La caída (11 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Relato

BOOK: La caída
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Creo, sobre todo, que la acción subterránea no convenía ni a mi temperamento ni a mi ambición por las cimas aireadas. Me parecía que se me pedía a mí trabajar en un sótano día y noche, esperando a que algunos brutos vinieran a descubrirme. Luego tendría que deshacer mi trabajo y verme arrojado a otro sótano, en que me golpearían hasta dejarme muerto. Admiraba a los que se entregaban a este heroísmo de las profundidades, pero no podía imitarlos.

Me fui, pues al África del Norte, con la vaga intención de llegar luego a Londres. Pero en África la situación no era clara. Los partidos opuestos, según me parecía, tenían igualmente razón, y me abstuve de intervenir. Veo por su cara que paso por alto demasiado rápido, según usted, estos detalles. Y bueno, digamos que habiéndole juzgado a usted en su verdadero valor, paso rápidamente por ellos a fin de que usted los advierta con más claridad. Lo cierto es que gané por fin la zona tunecina, donde una tierna amiga me aseguraba trabajo. Esa amiga era una criatura muy inteligente, que se ocupaba de cinematógrafo. La seguí a Túnez y no me enteré de su verdadero oficio hasta los días que siguieron al desembarco de los aliados en Argelia. Aquel día los alemanes la detuvieron y a mí también, aunque sin quererlo; no sé qué se hizo de ella. En cuanto a mí, no me hicieron daño alguno y, después de pasar grandes angustias, comprendí que se trataba, sobre todo, de una medida de seguridad. Quedé internado cerca de Trípoli en un campo en el que más se padecía a causa de la sed y de las privaciones que de los malos tratos. No le describiré ese campo. Nosotros, hijos de la mitad del siglo, no tenemos necesidad de ilustraciones para imaginarnos esos lugares. Hace ciento cincuenta años, la gente se enternecía por los lagos y los bosques; hoy poseemos el lirismo de lo celular. De manera que confío en usted. No tiene sino que agregar algunos detalles: el calor, el sol vertical, las moscas, la arena, la falta de agua.

Con nosotros estaba un joven francés que tenía fe. Sí, decididamente es un cuento de hadas. Era del tipo Duguesclin, si usted quiere. Había pasado de Francia a España para combatir.

El general católico lo había internado y, por haber visto que en los campos franquistas los garbanzos estaban, sí es licito que lo diga, así, bendecidos por Roma, había quedado sumido en una profunda tristeza. Ni el cielo de África, adonde había ido a parar casi en seguida, ni las expansiones del campo, lograron sacarlo de esa tristeza. Pero sus reflexiones y también el sol, lo habían hecho salir un poco de su estado normal. Un día en que, bajo una tienda que chorreaba plomo fundido y la decena de hombres que formaba nuestro grupo jadeaba entre las moscas, el joven renovó sus diatribas contra aquel a quien él llamaba "el romano". Nos miraba con aire extraviado, con su barba de muchos días. Tenía el torso desnudo cubierto de sudor y las manos se paseaban, como tocando el piano, sobre el visible teclado de sus costillas. Nos declaró que era necesario un nuevo Papa, un Papa que viviera entre los desdichados, en lugar de rezar en un trono, y que cuanto más pronto apareciera, sería mejor. Nos miraba fijamente, con ojos extraviados y sacudiendo la cabeza. "Sí", repetía. "¡Lo más pronto posible!" Luego se calmó súbitamente y con voz melancólica dijo que había que elegirlo entre nosotros, que había que escoger un hombre completo, con sus defectos y sus virtudes, a quien era menester jurar obediencia, con la única condición de que ese hombre aceptara mantener viva en él y en los demás la comunidad de nuestros sufrimientos. ¿Quién de entre nosotros tiene más debilidades?", preguntó. Por chancearme, yo levanté el dedo y fui el único que lo hizo: "Bien, Jean-Baptiste servirá." No, no dijo eso, puesto que entonces yo tenía otro hombre. Por lo menos declaró que designarse como yo lo había hecho suponía la mayor de las virtudes y por eso propuso que me eligieran. Los otros consintieron por juego, aunque así y todo con ciertas trazas de gravedad. Lo cierto es que Duguesclin nos había impresionado. Yo mismo creo que en modo alguno me reía. Me pareció, primero, que mi pequeño profeta tenía razón; y luego el sol, los trabajos agotadores, la lucha por el agua, en fin, que no estábamos del todo en nuestros cabales.

