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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (7 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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Echaron el resto del vino de sus copas en el hogar y sirvieron el nuevo, mejor que el anterior. El aire se llenó de su aroma afrutado, que absorbía el resplandor azul de la piedra. Inhalándolo, Nostradamus prosiguió:

—Comulgo con todo cuanto os relató el doctor Dee y me veo capaz de complementarlo con lo aprendido de las enseñanzas de Egipto. Vuestra piedra es una de las trece que fueron creadas conjuntamente tras la inundación que sumergió las grandes ciudades de la Atlántida. Era el deseo de quienes sobrevivieron conservar su sabiduría ante la marea de ignorancia que asolaba la tierra. Con ese mismo fin reunieron piedras de distintos colores procedentes de todas las tierras que poblaban el mundo y las tallaron con la pericia y belleza que apreciáis en esta. Nueve de ellas llevan los colores y las formas de las diversas razas de hombres. Otras cuatro son transparentes como el cristal y honran a los animales que caminan, reptan, nadan y vuelan. Recordadlo. En lo venidero esta información os será útil.

Decía la verdad. La misma quietud de la piedra lo corroboraba. Owen escuchaba con todo su cuerpo; su piel se convirtió en oído, al igual que su corazón, sus entrañas, todos ellos reverberando hacia aquel francés que susurraba tales verdades en griego.

—La magia con la que fueron talladas las piedras y el conocimiento que en ellas grabaron va más allá de nosotros, pero así sucedió. Tras muchas generaciones, una vez ultimada la tarea, las piedras calavera fueron separadas, como cuentas unidas por un mismo hilo, y cada una regresó a su lugar de nacimiento para ser custodiada hasta que llegase la hora en la que todas deberían acudir a evitar la catástrofe que el hombre causará sobre nuestra madre Tierra. En cada región se instauró un linaje de guardianes cuya misión es salvaguardar el conocimiento de lo que debe hacerse con las piedras en la hora final.

A pesar del frío anochecer, Owen empezó a sudar.

—En tal caso he fracasado desde el principio —dijo—. Mi abuela falleció antes de poder confiarme cuanto sabía, que era poco. Demasiados miembros de mi familia han perecido en nombre de la piedra. Si en algún momento hemos poseído dicha información, nunca me ha sido dada, por lo que soy incapaz de transmitirla.

—¡Falso! —Nostradamus dio una sonora palmada sobre la mesa—. ¡Lo perdido puede volver a encontrarse! He ahí la obra de vuestra vida. Tres cometidos os han sido encomendados, Cedric Owen: hallar la sabiduría de la piedra corazón, registrarla de tal forma que nunca jamás pueda perderse (o que se hagan con ella aquellos que no deben) y, por último, ocultar la piedra con el fin de que nadie se cruce en su camino por azar ni mala fe hasta que se aproxime el final.

Cedric Owen había imaginado que Nostradamus era un hombre raro y de voz calma. Pues bien, se equivocaba. Con el cuerpo inclinado bajo la luz mortecina, su rostro parecía una máscara indómita de líneas y sombras, y su voz era ronca. Tendió sus manos calientes sobre la mesa y agarró las de Owen.

—Debéis encargaros vos. Si alguna de las trece calaveras de piedra se extraviara antes de la hora final, ya no podría reconstruirse el todo con la suma de sus partes y

el mundo sucumbiría a una oscuridad e infamia tales que, en comparación, hasta nuestra actual miseria nos parecería el paraíso.

Nostradamus soltó las manos de Owen y rodeó la piedra con las suyas sin llegar a tocarla, posándolas muy cerca, como si pudiera transmitirle sus palabras o recibir las suyas por mor de alguna alquimia que Owen no atinaba a percibir. Transcurrió un largo rato de espera antes de que retomara la palabra.

—No os quepa duda. Los ataques contra vuestra familia no fueron fruto del azar. Existe una fuerza que pretende impedir la mejora de nuestro mundo. Se alimenta de muerte y destrucción, de miedo y dolor, y desea que todo ello continúe hasta el nadir del fin del mundo. Doblega a los hombres a su voluntad, hombres inteligentes, capaces, que creen poder asumir el poder que se les ofrece y ejercerlo tan solo en pro del bien. Es otra, sin embargo, la naturaleza del poder: siempre los corrompe, y su principal deseo es que las trece piedras no vuelvan jamás a reunirse; de otro modo librarían al mundo de su infortunio.

—¿Os referís a la Iglesia? —inquirió Owen en un susurro.

—¡Ja! —El profeta de la reina escupió un sorbo de vino en la chimenea—. La Iglesia está en manos de niños de pecho, criaturas con la malvada mente de una ramera y los celos de una reina cornuda. Saben que existen lugares a los que no pueden (o no osan) viajar y antes querrían vernos arder en la hoguera que confesar su incapacidad, o permitir que los que transitamos entre mundos contemos a los demás nuestros hallazgos, aunque no concuerden con su visión infantil del universo.

La melena flameaba sobre su cabeza como aguijoneada por la fuerza de su blasfemia. Dedicó a Owen una mirada agreste y salvaje.

