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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

La caída (9 page)

BOOK: La caída
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Por eso, la mujer es la recompensa, no del guerrero, sino del criminal. La mujer es su puerto, su obra; generalmente se detiene a los criminales en el lecho de alguna mujer. ¿Acaso no es ella todo lo que nos queda del paraíso terrenal? Encontrándome desamparado, corrí a mi puerto natural.

Pero ya no pronunciaba discursos. Todavía representaba un poco, por costumbre; sin embargo, me faltaba la inventiva. Vacílo en confesarlo, por miedo de pronunciar todavía alguna palabrota: me parece que en aquella época sentía la necesidad de un amor. Obsceno, ¿no cree? En todo caso, experimentaba un sordo sufrimiento, una especie de privación que me volvió más vacante y me permitió, a medias forzado, a medias curioso, entablar algunas relaciones amorosas. Puesto que tenía necesidad de amar y de que me amaran, creí estar enamorado. Dicho de otra manera, que representé el papel de tonto.

A menudo me sorprendía haciendo una pregunta que, en mi condición de hombre de experiencia, siempre había evitado hasta entonces. Me oía preguntar: "¿Me amas?" Bien sabe usted que en tales casos es usual responder: "¿Y tú?" Si yo respondía "sí", me encontraba comprometido más allá de mis verdaderos sentimientos. Si me atrevía a decir "no", corría el riesgo de que dejaran de amarme y entonces me hicieran sufrir. Cuanto más amenazado se encontraba el sentimiento en el cual yo había esperado encontrar el reposo, tanto más lo reclamaba de mi compañera. Me veía entonces llevado a hacer promesas cada vez más explícitas, a exigir de mi corazón un sentimiento cada vez más vasto. Así vine a prendarme, con una falsa pasión, de una encantadora aturdida, que había leído tanto sobre cuestiones del corazón, que hablaba del amor con la seguridad y la convicción de un intelectual que anuncia la sociedad sin clases. Una convicción semejante, y usted no lo ignora, es irresistiblemente contagiosa. Yo también me puse a hablar del amor y terminé por persuadirme a mí mismo. Por lo menos, hasta el momento en que ella se convirtió en mi amante y en que comprendí que la literatura del corazón, que enseñaba tan bien a hablar de amor, no enseñaba, empero, a practicarlo. Después de haber amado a un papagayo, tuve que acostarme con una serpiente. Busqué, pues, en otra parte el amor prometido por los libros, amor que en la vida yo nunca había encontrado.

Pero me faltaba entrenamiento. Hacía más de treinta años que me amaba exclusivamente a mí mismo. ¿Cómo esperar que pudiera perder semejante costumbre? Y en efecto, en modo alguno la perdí. De manera que permanecí siendo un veleidoso de la pasión. Multipliqué las promesas, mantuve amores simultáneos como los que había tenido ya en otra época, relaciones múltiples. Y que había provocado en la época de mi feliz indiferencia. ¿Le dije a usted que mi papagayo, desesperado, quiso dejarse morir de hambre? Felizmente llegué a tiempo y me resigné a sostenerla, hasta que encontró, vuelto de un viaje de Bali, al ingeniero de sienes grises, cuya descripción ella ya había leído en su revista favorita. En todo caso, lejos de encontrarme transportado y absuelto en la eternidad, como suele decirse, de la pasión, todo aquello vino a sumarse al paso de mis faltas y a mi extravío. Concebí un horror tal por el amor que, durante años, no pude escuchar sin rechinar los dientes, La vida color de rosa, ni la Muerte de amor de Isolda.

Procuré entonces renunciar en cierta manera a las mujeres y vivir en estado de castidad. Después de todo, la amistad de las mujeres debía bastarme. Pero eso equivalía a renunciar al juego.

Descartado el deseo, las mujeres me aburrieron más allá de todo cuanto podía esperar y era visible que yo también las aburría. Eliminado el juego, eliminado el teatro yo estaba sin duda en la verdad. Pero, la verdad, querido amigo, es abrumadora.

