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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (3 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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—En las cuevas siempre hace frío. Cuando reanudemos la marcha me encontraré bien. Además, no pasa nada por mojarnos; igualmente tendremos que bucear hasta la calavera.

—No llevas equipo para bucear. —Parecía ansioso, y no era habitual en él. El agua había hecho que se exasperara más de lo que imaginaban.

—Te tengo a ti. ¿Qué otro «kit» necesito? —Era un chiste fácil, pero pretendía reconfortarlo—. No querrás volver ahora, ¿verdad? Estamos demasiado lejos y no hay ninguna cueva en el mundo que resulte igual de divertida la segunda vez. Llevo gafas de bucear y una linterna subacuática. Con eso me apaño.

—A lo mejor deberíamos encender la tercera bengala.

—No. No sabemos qué encontraremos más adelante; podría hacernos falta para salir. Ven, echemos un vistazo a la cascada. —Ya se estaba arrepintiendo de haber malgastado la anterior bengala—. «Observa el alba y el ocaso, perfora el telón hasta el pozo de agua viva y descubre, al fin…», etcétera, etcétera.

Su mundo se había reducido al foco de luz de su linterna y de la de Kit, que la seguía. En la creciente oscuridad, el ruido le daba más información sobre la cascada de la que sus ojos habían visto; le hablaba de sus dimensiones, su volumen, de la profundidad de la charca que se formaba a sus pies.

Echó la cabeza atrás para observar la parte superior de la cascada y calcular su altura. El haz de luz encontraba agua por todas partes, aunque en el límite de su alcance se advertían turbulencias, una espuma que se adentraba en la caverna y bailaba como si fueran farolillos, de modo que pensó que el origen del río podía estar allí.

Al bajar la vista, acompañó con la mirada el agua gélida y efervescente que se precipitaba en la oscuridad en una caída insondable. Encontró un pedrusco del tamaño de un puño y lo lanzó. Giró violentamente en el agua como una hoja y desapareció.

—«Perfora el telón» —repitió Kit—. Dios santo, ¿cómo?

—No lo sé, pero Cedric Owen lo logró hace cuatrocientos diecinueve años sin bengalas de magnesio ni trajes de neopreno, y salió de aquí con vida, así que no puede ser tan difícil como parece. Creo que si...

—Stell...

—... vamos hasta el extremo norte de la pared rocosa, donde acaba la cascada, desde allí quizá...

—Stella...

—veamos que hay un hueco detrás del agua que nos... ¿Qué?

—Me temo que no lo consiguió. —La voz de Kit sonaba monótona, como si le hubieran quitado la entonación.

—¿Te parece que no consiguió qué? ¿Quién?

—Me parece que Cedric Owen no salió de aquí con vida. Allí hay un esqueleto, con los huesos totalmente pelados, al lado de un montón de sedimentos acumulados, lo que a mis ojos inexpertos indica que lleva aquí mucho, pero que mucho tiempo.

Capítulo 2

En las profundidades de Ingleborough,

Parque Nacional de Yorkshire Dales,

mayo de 2007

El esqueleto era de un blanco puro; los huesos parecían gruesos e irregulares a

causa de las capas de sedimento calizo que los habían soldado al suelo, con lo que solo quedaba a la vista la mitad superior.

Stella se arrodilló cerca de los arcos curvilíneos de la pelvis y recorrió con la linterna el cuerpo, desde los dedos de los pies hasta el cráneo. En su mente, una vocecita machacona canturreaba para mantener a raya la oscuridad: «Las falanges de los dedos del pie se articulan con los metatarsos. Los metatarsos se articulan con...».

Negó con la cabeza.

—Cuesta una barbaridad apreciarlo debido al depósito de calcio, pero aparentemente no hay nada roto; la columna no está fracturada, ni las piernas dobladas por donde no debieran.

Kit estaba al otro lado, un poco apartado. Su linterna tan solo alumbraba el cráneo;

un cráneo de verdad, no la calavera de piedra coloreada que habían ido a buscar.

—¡Qué imagen de paz! —exclamó—. Está tendido como un caballero en su tumba, estirado y con las manos dobladas sobre el pecho. Solo le falta la espada y...

—Me parece que tiene una. Fíjate.

Stella llevaba en su mochila una herramienta polivalente para escalar; eran veinte centímetros de aluminio ligero, pero lo bastante resistente para liberar la ropa que se empeñaba en quedarse enganchada en las fisuras de la roca. Se sirvió del extremo de la herramienta para raspar la creta descascarillada de lo que podría haber sido una espada, pero estaba demasiado calcificada para despejar la duda.

—Puede que este hombre estuviera muerto antes de que lo trajeran aquí —dijo—. O quizá entró por su propio pie, pero vino aquí a morir.

—No es propio de ti que des por sentado el sexo de la gente. ¿Estás convencida de que era un hombre?

—No estoy convencida de nada. Será que no veo suficientes patólogos sexy por la tele. Fuera quien fuese, llevaba algo colgado del cuello.