—Sí, a la Iglesia me refiero, pero no fue siempre así en el pasado, ni lo será siempre en el futuro. La Iglesia no es más que un vehículo para quienes codician el poder. En siglos venideros, el Estado ejercerá el mismo poder y eclipsará a los quejumbrosos sacerdotes. Entonces los hombres se alzarán con un poder que no podemos siquiera imaginar y vuestra piedra correrá aún mayor peligro que ahora. Por ello debe interrumpirse el linaje de guardianes y tenéis que ocultar vuestra piedra corazón de la avaricia de esos hombres.

—No lo comprendo.

—Aguardad. —El profeta alzó una mano—. Debemos cerrar las ventanas antes de tratar dichos asuntos, pero debéis ver algo aprovechando que aún nos alumbra el sol. Conviene que entendáis qué tenéis en vuestro poder. El doctor Dee os ha mostrado cómo puede partirse la luz del sol con un cristal, ¿verdad?

—En efecto. —Fue la última enseñanza de Dee, un obsequio que suponía un reto para el intelecto y el espíritu. Owen todavía sentía el embate de aquel descubrimiento.

—Excelente. En ese caso, procederemos a realizar la misma proeza.

En el fondo, Nostradamus era un ilusionista. De uno de sus bolsillos interiores sacó un pequeño fragmento del cristal más puro y, con gesto triunfal, lo depositó

sobre la mesa donde el sol proyectaba sus últimos rayos. Chasqueó la lengua un segundo, volvió a acomodarlo y movió la servilleta blanca para que la luz que desprendía aquel fragmento se sumara al resplandor, en lugar de derramarse sobre el roble deslucido de la mesa.

Se detuvo unos instantes; luego apartó la mano. En la mesa apareció un arco iris luminoso y resplandeciente de la anchura de la palma de su mano.

Owen soltó una débil exclamación; lo había presenciado antes, pero a nadie podría causar tal prodigio. Nostradamus reaccionó con satisfacción.

—He aquí la luz del sol, compuesta como observáis de siete colores. De la misma suerte se forma un arco iris cuando la luz penetra en la lluvia y dibuja un arco sobre la tierra.

—Y el quinto color es el azul del cielo de mediodía, que es también el azul de la piedra corazón —dijo Owen—. Mi abuela me lo enseñó en mi más tierna infancia. Mi familia lleva consigo un pedazo de arco iris.

La prueba estaba allí mismo, ante sus ojos. El quinto color de la serie, engastado entre el verde hierba y el azul marino, era en efecto el azul celeste de la calavera.

—¿Y os confió vuestra abuela por qué se designó a esta piedra el corazón del mundo?

Owen negó con la cabeza. Nostradamus sonrió encantado de poseer más información que una anciana de pelo cano.

—En ese caso, seré yo quien lo haga.

Con un movimiento rápido de los dedos sacó un pedazo de azabache y un guijarro blanco del bolsillo y los colocó al final del espectro luminoso, el negro antes que el blanco.

—Nueve son en total los colores del mundo. Los siete del arco iris, más el negro, que es la ausencia de luz, y el blanco, su totalidad. El azul es el quinto de esos nueve, el color central, el eje sobre el que todo da vueltas, la piedra angular del arco del mundo. Los antiguos lo sabían, pero nosotros lo hemos olvidado. Al azul se le asignó el corazón de la bestia, el poder de reunir las doce piezas restantes de su misma sustancia y esencia con el fin de recomponer el todo.

Owen frunció el ceño.

—¿De qué bestia habláis?

—El uróboros que menciona Platón, la bestia última de todo poder, la que encarna el espíritu de la tierra y se alzará cuando más se la necesite. ¿Qué otra cosa podría salvar al mundo de la ira del día final?

Advirtiendo la incomprensión en el rostro de Owen, aquel hombre diminuto se puso en pie para que esos centímetros de más otorgaran mayor peso a sus palabras.

—La carne de la gran serpiente está compuesta por las cuatro piedras criatura. Desconozco la naturaleza de tales bestias o el modo de reunirías; vos sois quien

deberá averiguarlo. No obstante, sé que el espíritu de vida de la bestia procede de las nueve piedras arco iris que circundan la tierra.

»Los antiguos conocían la existencia de esas líneas de fuerza que fluyen a nuestro alrededor, pero que somos incapaces de ver o sentir. Las cartografiaron y encima de ellas construyeron grandes obras: pirámides y círculos de piedra, tumbas en las que los difuntos custodian los puntos de máximo poder. En nueve de estos puntos idearon cavidades para acoger las piedras y unirlas a la tierra. En la hora acordada, cuando las estrellas alcancen la alineación propicia, si las nueve descansan en el lugar adecuado, las piedras de color del arco iris podrán unirse a las cuatro piedras criatura y convertirse en el uróboros.

Owen fijó su vista en él mientras intentaba imaginar algo semejante. El profeta se inclinó hacia él con las manos sobre la mesa y los ojos entrecerrados.

—Las trece piedras componen la bestia. ¿Comprendéis?

—Pero ¿por qué? —preguntó Owen—. ¿Con qué fin? ¿De qué es capaz tamaño animal?