Habiendo renunciado al amor y a la castidad, me di cuenta, por fin, que todavía me quedaba el libertinaje, que reemplaza muy bien al amor, que acalla las risas, restablece el silencio y, sobre todo, confiere la inmortalidad. En cierto grado de embriaguez lúcida, acostado, tarde en la noche, entre dos muchachas y vaciado de todo deseo, la esperanza ya no es una tortura; vea usted, el espíritu reina sobre el tiempo y el dolor de vivir termina definitivamente. En cierto sentido, yo había vivido siempre en el libertinaje y nunca había dejado de querer ser inmortal.

¿No era ése el fondo de mi naturaleza, y no era también un efecto del gran amor que me tenía a mí mismo? Sí, sentía unas ganas locas de ser inmortal. Me amaba demasiado para desear que el precioso objeto de mi amor desapareciera alguna vez. Como en el estado de vigilia y por poco que nos conozcamos, no vemos razón valedera alguna para que se confiara la inmortalidad a un mono lascivo, tenemos que procurarnos sucedáneos de esa inmortalidad. Porque yo deseaba la vida eterna, me acostaba, pues, con prostitutas y bebía noches enteras. Claro está que por las mañanas sentía en la boca el gusto amargo de la condición, mortal, pero durante largas horas había volado alto, dichoso. ¿Me atreveré a confesárselo? Aún ahora recuerdo con ternura ciertas noches en que me llegaba hasta un sórdido cafetín para buscar a una bailarina que me honraba con sus favores y por cuya gloria hasta hube de batirme una noche con un jactancioso animal.

Todas las noches me exhibía junto al mostrador, en medio de la luz roja y el polvo de aquel lugar de delicias, mientras mentía como un sacamuelas y bebía copiosamente. Me quedaba allí hasta el amanecer. Por fin iba a parar a la cama, siempre deshecha, de mi princesa, que se entregaba mecánicamente al placer. Luego me dormía, sin transición alguna. El día llegaba suavemente para iluminar aquel desastre, y yo me elevaba, inmóvil, en una mañana de gloria.

El alcohol y las mujeres me procuraron, fuerza es confesarlo, el único consuelo de que yo era digno. Le confío este secreto, querido amigo, no tema hacer uso de él. Verá entonces cómo el verdadero libertinaje es liberador, porque no crea ninguna obligación. En el libertinaje uno no posee sino su propia persona. Es, pues, la ocupación preferida de los grandes enamorados de sí mismos. El libertinaje es una selva virgen, sin futuro ni pasado y, sobre todo, sin promesas ni sanciones inmediatas. Los lugares en que se lo practica están separados del mundo; al entrar en ellos uno deja fuera el temor y la esperanza. La conversación no es allí obligatoria. Lo que uno va a buscar puede obtenerse sin palabras y hasta a menudo, sí, sin dinero. ¡Ah!, déjeme usted, se lo ruego, rendir un homenaje particular a aquellas mujeres desconocidas y olvidadas, que me ayudaron entonces. Aún hoy, con el recuerdo que guardo de ellas se mezcla algo que se parece al respeto.

En todo caso, hice uso sin medida de esta liberación. Hasta llegaron a verme en un hotel consagrado a lo que la gente llama pecado, viviendo simultáneamente con una prostituta madura y una joven de la mejor sociedad. Con la primera representaba el papel del caballero andante, y a la segunda la puse en condiciones de conocer algunas realidades. Desgraciadamente, la prostituta tenía un temperamento muy burgués; consintió por fin en escribir sus recuerdos para un periódico confesional, muy abierto a las ideas modernas. Por su parte, la muchacha se casó para satisfacer sus instintos desatados y dar un empleo a sus mejores dotes. No estoy menos orgulloso de que en aquella época, una corporación masculina, con demasiada frecuencia calumniada, me haya acogido como a un igual. Se lo diré al pasar: bien sabe usted que aun hombres muy inteligentes cifran su gloria en poder vaciar una botella más que su vecino. Por fin yo había podido encontrar la paz y la libertad en esa dichosa disipación. Pero así y todo hube de encontrar un obstáculo en mí mismo. Fue mi hígado y luego una fatiga tan terrible que todavía hoy no me ha abandonado. Uno juega a ser inmortal y, al cabo de algunas semanas, no sabe siquiera si podrá arrastrarse hasta el día siguiente.

