La Calavera de Cristal (11 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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—¿Y acaso querréis haceros con el timón de mi nave? Os diré que el tío de mi padre, Gerónimo de Aguilar, navegó con Juan de Valdivia, portador de la fortuna más sagrada de su majestad. Su barco naufragó antes de llegar a la costa de Nueva España y mi tío abuelo fue uno de los diecinueve que sobrevivieron y lograron subir a la chalupa. Primero languidecieron bajo el sol, a merced de los vientos durante dos semanas, y luego fueron apresados por los salvajes cuando llegaron a tierra. A cinco se los merendaron al instante. Veo que esta historia os ha sorprendido, ¿me equivoco, inglés? Allá adonde nos dirigimos son caníbales.

Sonrió con burla, un resplandor de dientes blancos entre franjas de piel morena.

—Mi tío abuelo y otro hombre eludieron la muerte, pero fueron retenidos como esclavos hasta que, ocho años más tarde, mi pariente logró escapar y regresó a la cristiandad, donde sirvió de trujamán al gran Hernán Cortés en la época en la que conquistó a los aztecas y amasó su fortuna. Mandó crónicas a su familia en las que describía la tierra yerma y la extrema pobreza de la población, pero aun así siguió viviendo en esas tierras, y allí murió, cuando podría haber regresado a casa y ser aclamado como un héroe. ¿Acaso no os parece curioso, inglés? A mí sí. De modo que me dispongo a embarcar para descubrir las razones que le hicieron quedarse y ganar la fortuna que él no fue capaz de ver en el oro verde que lo rodeaba. Hasta ahora no me habéis dado motivo alguno para llevaros conmigo, habida cuenta de que he rechazado a tantos grandes hombres de mi ciudad.

El español extendió su largo brazo y se sirvió un poco más de vino sin ofrecérselo antes a Owen. En Inglaterra, muchos hombres habían muerto por una ofensa menor, aunque no a manos de Owen. Él había sido una pesadilla para su maestro en el arte de la espada, y este finalmente se libró de él y le aconsejó que nunca se arriesgara a caer en la ignominia de un duelo.

Con una sonrisa feroz Aguilar añadió:

—No me impresionan vuestros dos primeros motivos. En cuanto al tercero se refiere, espero que no insinuéis que debería acogeros tan solo porque mi rey lleva dos años desposado con el adefesio de vuestra reina. Su matrimonio es una farsa y todo español de bien le compadece por los grilletes que debe arrastrar para resarcimiento de todos nosotros, su pueblo.

Cedric Owen se puso en pie. Eso era exactamente lo que pretendía decir, aunque con otras palabras, lo cual era humillante, ya que era una idea que había gestado durante el viaje y a la que había atribuido cierta gracia; creía que iba a poder compartir una ironía que deberían captar los hombres de mundo avezados a los devaneos de la realeza. Era patente que Aguilar carecía del sentido de la ironía y que reservaba su buen humor para sus compatriotas, los cuales salían siempre bien parados.

Owen se había despojado del sombrero al llegar, pero en ese momento se lo puso de nuevo, aunque no era más que una gorra cochambrosa al lado de aquella sedosa efigie plumífera que reposaba junto a Aguilar. Le hizo una tensa reverencia con una inclinación del cuello.

—Señor, estoy perdiendo mi tiempo y el vuestro. Hallaré otra forma de viajar a esa tierra yerma que describís, aunque según mis fuentes es arbolada, fértil, con grandes maravillas y pueblos civilizados. Os pido disculpas por haberos interrumpido la jornada y ofendido vuestra hospitalidad. Si me permitís que pague yo el vino...

No esperaba que le aceptara la oferta, pero se la aceptó, y el tabernero le cobró diez veces más de lo que valía el vino, de modo que su bolsa quedó mermada, y su ánimo, sombrío.

* * *

Al cabo de unas horas, con el fresco del atardecer, Cedric Owen encontró una taberna en la que recibieron su chapurreo en español con la calidez que tanto esperaba encontrar; además, la sopa de pescado era espesa y abundante sin que por ello se vaciara en demasía su bolsa.

Conversó con un actuario que en su día había trabajado para los banqueros Médicis y la charla osciló entre el Nuevo y el Viejo Mundo una y otra vez, desviándose en ocasiones por distintos derroteros, como las opciones de las que disponía un hombre para enriquecerse y ahorrar cuanto hubiera ganado sin perderlo a causa de los tributos y la monarquía, que consideraba los bancos sus prestamistas particulares.

En ningún momento departieron sobre el «oro verde» con el que soñaba Aguilar, pero, con todo, la charla fue interesante y estimulante, tanto más a medida que iba entrando la noche.

Owen bebió más vino del que acaso debiera, pero era la primera ocasión en la que lograba relajarse en compañía afable desde que había abandonado Francia, y fue un hombre alegre el que salió de la taberna para regresar a su posada en los alrededores de las murallas moras cuando el tabernero le invitó a irse.

