilé. La empresa me parecía un tanto loca y, para decirlo todo, romántica.

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