La verdad es que ejercí mi pontificado durante muchas semanas y cada vez con mayor seriedad.

¿En qué consistía mi pontificado? Vaya, yo era una especie de jefe de grupo o de secretario de célula. De todas maneras, los otros, aun aquellos que no tenían fe, tomaron la costumbre de obedecerme. Duguesclin, agonizante, sufría, y yo administraba sus sufrimientos. Entonces me di cuenta de que no era tan fácil como generalmente se cree ser Papa y me acordé de ello aun ayer, después de haberle espetado tantos discursos desdeñosos sobre los jueces, nuestros hermanos.

En aquel campo de prisioneros el gran problema era la distribución de agua. Se habían formado otros grupos, políticos y confesionales, y cada cual favorecía a sus camaradas. Me vi, pues, llevado a favorecer a los míos, lo cual ya era, por cierto, una pequeña concesión. Y aun entre nosotros mismos no pude mantener una igualdad perfecta. Según el estado de mis compañeros o según los trabajos que debían realizar, favorecía a éste o aquél. Y estas distinciones llevan muy lejos, puede usted creerme. Pero, decididamente, estoy cansado y ya no tengo ganas de pensar en aquella época. Digamos que colmé la medida el día en que me bebí el agua de un camarada agonizante. No, no, no era Duguesclin; creo que él ya se había muerto… Se privaba demasiado.

Además, si él hubiera estado allí, por el amor que le tenía, yo habría resistido durante más tiempo, porque yo lo quería, sí, lo quería. O por lo menos, así me lo parece. Pero me bebí el agua; eso es seguro. Porque me persuadí de que los otros tenían necesidad de mí (más necesidad de mi que de quien de todas maneras iba a morirse) y de que debía conservarme para ellos. Es así, querido amigo, bajo el cielo de la muerte, como nacen los imperios y las iglesias.

Y para corregir un poco mis discursos de ayer, le comunicaré la gran idea que se me ocurrió hablando de todo esto, y de lo cual ya no sé siquiera si lo viví o lo soñé. Mi gran idea es que hay que perdonar al Papa. Primero, porque él tiene más necesidad que nadie de que lo perdonen, y luego porque es la única manera de colocarse por encima de él…

¡Oh!, ¿cerró usted bien la puerta? ¿Sí? Le ruego que vaya a asegurarse. Perdóneme usted, tengo el complejo del cerrojo. En el momento de dormirme, nunca puedo saber si corrí el cerrojo. Todas las noches he de levantarme para comprobarlo. Uno nunca está seguro de nada; ya se lo dije. No vaya a creer usted que esta inquietud del cerrojo sea una reacción de propietario temeroso. Antes no cerraba con llave mi departamento ni mi coche. No guardaba el dinero, no me importaba lo que poseía. A decir verdad, tenía un poco de vergüenza de poseer cosas. ¿Acaso no me ocurría que en mis discursos mundanos proclamara con convicción: "¡La propiedad, señores, es un crimen!"? No teniendo el corazón suficientemente grande para compartir mis riquezas con algún pobre que las mereciera, las dejaba a disposición de eventuales ladrones, con la esperanza de que el azar corrigiera así la injusticia. Por lo demás, hoy ya no poseo nada. De manera que no me inquieto por mi seguridad, sino por mí mismo y por mi presencia de espíritu.

También me importa mucho cerrar cuidadosamente la puerta del pequeño universo hermético del que soy rey, Papa y juez.