Sevilla le gustaba más por la noche que durante el día. Soplaba un aire cálido, aunque no caluroso en exceso, y las moscas habían desaparecido. El cielo brillaba con un parpadeo de estrellas que parecían más nítidas y cercanas que aquellas a las que estaba acostumbrado en las turberas llanas de Cambridge. A media subida de una suave cuesta, Owen se detuvo un momento, arqueó la espalda e inclinó el cuello para contemplar y apreciar la curvatura de los cielos y todo cuanto abarcaban. El firmamento giraba despacio y vacilante, lo cual era inquietante, pero tampoco le resultaba tan sorprendente.

—¡Socorro! ¡Asesinos! ¡Socorro!

Los alaridos procedían de la izquierda. Cedric Owen corrió hacia allí sin pensarlo, patinó en una esquina y se adentró en un callejón angosto y anguloso en el que apenas cabían sus hombros, como si de un canal abierto entre dos hileras contiguas de villas encaladas se tratara. En el callejón no había velas ni antorchas encendidas. La techumbre en voladizo tapaba por completo el brillo lechoso de la luz de las estrellas.

La oscuridad devoró su sombra y convirtió el suelo en un vacío en el que no sabía si pisaba terreno firme o metía el pie en un hoyo; unas entrañas podridas de pescado le hicieron resbalar contra una pila de cajas que hasta entonces no había visto y de allí hasta un barril de pescado descompuesto que se tambaleó y lo mandó de bruces al suelo, que era duro y se llevó el último soplo de sus pulmones.

—¡Aaaaaayyyyy!

El grito surgió bajito, pero aumentó rápidamente hasta convertirse en un alarido, para a continuación detenerse de repente, seguido de un silencio sordo y del ruido discordante de la madera cuando golpea la carne.

Owen se incorporó de un salto. Se apuntaló con ambas manos en las paredes del callejón para sostenerse y orientarse, y prosiguió a toda prisa hasta doblar la esquina que llevaba a los gritos.

Una mancha de luz que se filtraba por una puerta a medio abrir reveló una figura acurrucada en el suelo y otras dos de pie a su lado. Los gritos de dolor que profería la persona que se hallaba en el suelo parecían de naturaleza animal, por lo que Owen era incapaz de distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer. Los golpes cesaron, pero en la penumbra resplandeció una hoja metálica deslustrada.

—¡Deteneos ahora mismo!

Aunque lo superaban en número, en armas, en sobriedad, y desoyendo todas las exhortaciones de su maestro de esgrima, Cedric Owen se abalanzó contra la figura que blandía el cuchillo.

El forcejeo fue breve y doloroso, y la primera sorpresa fue que Cedric Owen no muriese al instante.

El segundo hecho sorprendente fue que, tendido en el suelo con una fractura en la cabeza, la sangre resbalando por su rostro y el cuchillo suspendido encima de él, no sintiera miedo ante la convicción de que iba a morir. Tan solo vio una brecha en su mente que llevaba a la piedra corazón azul, de modo que las llamas del futuro ardían al otro lado; un futuro abierto y precioso, hacia el cual se podía encaminar en paz y olvidarse de la misión que Nostradamus le había encomendado.

La última sorpresa fue que el cuchillo nunca se hundió en su carne. Mientras Owen contemplaba el azul del cielo y ordenaba sus pensamientos, notó una mano que le agarraba del hombro y le ayudaba a sentarse.

—Vaya, no me negaréis que lo ocurrido es intrigante, ¿verdad, señor Owen? Me agreden unos matones en mi propia ciudad y la única persona que acude en mi ayuda en toda Sevilla es un médico inglés borracho que apesta a pescado.

El rostro magullado y ensangrentado de Fernando de Aguilar le sonreía. Con una mano, el español le ayudó a ponerse de pie. El otro brazo le colgaba sin fuerza en el costado; su mano estaba torcida en un ángulo imposible. La sangre recorría su brazo hasta la muñeca, coagulándose poco a poco, y después goteaba hasta el suelo.

Owen escupió un coágulo de sangre en los adoquines que pisaba. Tenía los labios hinchados.

—Alguien debe encajaros el brazo sin dilación.

—Cierto. ¿Es esa competencia de un médico?

—Puedo ocuparme, en efecto.

Dio las gracias a Nostradamus interiormente.

El español se mostraba de lo más alegre y dicharachero, como suelen estarlo los hombres que han luchado con todo en contra y han vencido, pero tenía la mirada firme, y el alma que asomaba a sus ojos no era la del pisaverde acicalado y vanidoso que Cedric Owen había conocido esa misma tarde.

—Si os dignáis ayudarme y lo devolvéis a su sitio, tal vez podríamos replantearnos nuestra charla de esta tarde. Quizá vuestra reina no sea esa cría bastarda de un verraco en celo por la que la tenía y quede un espacio en el Aurora para un médico que sepa colocar huesos y pueda avisarme cuando la posición de la luna no perjudique a la estrella del guerrero. Zarpamos dentro de dos semanas. Ahora me toca a mí invitar a vino, ¿me equivoco?

