La Calavera de Cristal (17 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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Unas semanas después, tras múltiples y fallidos intentos de analizar aquellos números enteros, cuando ya empezaba a soñar con letras isabelinas retorcidas y abigarradas, Stella observó en las últimas páginas del último libro unos borrones y unos errores que no estaban (como siempre se había afirmado) motivados por el balanceo del barco, sino que eran fruto de algún código desconocido.

En menos de dos horas ya lo había transcrito, y pasó una hora en la biblioteca consultando unas notas que la llevaron a las traducciones contemporáneas del código que había utilizado John Dee.

Aquello que buscas se esconde en la blancura de los rápidos...

Stella había encontrado el texto, pero fue Kit quien comprendió que se refería a la piedra corazón perdida de Cedric Owen. Él dedicó mucho tiempo a leer las biografías de Cedric Owen para localizar los lugares a los que podía estar refiriéndose; él desenterró mapas y ordenanzas antiguas; él consultó Google Maps hasta quemarse las cejas, y él se dejó la piel planificando el viaje y organizándolo. Y ahora, después de que la muerte les hubiera pisado los talones, apechugaba con toda la responsabilidad.

No obstante, Stella era quien se había sumergido en la blancura de los rápidos y se había hecho con ese pedazo indigno de caliza blanca; era ella quien le había cogido cariño a la calavera y a quien asediaban preguntas sin respuesta que la privaban de sueño y la perseguían de día. Encaró la piedra con la mirada vacía.

—¿Qué es lo que se me escapa?

El portátil de Kit estaba debajo de la mesilla de fresno. Contenía la totalidad de los archivos Owen, junto a centenares de ficheros de criptografía errónea y el único intento satisfactorio. Hizo aparecer dicho fichero en la pantalla y pasó las páginas hasta llegar a la estrofa que Kit había recordado.

...yo soy tu esperanza en la hora final. Sostenme en brazos como sostendrías a tu hijo. Escúchame como escucharías a tu amante. Confía en mí como lo harías en tu dios, cualquiera que sea.

Sigue el camino que te será mostrado y reúnete conmigo en el momento y el lugar indicados. Una vez allí, cumple los presagios de los guardianes de la noche. En lo venidero hazle caso a tu corazón y al mío, puesto que uno solo son. No me falles, pues de hacerlo fallarías a tu persona y a todos los mundos que aguardan.

Se puso a mordisquear la punta de un bolígrafo.

—Te he sostenido en brazos como sostendría a mi hijo. Te escucho de todas las maneras posibles. Estoy dispuesta a confiar en ti, siempre que me des algo en lo que confiar; no te arrojé a las profundidades de Gaping Ghyll, lo que prueba que existe algún vínculo entre nosotras. Seguiría el camino que me mostraras si tuviera la más remota idea de qué es lo que tienes que mostr...

No fue una luz lo que se encendió en su mente, sino el estruendo de una idea.

—Stella Cody, eres imbécil. Y además estás ciega.

Cogió impulso para levantarse y corrió hasta el escritorio del rincón de la estancia, donde Kit guardaba todos sus archivos con una pulcritud rayana en la obsesión, pero que a ella le permitía encontrar todo cuanto buscaba, siempre y cuando supiera qué buscaba.

En esa ocasión sabía perfectamente qué necesitaba. Sacó un archivador repleto de ejemplares impresos de los tres primeros libros, un cuaderno y un bolígrafo nuevo, y

regresó a su rincón al lado de la ventana con todo el material. De camino se detuvo a darle un beso a Kit en el reverso de la mano.

—Si alguna vez vuelvo a acusarte de ser un maniático obsesivo, recuérdame este momento.

Lo dijo en voz baja, por lo que no pareció que lo despertara. Tampoco lo hizo en toda la tarde, mientras estaba inmersa en un mar de papeles e imágenes escaneadas, formulándose la pregunta que nunca se había hecho y, tal vez, entreviendo un principio de respuesta.

—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?

El sol se alejaba por poniente y proyectaba una luz ambarina que rebotaba sobre el río. La brisa era ya más fría y estaba menos cargada de humedad. El guía turístico y los académicos que estaban de visita se habían marchado. Los patos habían remontado el río en busca de turistas, que desde el Magdalene Bridge les tiraban comida. Stella permanecía sentada con las piernas cruzadas en el tranquilo atardecer, con un bolígrafo en la boca y anotando cosas en su cuaderno de tamaño DIN A4.

—¿No soy bien recibido? —Una figura recia entraba por la puerta, que al abrirse había dejado entrar una corriente de aire que había agitado los papeles.

—¡Gordon! Por supuesto que eres bien recibido. Vamos, entra...

El catedrático Gordon Fraser, licenciado, doctor, geólogo profesional, miembro de la Royal Society y principal rival para ocupar el puesto de rector de Bede en el hipotético caso de que Tony Bookles llegara a renunciar a él; su especialidad era la geología sedimentaria y gozaba de renombre internacional como espeleólogo. También era uno de los más íntimos amigos de Stella en Cambridge.