Y ya que hablamos de esto, ¿quiere usted abrir ese ropero? Ese cuadro, sí, mírelo usted bien. ¿No lo reconoce? Son Los jueces íntegros. ¿Y no se sobresalta usted? ¿Será que su cultura tiene algunas lagunas? Sin embargo, si leyera usted los diarios, recordaría que en 1934 en la ciudad de Gantes, en la catedral de Saint-Bavon, se consumó el robo de uno de los paneles del famoso retablo de Van Eyck: El cordero místico. Ese panel se llamaba Los jueces íntegros.

Representaba a unos jueces que, a caballo, iban a adorar al santo cordero. Se lo reemplazó por una copia excelente, porque no llegó a encontrarse el original. Y bien, aquí lo tiene. No, yo no intervine en el robo. Un parroquiano del Mexico-City, a quien usted vio el otro día, se lo vendió al gorila por unas botellas, en una noche de embriaguez. Primero aconsejé a nuestro amigo que lo colgara en un buen lugar y por largo tiempo, y mientras se los buscaba por el mundo entero, nuestros devotos jueces reinaron en el Mexico-City, sobre borrachos y rufianes. Luego el gorila, a instancias mías, lo dejó en depósito aquí. Se resistió un tanto a hacerlo y puso cara de pocos amigos, pero cuando le expliqué todo el asunto, se asustó. Desde entonces, estos estimables magistrados son mi única compañía. Allá en el bar, por encima del mostrador, habrá podido apreciar usted qué vacío dejaron.

¿Por qué no restituí el panel? ¡Ah, ah, pero usted tiene reflejos policiales! Pues bien, le responderé como le respondería a un juez de instrucción, en el caso harto improbable de que alguien pudiera enterarse por fin de que el cuadro vino, a parar a mi pieza. En primer lugar, porque no es mío, sino del dueño del Mexico-City, que lo merece tanto como el obispo de Gantes. En segundo lugar, porque entre los que desfilan ante El cordero místico nadie sería capaz de distinguir la copia del original, y por lo tanto nadie se perjudica por mi culpa. En tercer lugar, porque de esta manera, domino. Se proponen a la admiración del mundo jueces falsos, siendo así que el único que conoce los verdaderos soy yo. En cuarto lugar, porque así tengo una posibilidad de que me envíen a la prisión, idea en cierto modo atractiva. En quinto lugar, porque esos jueces van a encontrarse con el cordero, siendo así que ya no hay cordero alguno ni inocencia. Y por lo tanto, el hábil pillo que robó el panel era un instrumento de la justicia desconocida, a la que no conviene contrariar. Y por fin, porque de esta manera estamos en el orden de las cosas. Habiéndose separado la justicia definitivamente de la inocencia, ésta en la cruz, aquélla en el ropero, tengo libre campo para trabajar de acuerdo con mis convicciones. Puedo ejercer, sin remordimiento alguno de conciencia, la difícil profesión de juez penitente que adopté después de tantos sinsabores y contradicciones; y ya es hora, puesto que usted se marcha, que le diga por fin en qué consiste esta profesión.

Pero permítame antes que me incorpore un poco para respirar mejor. ¡Oh, qué cansado estoy! Cierre bajo llave a mis jueces. Gracias. En este momento estoy ejerciendo la profesión de juez penitente. Por lo general, mi despacho está en el Mexico-City, pero las grandes vocaciones se prolongan más allá del lugar de trabajo. Ejerzo mi profesión en la cama y aun estando afiebrado. Por lo demás, esta profesión no se la ejerce; se la respira, a todas horas. En efecto, no crea usted que durante estos cinco días le estuve espetando largos discursos por puro gusto. No, en otra época hablé bastante para no decir nada. Ahora mis discursos están orientados, orientados evidentemente, por la idea de acallar las risas, de evitar personalmente el juicio, aunque, en apariencia, no exista salida alguna. ¿Es que el gran obstáculo para sustraerse al juicio no estriba en que nosotros mismos somos los primeros en condenarnos? De manera que hay que empezar por extender la condenación a todos, sin distinción, a fin de que quede diluida.