El único beneficio de esta experiencia, cuando hube renunciado a mis andanzas nocturnas, consistió en que la vida se me hizo menos dolorosa. La fatiga que roía mi cuerpo había corroído simultáneamente muchos puntos vivos de mí mismo. Cada exceso disminuye la vitalidad y, por lo tanto, el sufrimiento. El libertinaje, contrariamente a lo que se cree, nada tiene de frenético.

No es más que un largo sueño. Usted debe de haberlo observado. Los hombres que sienten realmente celos no tienen otro deseo más apremiante que el de acostarse con aquella que, sin embargo, según ellos creen, los ha traicionado. Desde luego que quieren asegurarse una vez más de que siempre les pertenece su querido tesoro. Quieren poseerlo, como suele decirse. Pero ocurre también que inmediatamente después de poseerlo, están menos celosos. Los celos físicos son un producto de la imaginación y al propio tiempo constituyen un juicio que uno hace de sí mismo. Atribuimos al rival los sucios pensamientos que tuvimos en las mismas circunstancias.

Felizmente, el exceso de goce debilita la imaginación, así como el juicio. Entonces el sufrimiento se adormece con la virilidad y durante tanto tiempo como ésta esté adormecida. Por esta misma razón, los adolescentes con su primera amante pierden la inquietud metafísica, y ciertos matrimonios, que son libertinajes burocráticos, se convierten al mismo tiempo en los monótonos coches fúnebres de la audacia y de la inventiva. Sí, querido amigo, el matrimonio burgués puso a nuestro país en batas y chinelas, y bien pronto lo pondrá a las puertas de la muerte.

¿Exagero? No, pero me extravío. Única mente quería hablarle de la ventaja que obtuve con aquellos meses de orgía. Vivía en una especie de niebla en que las risas se amortiguaban hasta el punto de que yo terminaba por no oírlas. La indiferencia, que ocupaba ya tanto lugar en mi, no encontraba más resistencia y extendía su esclerosis. ¡Ya no sentía emociones! Mi estado de ánimo era regular, parejo; o, mejor dicho, no tenía ningún estado de ánimo. Los pulmones tuberculosos se curan secándose y asfixian poco a poco a sus felices dueños. Así me ocurría a mí, que moría apaciblemente por mi curación. Vivía aún de mi oficio, aunque mi reputación estuviera bastante empañada a causa de mis desvíos en el lenguaje, y el ejercicio regular de mi profesión estuviera comprometido por el desorden de mi vida. Aquí resulta interesante hacerle notar que mis excesos nocturnos me perjudicaron menos que mis provocaciones verbales. La referencia, puramente verbal, que a veces hacía a Dios en mis discursos de defensa, provocaba la desconfianza de mis clientes. Sin duda temían que el cielo no pudiera hacerse cargo de sus intereses tan bien como un abogado imbatible en lo tocante al código. De allí a concluir que yo invocaba a la divinidad en la medida de mis ignorancias, no había más que un paso. Mis clientes dieron ese paso y fueron haciéndose cada vez más raros. Todavía de cuando en cuando me hacía cargo de alguna defensa. Y a veces, olvidando que ya no creía en lo que decía, hasta abogaba bien. Mi propia voz me guiaba; yo la seguía. Sin volar alto realmente, como antes, me elevaba un poco por encima del suelo. Fuera del ejercicio de mi profesión, veía a poca gente y mantenía la supervivencia penosa de una o dos cansadas relaciones galantes. Hasta ocurría que pasara noches enteras de pura amistad, sin que interviniera el deseo, con la diferencia de que, resignado a aburrirme, escuchaba apenas lo que se me decía. Engordé un poco y por fin pude creer que la crisis había terminado. Ahora se trataba sólo de envejecer.