Era un hombre bajito y rechoncho. Llevaba una barba pelirroja que sobresalía como una repisa de su labio inferior y se le marcaban los nervios en los hombros. El pelo cubría su cabeza en alocados rizos que habrían sido la envidia de cualquier mujer y llevaba una camiseta del Club de Escalada y Espeleología de Cambridge en la que se detallaba tal lista de primeros descensos que resultaría difícil de creer si no fuera porque Stella lo había acompañado en los últimos y sabía que los demás eran auténticos.

Su inglés tenía acento del noroeste de Escocia y se sabía que había llevado falda escocesa, si bien Stella tan solo había tenido pruebas de ello en una ocasión, hacía tres semanas, cuando Gordon el Enano había sido segundo testigo en su boda.

Estaba torpemente inmóvil en el umbral con un ramo de fresias, mirando a su alrededor. La piedra calavera no quedaba en su campo de visión. Stella hizo resbalar la mochila para taparla antes de levantarse.

—Disculpa, estaba concentrada en los archivos. Te preparo un café y vemos si Kit quiere despertarse. No le gustaría perderse tu visita.

Desde su silla de ruedas cerca de la ventana, Kit dijo:

—Kit está despierto.

Habló empleando aquel tono gandul que no permitía saber si seguía medio dormido o si llevaba tres horas despierto. La silla se volvió con un rechinar eléctrico de ruedas. Encogió su hombro bueno.

—Perdóname —respondió a la mirada inquisitiva de Stella—. Debería haberte dicho algo antes. Pero me gustaba verte trabajar.

Su mirada inquieta se cruzó con la de ella; quería decir que él también necesitaba soledad; la libertad de estar sentado sin más; que algunas partes de su ser debían seguir siendo privadas, aunque lo lamentaba. Para quitar hierro a la situación añadió:

—Tengo que mear. Mientras, prepara café; supongo que para entonces ya habré terminado y podrás enseñarnos a ambos lo que has descubierto en los registros de Cedric Owen.

La cocina consistía en unos fogones situados en un rincón de la estancia; un vestigio de la distribución de los tiempos de los Tudor, cuando nadie veía motivo alguno para alejar de un dormitorio o de un estudio el calor de un fogón encendido.

Stella preparó el café con parsimonia; le pidió a Gordon que moliera los granos mientras ella hervía la leche en una cazuela de base gruesa. Hablaron de cuevas que ambos conocían, pero no del accidente; esa conversación ya la habían mantenido tres semanas atrás junto a la cama de Kit, antes de que regresara a casa.

Durante esos días, otros espeleólogos habían recorrido la misma ruta que ellos en ambos sentidos y la habían cartografiado. En internet podían verse unas fotos de la catedral de la tierra con sus estalactitas en forma de lucerna. Los arqueólogos ya estaban examinando sus pinturas rupestres, las bautizaban, las clasificaban y desvelaban sus misterios.

Al volver al dormitorio, la silla de ruedas repitió su rechinar. Kit se había cambiado la camiseta y se había mojado el pelo; lo llevaba revuelto y se veía más castaño que dorado. Stella reparó en todos esos detalles al igual que lo habría hecho un mes atrás, pero con una preocupación de distinta índole.

—¿Y bien? —Se instaló en su rincón al lado del ventanal que ocupaba tres paredes y apartó la mesita baja con el pie—. Llevas tres horas estudiando los libros de Owen.

¿Qué has encontrado?

No estaba preparada. Dada su formación científica prefería concluir la investigación, cuantificar los resultados e incluso intentar descifrar el mensaje.

Ellos esperaron con amabilidad; allí estaban dos de los tres hombres en los que más confiaba en la vida.

—Me da rabia tener que deciros esto, y ni siquiera estoy segura de que pudiera mirarle a la cara, pero me parece que Tony Bookless debería estar aquí —dijo finalmente.

Aun sabiendo que ella le había mentido, una semana después de volver a casa, Bookless había confirmado las ayudas para su beca. La conciencia de Stella le aguijoneaba el cerebro como un alfiler.

—Se encuentra en una reunión con las viejas glorias universitarias —informó Gordon—. No podrá ausentarse antes de que termine la cena de gala. —Rodeó con sus dedazos el tazón que le había dado Stella y acercó su barba a las notas—. Mientras venía por Jesús Green te he visto en la ventana. Estabas ensimismada en algo que no parecía poder esperar. —Al ver que no respondía, le preguntó—: ¿Qué has encontrado, muchacha?

Stella removió el café, observó a Kit y procuró olvidarse de Tony Bookless.

—He encontrado el segundo código de los archivos. El de «te será mostrado». Tendría que haberlo anunciado con luces y fanfarria de trompetas, pero en su

defecto contó con un coro de ánades reales que perseguían a un pato cualquiera y

con el lloro agudo de una criatura perdida en la orilla del río.

