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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (12 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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Owen estaba a punto de atar el palangre y desatarse la soga que le sujetaba la cintura, pero algo grande mordió el anzuelo y tiró con fuerza.

Habría soltado el sedal, pero lo había pedido prestado y no deseaba causar problemas a Domingo, el grumete, perdiéndolo. Podría no haber movido un dedo y

contemplar cómo surcaba las olas, pero no estaba preparado para alcanzar determinadas cotas de estupidez. Empezó a tirar del cordel entre blasfemias, con ambas manos, temeroso de la poco elegante lucha final que sería necesaria para subir a bordo su presa.

—¿Acaso no disfrutáis? —preguntó en aquel momento Aguilar.

—¿De la pesca o de la travesía?

—De ambas. De cualquiera. —El capitán no le ofreció ninguna ayuda.

—No he venido por el placer, sino solo por el destino.

La presa de Owen se asomó a la superficie coleando. Era un pez grande, fuerte, que se negaba a abandonar el mar. Owen apuntaló los pies en la barandilla de popa y tiró con fuerza, consciente a cada paso de que apestaba a vómito, sal marina y sudor, y de que Aguilar, por algún inexplicable proceso de alquimia, no lo olía.

Por mucho que se resistiera, el pez acabó saliendo del agua. Era largo como su brazo, resbaladizo y plateado como la luna, y superó entre coletazos la barandilla. El anzuelo se le había enganchado debajo del ojo. Owen sintió una punzada de culpabilidad por arrastrar a un ser inocente fuera de su entorno seguro, llevarlo a un medio desconocido para él y amenazarle luego con una muerte prematura.

Podría haberlo agarrado por las agallas, haberle quitado el anzuelo y sacrificarlo con una vara de carpe que el grumete había dejado cerca para tal fin.

Sin embargo, no eligió esa opción sino que logró algo más portentoso: tiró del anzuelo hasta extraerlo y siguió forcejeando con torpes movimientos, de modo que, si bien parecía que intentaba subir la presa a bordo, el pez quedó libre. Golpeó la espuma del agua, se retorció y desapareció. Owen se quedó con la sensación de que había sobrevivido.

Se hizo el silencio, acompañado del tenue chapoteo del océano contra la nave; acto seguido Aguilar, pensativo, le dijo: «Bien hecho», algo que en absoluto esperaba Owen.

Ya prácticamente había dejado de llover y el cielo se estaba despejando. Se filtraban retales de sol que dibujaban sombras intermitentes por toda la eslora. Algo en la naturaleza de aquella luz despejó la aflicción de Owen. Ató el sedal y procedió a aflojar el cabo empapado que llevaba atado a la cintura.

Aquella acción acabó con cualquier resquemor que quedara entre ellos. El capitán se volvió y apoyó la espalda en la barandilla de popa de una forma que no inspiraba ninguna seguridad. Owen se asustó.

—Si la barandilla cede... —dijo.

—Significaría que no he armado mi nave para que perdure y por tanto caería por la borda para seguir los pasos de vuestro pez hasta el fondo del mar, arrastrado por el peso del oro que llevo encima. Lo sé. Por consiguiente, ambos tendremos que confiar en que haya tenido esto en cuenta al construir el navío y que el oro que luzco sea prueba de mi convicción, no de mi perdición.

A Owen jamás se le había ocurrido que el exceso de oro del español fuera otra cosa que vanidad. Seguía pensando lo mismo. La idea de que quizá la tripulación no lo considerara del mismo modo hizo que volviera a plantearse que el capitán era un semidiós para sus hombres. Aguilar le observaba fijamente cuando retomó la palabra:

—Cuando hablamos sobre vuestra participación en la travesía, en ningún momento sacamos a colación vuestra familia, ni el modo en que se verían afectados.

¿Tenéis una esposa que llore vuestra ausencia?

—No tengo esposa.

—Una persona como vos, de tanto talento... Me cuesta creerlo. En ese caso, ¿una amante, alguien más fogosa?

El comentario pasaba de castaño oscuro. Owen solo se sonrojaba en contadas ocasiones, pero cuando lo hacía era espectacular, como en ese momento, cuando la sangre caliente franqueó el muro de su cuello y le inundó el rostro. Habló con cierta tirantez:

—No tengo amante, ni deseo tenerla. Llegará el día en que querré desposarme, pero aún no ha llegado. Entretanto, me contengo. Puede que sea una práctica poco habitual en España, aunque en Inglaterra tampoco se estilaba durante el reinado del difunto Enrique, pero no pretendo exigir intimidad a una mujer a la que no le otorgue el beneficio del matrimonio. Si os parece risible, os rogaría que durante la travesía guardarais las chanzas en vuestro fuero interno. Un médico necesita cierto respeto por parte de sus pacientes, de lo contrario su pericia es inútil. Sin duda, quedáis exento de dicha exigencia. No espero respeto de vos, ni que lo esperéis vos de mí.