Por debajo de la supuesta espada había algo blando, que no se había podrido ni deshecho, sino que había quedado protegido por una capa de caliza. Stella sacudió el objeto en el aire y luego lo hizo rodar entre sus manos para que se desprendiera la piedra.

—Es una bolsa de cuero revestida de algún material que la ha aislado del agua. — Con esfuerzo, logró entreabrirla y vertió el contenido en su mano—. Es un colgante. De bronce, quizá, o de cobre. —Se frotó el cieno de la cara—. Tiene que ser para ti. — Lo sostuvo en alto—. Lleva el símbolo de Libra grabado en el dorso.

En otro momento y en otro lugar lo habría dicho en tono de guasa, pues una de las claves para que estuvieran tan unidos era el desdén que ambos sentían por los crédulos. Pero en presencia de aquel hombre muerto, el objeto cobraba valor.

—A ver, muéstramelo. —La linterna de Kit enfocó el hombro de Stella.

—Lo han inscrito con un clavo o con la punta de un cuchillo. ¿Ves? Libra, con un sol y una luna a cada lado. Si le damos la vuelta... —lo hizo, frotándolo con el pulgar

—, hay un blasón. Uno de tus antiguos talismanes crípticos medievales. Acércate, mira.

Kit lo cogió en su mano desguantada, que ahuecó y levantó para que recibiera la luz de la linterna. Como se había inclinado tanto para examinarlo, Stella pudo ver que, antes de abrir la boca, el rostro de Kit palidecía.

—¿Y bien? —preguntó ella.

—Es un dragón bajo la luz de una media luna creciente. —En esos momentos sonaba más irlandés que nunca, como si su yo inglés se hubiera desangrado en presencia de la muerte—. Es el blasón del Bede's College. Hay uno en la vidriera de la ventana de mi habitación; hay otro encima de la verja del Gran Patio, en las arcadas del Patio de los Lancaster y en la puerta de la estancia del rector. Un medallón de esta talla tan solo podían llevarlo los rectores de Bede o sus emisarios; eso, en los tiempos en los que existían los emisarios.

Lo sujetó por el índice mientras se mecía como un rosario. Su sombra recorría el esqueleto de un lado al otro formando arcos.

—No puede ser Cedric Owen. Nunca fue emisario de nadie. —Giró sobre sus talones, y el haz de luz de su linterna se balanceó hacia la penumbra—. Además, todo el mundo sabe que Owen murió a las puertas de la universidad el día de Navidad de 1588. ¿Es posible que alguien más entrara aquí en busca de la piedra calavera?

—Ya me dirás cómo. Antes que nosotros, nadie había descifrado el código.

—Nadie que nosotros sepamos. —Le devolvió el colgante y ella lo encerró entre sus dedos—. ¿Me lo guardas? A la vuelta averiguaremos a quién perteneció.

A través de los guantes, lo notó frío.

—Si no se trata de Cedric Owen, significa que alguien más murió cerca de la piedra corazón, como reza la leyenda: «Todos aquellos que han tenido la piedra en

sus manos han fallecido a causa de ello». Me lo dijiste tú, y Tony Bookless lo repitió en nuestra boda. No recuerdo mucho más, pero de eso sí me acuerdo.

—¿Todavía quieres ir a buscarla?

—Por supuesto. —Enfocó la linterna hacia lo alto de la cascada y luego iluminó el fondo—. Pero intentaremos no engrosar las estadísticas.

* * *

Al final, Stella tuvo que sumergirse en el río, lo cual le alegró.

Después de la inquietante negrura de la cueva, el agua estaba tan fría que le entumecía el cuerpo; tuvo que apretar los dientes para no boquear y ahogarse. Su linterna frontal de buceo proyectaba un haz de apenas ocho centímetros de ancho en las agitadas aguas. Kit sostenía la cuerda e iba soltándola con excesiva parsimonia. Volvió a la superficie para respirar y sin decir nada agarró un tramo más de cuerda, expulsó todo el dióxido de carbono, llenó de aire sus pulmones y volvió a zambullirse.

En un día soleado, en un río, era capaz de aguantar la respiración algo más de tres minutos. Bajo tierra, con esas temperaturas, esperaba como mucho llegar a la mitad. Tenía una idea, pero le faltaba aire para ponerla en práctica. Enfocó la luz de la linterna hacia el oeste, más allá del límite agitado del agua, hacia el lugar donde los remolinos de las corrientes tallaban huecos y grutas en la roca. Sus ojos no veían más que blanco: rápidos blancos, roca blanca, luz blanca. Solo distinguía las diferentes texturas y únicamente se fiaba de lo que palpaban sus dedos.

Aun así, esa idea la carcomía; por añadidura, a medida que se acercaba, aumentaba la sensación de que algo la esperaba, la acogía en su seno, algo que la animaba a entrar, susurrando, que le reclamaba el valor necesario y le insuflaba fuego para combatir ese horrible frío.

Tres veces tuvo que salir a la superficie en busca de aire. Y tres veces la empujaron de regreso los remolinos que descendían en picado. Finalmente logró alcanzar el lugar donde una anomalía de la corriente mantenía en calma las aguas y la roca blanca se ensanchaba esférica como un caldero.