Nostradamus se sentó, abatido.

—Eso es algo que ni sabemos ni podemos saber, pues no se han dado aún las circunstancias que lo exigen. Si en verdad el hombre es el instigador de todo mal, acaso entonces la única respuesta sea librar a la tierra de nuestra miserable existencia. Espero que no sea así, que un ser de la talla de la serpiente planetaria sea capaz de hallar esperanza en la raza humana y con ello invertir la marea de desolación, pero no podemos afirmarlo con seguridad.

El sol desapareció. El arco iris se desdibujó por completo. La piedra corazón absorbió la luz del fuego y bañó la mesa con la misma luz, pero de un tenue azul celeste. Las palabras de Owen sonaron compungidas:

—En ese caso puede que tenga en mis manos el final de la humanidad. No deseo albergar algo semejante.

—O tal vez poseáis su salvación. No juzguéis, pues no es vuestro cometido.

El médico de la reina barrió la mesa con la mano para recoger sus piedras; a continuación, aseguró los postigos y se aplicó con brío a encender con la piedra y la yesca los dos cabos de sebo que quedaban sobre la mesa. La calavera quedó envuelta por una nueva luz y por nuevas sombras que bailaban al compás del fuego y de sus latidos.

En esa renovada atmósfera, Nostradamus sirvió más vino.

—Repasemos vuestras tareas a la inversa. Cuando llegue la hora, deberéis ocultar la piedra para que nadie pueda encontrarla antes del Final de los Tiempos. Hasta entonces, vuestra misión será recuperar la sabiduría que poseían vuestros antepasados y preservarla para aquellos que os sucederán.

Owen se sintió derrotado y se reclinó en la silla.

—¿Cómo? ¿Quién queda que pueda instruirme en lo necesario, cuando toda la cristiandad se halla bajo el yugo de la Inquisición?

—Abandonaréis Europa.

Nostradamus movió su silla para sentarse al lado de Owen. Arrimó las velas para que brillaran las dos llamas a través del azul inmaculado de la calavera y prendieran en el lugar que habrían ocupado los ojos.

—Ahora es el momento de las revelaciones, por breve que sea. Cedric Owen, noveno del mismo nombre, sois el elegido para tender el puente entre el pasado, el presente y el futuro. No tenéis más remedio que acatar vuestro destino, al igual que yo debo preveniros. Esta piedra exigirá vuestra muerte, pero os ofrecerá, como bien sabéis, una larga vida llena de vivencias, con grandes alegrías que compensarán el dolor de la pérdida que os espera al final —sentenció con pesar.

Los ojos del profeta se oscurecieron. Sus manos permanecían quietas como la muerte y más blancas que el papel. Su voz procedía de otro rincón de la estancia y transmitía una enorme fuerza, aunque no era más que un murmullo. Al término de su charla, Owen incluso dudó de en qué lengua habían hablado. Le pareció que quizá había sido latín.

—Os dirigiréis al sur, donde antaño gobernaron los musulmanes, allí donde el río se funde con el mar. Desde ese lugar zarparéis rumbo al Nuevo Mundo, para encontrar el rincón más antiguo del Viejo Mundo. Allí conoceréis a los que son sabedores de la naturaleza de la batalla que será librada en el Final de los Tiempos y de las vías que tendremos a nuestro alcance para sobrevivir. Ellos son quienes conocen el corazón y el alma de vuestra piedra azul. Os confiarán la mejor forma de desvelar sus secretos y ponerlos a buen recaudo por siempre jamás. Yo que soy un simple aficionado en estos asuntos y que tan solo facilito las profecías a los demás, únicamente puedo deciros que, al final, deberéis regresar a Inglaterra y localizar el cauce de los rápidos y la piedra. Ocultad allí vuestro secreto y aseguraos de que quienes os sigan entiendan qué tienen entre manos y cómo deben proceder.

Owen esperó un buen rato hasta que los ojos del otro hombre cobraron vida de nuevo; un rato que le permitió meditar cómo viajaría hacia el sur, al lugar donde el río se fundía con el mar. Oyó gritos de gaviotas y pescadores, y en ningún momento se cuestionó si era verdad lo que llegaba a sus oídos. Notó que el suelo oscilaba bajo sus pies como la cubierta de una embarcación y olió el mar, amargo y salobre.

Desde semejante distancia vio que Nostradamus volvía en sí, le observaba, asentía con la cabeza y le ofrecía su breve y sucinta sonrisa.

—Bien. Ya está hecho. He cumplido mi parte del trato. Ahora os formularé una pregunta que quizá os sorprenda. ¿Sois médico o cirujano?

—Médico, únicamente. No hago causa común con barberos y afiladores de cuchillos.

—Aun así deberéis instruiros. En mi posada dispongo de una monografía del doctor Giovanni da Vigo, que fue cirujano del Papa, y varias obras de al-Zahrawi, a quien quizá conoceréis con el nombre de Abulcasis. A mi parecer es el hombre que más ha aportado a las ciencias de la medicina, la cirugía y la astronomía. ¿Habláis español?

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