«Hagas lo que hagas, jamás fuerces un duelo, salvo los de la razón. Tus insultos deben ser más sutiles que los de aquellos a los que afrentas. No hay otra forma de sobrevivir». Esas habían sido las palabras de su maestro de esgrima. Owen le pidió disculpas interiormente.

Era hora de marcharse. La rabia había devuelto la agilidad a sus dedos, de modo que la cuerda que le mantenía sentado dejó de ser imposible de desatar, aunque para las dos últimas vueltas del nudo tuvo que sudar.

Aguilar le contestó con ánimo pacífico:

—Me disculpo por haberos ofendido. Sois una rara avis, un noble de los de verdad. Lo sospechaba, pero albergaba mis dudas. Por tanto, esta noche no mandaré a Domingo a vuestro camarote. Estoy convencido de que sentirá un gran alivio.

—Como lo sentirá todo aquel que haya estado con él, no tengo la menor duda. Vos, ¿tal vez? ¿O ese honor está reservado al primer oficial al que le recoloqué el hombro ayer? Debéis saber que, como su médico, aconsejé a Juan Cruz que se abstuviera de realizar ningún ejercicio vigoroso durante dos semanas. Lo lamento si os causo algún inconveniente.

Salvo por el pequeño contratiempo con las jarcias que le había dislocado el hombro, Juan Cruz era un marinero de lo más competente. También era el hombre más feo del barco, por lo que relacionarlo con el capitán era un insulto pueril. Owen se arrepintió totalmente. Permaneció de pie, temblando, mirando de frente a Aguilar y convencido de que iba a morir, pero también convencido de que nada le haría retractarse de lo que había dicho.

La ira ralentizó sus movimientos, de modo que al tardar en levantar la cabeza tardó también en reparar en que Fernando de Aguilar no hablaba porque las carcajadas se lo impedían.

—¿He dicho algo divertido?

—No... Bueno, sí. Vaya, que... sí.

El capitán secó sus preciosos ojos grises de tiburón con el dorso de una mano, sacó un pañuelo de lino de la manga y se sonó aquella nariz no menos elegante. Negando con la cabeza, le respondió:

—¿Ejercicio vigoroso? Por Dios, recordadme que en el futuro no vuelva a ofenderos. Estoy seguro de que Juan Cruz se abstendrá de realizar ningún «ejercicio vigoroso» si así se lo habéis prescrito; de lo contrario, no seré yo quien se lo impida. Y tampoco seré yo, ni él, ni nadie quien ofenda al joven Domingo, a menos que los tartamudeos del muchacho exasperen a los hombres y lo arrojen por la borda con la intención de curarle todos los males. Sin embargo, si les informáis de que no surtirá efecto, no dudo que os escucharán. Sois considerado un ángel por los que creen en tales seres, y un dios, por los demás incrédulos.

—Preferiría que me vieran tan solo como un hombre, no exento de imperfecciones, que hace cuanto puede por aprender el arte y la ciencia de la medicina.

Sus palabras sonaban gélidas, no podía evitarlo. El capitán se encogió de hombros.

—Me temo que para eso ya es demasiado tarde. Mejor ser consciente de vuestra posición y disfrutarla. Mejor también saber que os libráis de atenciones no deseadas. En este barco no suceden tales cosas. Me he regodeado en vuestros miedos más evidentes y por ello me disculpo, pero sigo creyendo que ayuda hablar abiertamente de estos asuntos. Si Domingo finaliza esta travesía privado de su virginidad, será por su propia voluntad. He pensado que debíais saberlo.

Tras esas palabras, Aguilar asintió con gesto afable, se separó de la barandilla de popa y se marchó.

Owen volvió a sentarse. Se quedó allí un buen rato contemplando cómo se ponía el sol y le daba un beso al mar; después se levantó y se retiró a su camarote.

Esa noche cenó solo; probó el cocido de ternera y durmió mal. A la mañana siguiente prescindió de su calzón, de su calzado grueso, y salió a cubierta descalzo. Nadie hizo ningún comentario, pero a mediodía descubrió que ya podía andar con más holgura, y antes del anochecer ya paseaba como si estuviera en las orillas del río Cam.

* * *

Cedric Owen se abrió un labio en la ajetreada cubierta y saboreó la sal fría del mar mezclada con la sal caliente.

El balde de las necesidades se soltó de su amarre y el hedor de las heces y orines de la noche se arremolinó en el camarote antes de que el temporal se cerniera sobre los mamparos y todo se tornara humedad, frío y olor a algas y a atmósfera implacable, inmisericorde.

Despertó sobresaltado y se llevó una mano a la boca. No encontró sangre ni dolor alguno. El Aurora oscilaba con la misma suavidad que cuando había conciliado el sueño. La noche desprendía un olor dulce a mar en calma, nada parecido a lo que había soñado. La piedra corazón azul, con la que compartía su litera, rodó un trecho con el vaivén del oleaje y fue a parar a su costado; un objeto cálido en la también cálida noche. Sintió su presencia como se percibe al amante que duerme, si bien en esta ocasión no estaba dormido y le hacía entrega de un apremiante mensaje que partía la noche en dos.

«¿La piedra exige vuestra muerte?»