Capítulo 7

A bordo del Aurora, tercer navío de la flota de su majestad española al mando de Fernando de Aguilar; océano Atlántico, rumbo oeste, septiembre de 1556

Una vez calculada su posición con la fórmula nocturna, en vez de con la diurna, la

carta de la fortuna cruzaba desde la Cabra hasta el Aguador y se situaba en amplia conjunción con Venus y Saturno, lo cual revelaba una oposición que no deparaba nada bueno.

Acorde con este augurio, una lluvia persistente unía el cielo y el mar y los peces se negaban a picar. Cedric Owen estaba sentado con los pies colgando por la popa de la embarcación, con un sedal inútil en la mano, mareado y compadeciéndose de sí mismo, cuando Fernando de Aguilar fue a su encuentro.

La lluvia no era lo bastante contundente para obligarle a ponerse a cubierto; caía con un tamborileo tenue, insistente, que calaba por el estambre marrón de su ropa hasta penetrar en cada arruga de la piel.

Tampoco estaba tan mareado para quedarse en su camarote, donde había pasado los diez primeros días de travesía. En sus primeros años de formación médica había navegado varias veces a Francia y a España, y se consideraba un viajero fogueado, pero la sensación repentina de encontrarse a mar abierto que experimentó al abandonar Sevilla rumbo sudoeste le dejó medio inconsciente, con vómitos, hasta el punto que Fernando de Aguilar amenazó con dispersar la flota de seis navíos y llevar al Aurora hasta el puerto más cercano para desembarcarlo, pues no estaba dispuesto a presenciar cómo devolvía hasta la primera papilla y moría en su barco.

Owen había suplicado quedarse, en parte porque su orgullo no le permitía regresar, pero principalmente porque la piedra corazón azul estaba más contenta que nunca. Seguía siendo una presencia tranquila y constante en lo más profundo de su conciencia, pero irradiaba la satisfacción de una amante a quien le han otorgado el obsequio más preciado, y no iba a arrebatarle aquella dicha por algo tan banal como una indisposición.

Por lo tanto, permaneció a bordo y logró beber suficiente agua limpia para evitar que la sal abrumara el mercurio y el azufre de su cuerpo. Gracias a esa agua, la mañana del décimo día de navegación logró salir con paso vacilante al exterior del Aurora y sentarse en la cubierta de popa, con los pies colgando y con un sedal muy

largo en ristre, a la espera de que alguno de los peces enclenques y grasientos que nadaban bajo la superficie mordieran su anzuelo de carne de res en salazón, algo que no parecía apetecerles en lo más mínimo.

Aguilar, como capitán del barco que era, no había mostrado hasta entonces indicio alguno de dolencia ni tenía intención de hacerlo en aquel momento. Apoyó los codos en la barandilla de popa con ostensible comodidad y contempló la larga cola plateada de la estela que dibujaba el navío, alardeando de su perfecta figura.

Owen concluyó que tenía cierto aire romano, un Trajano juvenil y enérgico al que tan solo le faltaba la barba para afianzar su autoridad. Su melena era espesa y rizada; los bucles mojados se derramaban sobre sus hombros mientras se secaban. Aquellos ojos grises, cáusticos, lucían unas pestañas muy gruesas, como de doncella. Incluso calado hasta los huesos conservaba un porte majestuoso. Para el tipo adecuado de hombre, resultaría hermoso.

En Cambridge, Owen había conocido tales tendencias, si bien tangencialmente, y se había empeñado en evitarlas. Dotado de este nuevo conocimiento, se preguntó qué miembros de la tripulación mirarían al capitán con esos ojos, si alguno osaría pasar a la acción y si, en tal caso, el lance sería bien recibido.

—Ahora que os habéis recuperado, deberíais andar descalzo. De ese modo resulta mucho más fácil moverse en cubierta —dijo de repente Aguilar.

El comentario llegó de forma tan inesperada que Owen tardó un instante en entender que iba dirigido a él. Respondió con cierta rigidez:

—No es vuestro caso.

—El calzón y las botas son la penitencia del capitán y del oficial de cubierta. Aquellos a quienes no limitan los galones no los necesitan. A vos no os atan tan corto. Si os desprendéis de los zapatos y del jubón, el resto de vuestro atuendo marrón encajará como un guante con vuestras necesidades: calor cuando haga frío, frescura durante el calor, y se secará cuando os mojéis. Bastará con que os cambiéis de vez en cuando de camisa. Los hombres seguirán pensando que vuestras ropas están a leguas de las suyas, con lo que no perderéis la dignidad.

—Entiendo.

Se hizo un silencio incómodo.

Aguilar, inmerso en sus cavilaciones, volvió a contemplar el mar y las tres naves de la flota que avanzaban a sus espaldas, si bien lo suficientemente cerca para ser visibles.

—Jamás habéis viajado en una travesía por mar tan larga, ¿me equivoco?

—No.

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