Sin embargo, un día, en el curso de un viaje que ofrecí a una amiga, sin decirle que lo hacía para celebrar mi curación, encontrándome a bordo de un transatlántico y, naturalmente, en el puente superior, de pronto divisé a lo lejos un punto negro en el océano color de hierro. Aparté inmediatamente los ojos y mi corazón se puso a latir precipitado. Cuando me obligué a mirar otra vez, el punto negro había desaparecido. Iba a gritar, a pedir estúpidamente ayuda, cuando volví a verlo. Se trataba de uno de esos restos que los barcos dejan detrás de sí. Con todo, no había podido resistir mirarlo. En seguida había pensado en un ahogado. Comprendí entonces, sin rebelión alguna, que uno se resigna a una idea cuya verdad conoce desde hace mucho tiempo, comprendí que aquel grito que años atrás había resonado en el Sena a mis espaldas, no había cesado de andar por el mundo (llevado por el río hacia las aguas de la Mancha), de vagar por el mundo a través de la extensión ilimitada del océano, y que me había esperado hasta aquel día, en que volvía a encontrarlo.

Comprendí también que continuaría esperándome en los mares y en los ríos, en todas las partes en que se hallara, en fin, el agua amarga de mi bautismo. Y dígame, ¿aun aquí no estamos en el agua? ¿No estamos en el agua clara, monótona, interminable, que confunde sus límites con los de la tierra? ¿Cómo creer que vamos a llegar a Ámsterdam? Nunca saldremos de esta inmensa pila de agua. Escuche. ¿No oye usted los gritos de invisibles goélands? Lanzan sus gritos hacia nosotros. ¿Para qué nos llaman?

Pero son los mismos que gritaban, que me llamaban ya en el Atlántico, aquel día en que comprendí definitivamente que no estaba curado, que continuaba oprimido y que tenía que arreglármelas como pudiera. Había terminado mi vida gloriosa, pero habían terminado también la rabia y los sobresaltos. Debía someterme y reconocer mi culpabilidad, debía vivir en la mazmorra estrecha. ¡Ah, es verdad, usted no sabe lo que es esa celda que en la Edad Media llamaban la mazmorra estrecha! En general, se olvidaba en ella a un prisionero para toda la vida.

Esa celda se distinguía de las otras a causa de sus ingeniosas dimensiones. No era suficientemente alta para que uno pudiera permanecer de pie; pero tampoco lo bastante amplia para que pudiera uno acostarse en ella. Había que mantenerse en una posición incómoda, vivir en diagonal. El sueño era una caída. La vigilia, un estarse agachado. Querido amigo, había genio, y peso bien mis palabras, en este hallazgo tan sencillo. Cada día, en virtud de la inmutable coacción que anquilosaba su cuerpo, el condenado se daba cuenta de que era culpable y de que la inocencia consiste en extenderse alegremente. ¿Puede usted imaginar en semejante celda a un aficionado a las cimas y a los puentes superiores de los barcos?

¿Cómo dice usted? ¿Que uno podía vivir en esas celdas y ser inocente? ¡Improbable! ¡Muy improbable! Si fuera de otra manera, mi razonamiento se quebraría. ¿Que la inocencia se vea reducida a vivir encogida…? Me niego a considerar esta hipótesis un solo segundo. Por lo demás, no podemos afirmar la inocencia de nadie, en tanto que sí podemos afirmar con seguridad la culpabilidad de todos. Cada hombre da testimonio del crimen de todos los otros; ésa es mi fe y mi esperanza.

BOOK: La caída
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