La voz de Nostradamus resonó en sus oídos, incluso una vez erguido, mientras se vestía. En la penumbra, tanteaba los botones con los dedos, al tiempo que se remetía el faldón de la camisa para estar presentable y lucir como todo un caballero. Ya hacía tiempo que prescindía del jubón, pero conservaba la camisa, aunque el lino se había acartonado con la sal y el roce le llagaba la carne en las axilas y en las muñecas.

Bostezó, hizo una mueca y salió afuera, a una noche negra e ingente, alumbrada por estrellas de nombre para él desconocido y una luna con rostro de plato que cubría la mar llana con su luz.

Detrás de ellos navegaban otros tres mercantes de eslora similar a la del Aurora, y a lo lejos por babor se avistaba un navío de guerra cargado con cañones que los acompañaba con el objetivo de ahuyentar a los piratas con su mera presencia. Más atrás, en algún lugar, se hallaba otro parecido, aunque era bien sabido que los piratas ponían la mira en los barcos ricos que regresaban de Nueva España al país de origen, no a los que se dirigían allí.

Desde el principio, Owen había considerado los navíos de guerra un seguro, no una necesidad. Desde la perspectiva de la piedra azul, pasó a verlos como un lastre del que debía deshacerse, y con premura, pero desconocía la manera o el motivo.

—Señor.

Owen arañó la puerta del capitán. El sonido se perdió entre el murmullo de las olas y el lento aleteo de las jarcias. Llamó con un poco más de insistencia.

—Don Fernando, ¿estáis ahí?

Lo asombroso de Fernando de Aguilar, entre otras muchas cosas, era la velocidad a la que era capaz de vestirse con jubones estrambóticos. Dormía, estaba seguro, sin

quitarse los aretes de oro de los lóbulos, pero era imposible que durmiera con el jubón puesto y apareciera con un aspecto tan fresco como el que lucía al salir.

Semanas atrás, al partir, Owen se había hecho la promesa de que un día observaría a aquel hombre mientras se vistiera y averiguaría cómo era capaz de lograrlo, pero no iba a ser esa noche, a esas horas. Esos eran sus pensamientos cuando apareció el capitán, digno y discreto, con su ropaje azul de medianoche y apenas un zarcillo en la oreja, sencillo como el tesoro de un príncipe menor.

—Hermosa noche. —Aguilar apoyó una mano en la barandilla de estribor y examinó al inglés—. ¿Me permitís que os pregunte qué os ha movido a salir a contemplarla a estas horas y, de paso, por qué servidor debe acompañaros?

—Se avecina tormenta. —Sus palabras sonaron torpes en aquel lugar, bajo aquel impecable cielo estrellado—. La peor que habéis presenciado jamás. La flota quedará dispersada, probablemente nos hundiremos. Tenemos que...

A Owen le costaba encontrar las palabras. Al principio, el poco español que sabía había cumplido su cometido. Además, después de seis semanas en el mar, había mejorado considerablemente, pero en esa tesitura habría vacilado en cualquier idioma.

—Tenemos que encargarnos de varias cosas, pero desconozco cuáles son. Solo sé que debéis ocuparos de todo para salir de esta con vida y que, al final, no formaremos parte de la flota.

—¿Cómo...? No os entiendo.

Al menos Aguilar le escuchaba, no le había mandado al camarote con un trago de láudano para que contuviera sus miedos nocturnos.

—No debemos aferramos a los demás navíos, pues ahí es donde acecha el peligro

—prosiguió Owen—. Si nos alejamos de los demás, aún tendremos una posibilidad. No se trata de piratas, pero debemos proseguir nuestro camino a Nueva España solos, sin todo aquel que pueda lastrarnos o entorpecer nuestro juicio.

—¿Conque esas tenemos? Os dije una vez que querríais suplantar al capitán, pero no creí que llegarais a hacerlo. —Aguilar estaba siendo considerado, sin ese orgullo mordaz que era capaz de exhibir—. ¿Me diréis cómo ha llegado a vuestras manos tal información?

Ahora le tocaba a Owen fijar la vista en el mar. Nostradamus había mencionado que la piedra corazón azul era una sentencia de muerte si se encontraba en la compañía equivocada, pero la idea tampoco era nueva; aquellos que antaño la habían tenido en sus manos habían sido conscientes del enorme peso de su carga, un siglo tras otro, y se habían acostumbrado a los necesarios subterfugios.

A pesar de todo, la mentira le salió con menos facilidad de lo que le habría gustado y le dejó un mal sabor de boca.

—Como os confesé en su día, mi abuelo acompañó a sir Edward Howard en sus travesías. De niño me hablaba de un olor singular que desprende el mar cuando se

aproxima un temporal. Como el hierro al rojo vivo cuando es sumergido en agua. Lo huelo ahora mismo, viene de babor. La tormenta se acerca desde esa dirección. En cuanto al resto, he pensado que podía cotejar vuestra carta astral con la presente y ubicar nuestra localización en el mar con la máxima precisión posible. Debería haberlo visto mucho antes y lamento con todo mi pesar no haberlo hecho.

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