Seguía una regla: inténtalo siempre tres veces, y luego déjalo. Esta táctica le había salvado la vida en algunas cuevas en las que el peligroso «solo una vez más» se habría convertido en diez veces más y el cansancio le habría consumido las fuerzas necesarias para dar media vuelta y salir.

Habría abandonado, si no fuera por el susurro alentador, las promesas y la persistencia, que hacían que cogiera más cuerda, se sumergiera otra vez y se abriera paso a brazadas por la pared de remolinos blancos hasta el espacio negruzco del fondo.

Allí, bajo la luz tenue de la linterna, se distinguía el borde de una cavidad. Se agarró a él con ambas manos, inclinó la cabeza para iluminar el interior y contempló lo que Cedric Owen había escondido cuatro siglos atrás.

Habían llegado hasta allí en busca de una piedra azul en forma de cráneo humano. Lo que escondían las aguas negras era una masa informe de piedra caliza, una perla irregular donde apenas se adivinaban las cuencas de los ojos, la nariz y la boca del cráneo que se ocultaba debajo. Aun así, le pareció preciosa. Se inclinó sobre el borde de la cavidad por la cintura para agarrarla.

¡Azul!

Un azul intenso y cegador la obligó a coger aire mientras el corazón le daba saltos en el pecho como un salmón remontando el río. Expulsó el aire que llevaba en la boca, se atragantó, escupió agua y regresó despavorida a la superficie con un ataque de tos.

—Stell, has estado sumergida demasiado rato. Vamos, sal. No hay ninguna piedra que valga una vida. Vayámonos.

Allí estaba Kit, asomado al borde del agua, resistiendo el tirón del agarradero de tres cuerdas.

—¡No! —Agitó un brazo por encima de la cabeza—. ¡Está ahí! Puedo alcanzarla. Una última vez...

Una vez más se sumergió en las aguas cerradas, nadó con fuerza hasta el borde de la cavidad y alumbró el lugar. Sus manos agarrotadas por el frío se adentraron en aquella oscuridad revuelta para asir un tesoro de incalculable valor: la piedra calavera de Cedric Owen.

Esta vez, el azul no era tan intenso y, además, no la pilló por sorpresa. La piedra calavera se acomodó en sus manos, que casi le cantaban una bienvenida.

—Stell, estás congelada. Tenemos que irnos, hay que sacarte de aquí, que te dé el sol.

—Dame una chocolatina, abrázame y se me pasará.

Sentía el frío de los necios, de los locos. Su médula era un témpano de hielo. Las manos habían perdido el sentido del tacto. La experiencia le decía que a los dos días le dolería la garganta y a los cinco empezaría a toser. Se sentó a la luz que absorbía la penumbra, a tres metros de un esqueleto de sexo, edad, raza y nombre desconocidos, aferrada a un pedazo feo y deslucido de caliza que apenas parecía una calavera... y sin embargo se sentía feliz como no recordaba haberse sentido en mucho tiempo.

Dejó que Kit la abrazara, la cubriera con sus brazos y sus piernas, la envolviera con todo el cuerpo, que su calor la alimentara y la mantuviera a salvo.

—Kit...

—¿Sí? —Él estaba abatido, pero no sentía demasiado frío, cosa que en ocasiones era peor que congelarse. Aún no le había pedido que le dejara ver la calavera, y aquello la sorprendía.

—Es el mejor regalo de bodas del mundo. Gracias.

—Todavía no estamos fuera.

—No, pero lo estaremos en breve. La corriente va de este a oeste. Si avanzamos por la izquierda de la cascada, donde no hemos mirado aún, apuesto lo que quieras a que habrá una salida que da al complejo de cuevas de White Scar y que nos lleva hasta el coche.

—Si fuera tan fácil acceder andando, habría entrado mucha más gente.

Seguía sosteniéndola entre sus brazos, pero aflojó la presión. Los dos temblaban, lo cual era una mejora. Stella se liberó bruscamente y abrió su mochila para guardar a buen recaudo la calavera al lado del colgante en el que un dragón desplegaba sus alas bajo una media luna. Tendió una mano a Kit para que la ayudara a levantarse y sonrió bajo la luz vacilante de su linterna.

—Quizá debamos escalar un poco. E incluso puede que tengamos que arrastrarnos por alguna entrada tan pequeña que hasta la fecha nadie ha sido lo bastante tonto para intentar pasar por ella. Pero el poema decía «Encuéntrame y vivirás», y eso es justo lo que hay que hacer.

—¿Los dos juntos, con valentía?

Ella casi pensaba que a él se le había olvidado esa parte. Le plantó un beso en la mano.

—Pues claro que sí. Vamos, tal vez todavía te convertiremos en todo un espeleólogo.

* * *

Escalaron, se arrastraron y llegaron hasta la segunda sima de una pendiente pronunciada. En ese momento, Stella oyó una piedra que se desprendía en la oscuridad. Estaba de pie en el punto de agarre, recogiendo cuerda.

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