Kit, con una amplia sonrisa de la mitad que podía mover de su boca, dijo:

—Por eso hay treinta y dos tomos en lugar de uno. Qué lista es mi niña. Siempre he pensado que esos dos hombres se habían tomado demasiadas molestias para dejarnos simplemente una página de poesía mal rimada. ¿Y qué nos cuenta?

—No lo sé, es un jeroglífico. Me he pasado media tarde intentando averiguar en internet lo que significa. Fijaos...

Apiló las notas y las colocó sobre la mesa.

—Son como símbolos de taquigrafía. En cada página hay media docena de marcas que parecen tachones fortuitos de la pluma, pero estos están más escondidos y el resultado final es más enrevesado. Aparecen en todos los libros. ¿Los veis aquí, hacia el final de la página? —Cogió un tomo al azar y señaló una línea con el dedo.

21 de agosto de 1573, para Imagio, hijo de Diego, por 2 pares de aves cazadas: 2d

—Si os fijáis bien, debajo del número 3 del año, debajo de la h de «hijo» y de la p de «pares», aparecen unas espirales y unas rayitas. Si copio las que aparecen en toda la línea... —colocó una hoja de fino papel de calco encima y las fue calcando todas— y luego hago lo mismo con la siguiente...

22 de agosto de 1573, para el padre Calderón, por el alquiler para 2 personas, a saber, don Fernando y el que suscribe.

Mientras hablaba, Stella elegía tachones y los calcaba.

—Y ahí termina la página, aunque no es demasiado coherente aún.

—Es un galimatías. —Kit sostuvo la hoja y alargó el brazo para observarla con el ceño fruncido—. No contiene ninguno de los distintivos de la escritura taquigráfica.

—Después de haber dormido, hablaba sin arrastrar tanto los sonidos.

—Porque no es taquigrafía. —Stella cogió de nuevo la hoja y preparó tres más—. Es una imagen compuesta. Si agrupamos las páginas de cuatro en cuatro y hacemos que cuadren estos puntitos que aparecen en el rincón inferior izquierdo de cada

una... —Se mordió la lengua y alineó las páginas—. He aquí la magia de la comunicación humana. ¿Os dais cuenta?

Las cuatro páginas de papel de calco revelaban una cenefa de extraños signos curvilíneos, hombres y animales de ojos saltones, bocas abiertas y soles, árboles, lunas, serpientes enroscadas, jaguares, pero nada de todo aquello era inteligible.

—Dios mío.

Stella había visto pocas veces a Gordon anonadado. Se alegró de verlo de ese modo.

—Hay marcas y puntos de encuadre en todas las páginas de cada uno de los volúmenes. No me explico por qué no los hemos visto antes —se preguntó Stella.

—Porque no mirábamos —respondió Kit— y ahora sí. Al menos tú. —Se inclinó demasiado, hasta tal punto que peligraba su equilibrio al toquetear las páginas que reposaban sobre la mesilla baja—. Será porque aún estoy un poco aletargado, pero no entiendo ni un ápice de lo que dice. Apuesto a que Gordon, que es una persona sabia y sesuda, y a la que no le han aplastado el cráneo, sabrá ayudarme. ¿Gordon?

Con destreza, pasó un juego de cuatro páginas al impertérrito escocés, que las examinó una por una.

—Quizá. O quizá no. —Gordon devolvió las páginas a Stella—. ¿Puedes mostrármelo otra vez?

Eligió páginas distintas, con distintas marcas, que ella leyó sin problemas. Con la ayuda de un rotulador de punta fina las distinguió en todas las hojas en un santiamén, las calcó, las encajó y dibujó los símbolos resultantes.

—Aparecen en grupos de doce por doce. Los he escaneado, y tengo las imágenes en mi portátil; he estado buscando en internet y me parece que son antiguos símbolos mayas. Concretando más, diría que son de origen olmeca, pero de todos modos Cedric Owen pasó treinta y dos años en tierra maya, así que estoy casi segura.

—¿Sabes qué significan? —preguntó Gordon.

—¿Bromeas? Ni por asomo. A lo mejor podría aprender, pero tardaría años. Necesitamos a alguien que ya esté familiarizado con estos temas.

—Supongo que habrá pocos, y muchos menos en Inglaterra; además, debe ser alguien en quien podamos confiar y que no lo divulgue al mundo entero antes de tiempo. —Kit la miraba como solía hacer antes—. Pero tú ya has encontrado a aquel que todo lo sabe, ¿verdad?

Ella sonrió.

—Quizá. He buscado por «calavera» y «maya» y he encontrado medio millón de entradas con ideas descabelladas sobre el Final de los Tiempos. Luego he añadido

«Cedric Owen» y me he quedado con dos páginas. Ambas han terminado llevándome a la catedrática Úrsula Walker, del Instituto de Estudios Mayas, que depende de la Universidad de Oxford. Esta mujer es impresionante; la sede del Instituto está en su casa, en una mansión estilo Tudor situada en los campos de

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