Mi punto de partida, mi principio, consiste en no admitir nunca excusas para nadie. Niego la buena intención, el error estimable, el paso equivocado, la circunstancia atenuante. Yo no bendigo, no distribuyo absoluciones. Sencillamente, lo sumo todo y luego digo: "Éste es el monto. Usted es un perverso, un sátiro, un mitómano, un pederasta, un artista, etc." Así mismo.

Secamente. En filosofía, lo mismo que en política, soy, pues, partidario de toda teoría que niega la inocencia del hombre y de toda práctica que lo trata como culpable. En mi está viendo usted, querido amigo, un partidario ilustrado de la servidumbre.

A decir verdad, sin la servidumbre no es posible llegar a una solución definitiva. Lo comprendí muy rápidamente. Antes yo tenía la libertad sólo en la boca. Cuando me desayunaba, yo la extendía sobre las rebanadas de pan, la masticaba todo el día y entonces, en medio de la gente tenía yo un aliento deliciosamente refrescado por la libertad. Asestaba esta palabra maestra a quienquiera que me contradijera.

La había puesto al servicio de mis deseos y de mi poder. La murmuraba en el lecho al oído adormecido de mis amigas y ella me ayudaba a plantarlas. La deslizaba… Vaya, me excita y pierdo la medida. Después de todo, hube de hacer de la libertad un uso más desinteresado y hasta, juzgue usted mi ingenuidad, hube de defenderla dos o tres veces, sin llegar, claro está, a morir por ella; pero así y todo, corriendo algunos riesgos. Tiene que perdonarme esas imprudencias; no sabía lo que hacía. No sabía que la libertad no es una recompensa ni una condecoración que se celebra con champán; ni tampoco un regalo, una capa de golosinas destinada a satisfacer la gula. ¡Oh, no! por el contrario, con ella uno es un vasallo de digno servicio y debe emprender una carrera total, solitaria, extenuante. Nada de champán, nada de amigos que levanten sus copas y que nos miren con ternura. Está uno solo en una lúgubre sala, solo en él banquillo, frente a los jueces, y solo para decidir frente a sí mismo o frente al juicio de los otros. Al cabo de toda libertad hay una sentencia. Aquí tiene usted la razón de que la libertad sea una carga demasiado pesada. Sobre todo cuando uno tiene fiebre o pesares o no ama a nadie.

¡Ah, querido amigo, para quien está solo, sin Dios y sin amo, el peso de los días es terrible!

De manera que no estando ya Dios en el mundo, hay que elegirse un amo. Por lo demás, la palabra Dios ya no tiene sentido; no vale la pena que uno se ponga a correr el riesgo de escandalizar a la gente. Mire usted, a nuestros moralistas, tan serios, que aman a sus semejantes y todo, nada los separa en definitiva del estado de cristianos, si no es el que prediquen en las iglesias. A su juicio, ¿qué les impide convertirse? El respeto, tal vez, el respeto de los hombres. Sí, el respeto humano. No quieren dar escándalo y entonces se guardan sus sentimientos para ellos.

Conocí a un novelista ateo que oraba todas las noches. Eso no era impedimento: ¿qué le daba a Dios en sus libros? ¡Qué paliza!, como decía ya no me acuerdo quién. Un librepensador militante a quien yo me confié levantaba los brazos al cielo, sin mala intención por lo demás. "No me enseña usted nada", suspiraba aquel apóstol. "Son todos así." Según él, el ochenta por ciento de nuestros escritores, si pudiera no firmar sus libros, escribiría y saludaría el nombre de Dios. Pero los escritores firman sus libros, también según él, porque se aman, y no saludan a Dios porque se detestan. Pero, como de todas maneras no pueden prescindir de juzgar, entonces se desquitan en la moral. En suma, que tienen el satanismo virtuoso. Época singular, verdaderamente. ¿Hay que admirarse acaso de que los espíritus estén turbados y de que uno de mis amigos, ateo, mientras fue un marido irreprochable, se haya convertido al hacerse adúltero?

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