Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
Dejado a su suerte, Owen hizo una humilde reverencia y permaneció erguido con las manos entrelazadas y la mirada baja sin saber cómo debía actuar en presencia de una reina.
—Os concedo permiso para vernos. —Hablaba un francés muy rico, con un leve acento italiano—. Después podréis ver más de cerca a nuestra hija, pues desconozco otra manera de sanar a un paciente.
—Mi señora... majestad... —El francés de Owen salía a trompicones—. Yo ayudo a nacer a las criaturas y receto los medicamentos que juzgo oportunos. Consulto los astros hasta donde alcanza su sabiduría, o examino los elementos de hombres y mujeres y restauro su equilibrio. Muy a mi pesar carezco de habilidades para tratar a niños pequeños. Su majestad cuenta en esta sala con médicos cuya pericia supera la mía con creces.
Del rincón de los hombres ataviados como cuervos, que fingían no escuchar, llegó un runrún. No se estaba granjeando su amistad. La reina contestó:
—Contamos con hombres que, hasta la fecha, no han sabido bajar la fiebre a nuestra pequeña ni la han ayudado a crecer. Preferimos que sea alguien de mirada fresca y cabeza despejada quien evalúe la situación. Se rumorea que hacéis caso omiso de los cuatro humores cuando debéis emitir vuestro diagnóstico.
Era una cuestión polémica que a Owen por poco le había costado la carrera en Cambridge. La tensión de la sala se volvió quebradiza, al igual que el hielo que se forma en los extremos de los abrevaderos.
En algún recóndito lugar de su oído, más allá del alcance auditivo de los demás, oyó un quejido agudo, luminoso: la señal de alarma de la piedra corazón azul.
Cada vez que lo escuchaba, su vida daba un nuevo vuelco.
Inspiró aire, se frotó las palmas sudorosas en los faldones de la camisa y habló:
—Majestad, a mi parecer, Paracelso atinaba al afirmar que para calibrar la vida resulta más útil el equilibrio de los tres elementos: sal, azufre y mercurio. Sigo creyendo a pies juntillas en las pruebas de los seis pulsos en cada muñeca, mas prefiero leer la información que proporcionan desde otra óptica. El cálculo de humores desempeña un papel importante, pero no basta para explicar la vida.
Los hombres vestidos de cuervo le odiaron por esas palabras, y no tenían un pelo de tontos: percibían la falsedad con la misma facilidad que husmeaban la putrefacción. Por la ley de probabilidades, al menos uno de ellos sería escocés, por lo que estaría en disposición de descubrir su engaño.
Owen estaba a punto de darles la espalda cuando uno de ellos, que parecía diez años más joven que el resto, se fijó en él desde el otro extremo de la estancia y le obsequió con una sutil pero perfectamente clara inclinación de cabeza. La reina se percató.
—Michel, mon ami, tenéis un aliado.
—Me alegro. —El hombre exageró de tal modo su reverencia que dejó ver la copa del bonete—. En cuyo caso tal vez entre ambos podríamos probar...
De repente, en la sala contigua alguien prorrumpió en sollozos que pronto se transformaron en berridos. Al poco se unieron más voces. La reina dio media vuelta y se tambaleó. Los tacones que llevaba la hacían parecer más alta, pero no le permitían moverse con celeridad.
En las dependencias de su hija, una voz grave acalló el vocerío, aunque solo fuera durante un instante. La reina se plantó ante la puerta y la abrió con un gesto brusco; el pesar penetró en la sala e impregnó a todos.
Se escuchaba un gran alboroto y consternación, aunque pocas palabras inteligibles, salvo que, a todas luces, la joven princesa había fallecido.
El hombre bajito de voz delicada se escurrió sin ser visto, se acercó hasta arrimar su hombro al de Owen y lo llevó hasta la pared más alejada.
—En cuanto podamos deberíamos marcharnos. ¿Os hospedáis cerca?
—En la orilla sur, en el Maison d'Anjou.
—Un lugar sencillo donde los haya, aunque limpio, si no me falla la memoria. Tenéis buen criterio para ser un recién llegado a una ciudad desconocida. Deberíamos dirigirnos allí de inmediato, aunque antes nos desviaremos de nuestro camino y nos detendremos donde yo me alojo. Tengo en mis manos una misiva, enviada a mi nombre por cierto joven, que contiene una carta de recomendación del doctor John Dee, caballero de enorme prestigio. ¿No estaréis por azar al corriente?
A pesar del caluroso día, Cedric Owen sintió que se le formaba una bola de hielo en las entrañas.
—Yo mandé una carta a un médico de prestigio aún más afamado de Salon-de-Provence, pero a ninguno de París. —Se alegró de que la voz no le temblara. Al alzar la mirada, los ojos que vio se reían al tiempo que le advertían de algo.
—Hace tres días se requirió mi presencia mientras me encontraba en mi residencia de Salón-de-Provence. Vuestra carta ha seguido mis pasos, como también lo hizo otra de un amigo, el doctor Dee, en la que describía a un joven de gran talento que poseía una piedra singular —explicó Michel de Nostredame, médico, astrólogo y profeta—. Quizá deberíamos...
Una vez más las urgencias de la familia real los interrumpieron. La reina regresó a la antesala profiriendo órdenes por doquier.
Los acontecimientos se precipitaron.
Un heraldo vestido con librea azul y oro se presentó en la puerta, recibió instrucciones y desapareció.
Un sacerdote sorteó el gentío como una exhalación y se sumó a los otros dos que se hallaban ya en los aposentos de la princesa. Este último lucía telas doradas y un crucifijo de tal valor que hacía sombra a los diamantes de la reina.
Llegó una mujer que le presentó a la reina un vestido negro, joyas del mismo color y un adorno de pelo hecho de encaje negro como el azabache. Tras recibir su consentimiento, se los llevó a una estancia contigua.
Durante todo ese tiempo los médicos fracasados permanecieron apelotonados en un rincón como grajos sobre las reses. Desprendían un hedor a pánico que reverberaba en la sala.
Catalina de Médicis los barrió con la mirada.
—Nos acompañaréis —ordenó con voz gélida, imposible de confundir con un ofrecimiento amable—. Ahora mismo.
A Cedric Owen no le hacía falta escuchar aquel silbido agudo, apremiante, en sus oídos para adivinar la cercanía de la muerte. Por azar y gracias al fortuito empujón hacia un lado de Nostradamus, ni él ni el físico y astrólogo se encontraban cerca de los caballeros de negro. Parecía probable que la reina se hubiera olvidado de su presencia.
Owen sintió que una mano le tiraba de la manga. Una voz suave le exhortó:
—Debemos irnos inmediatamente. Yo tampoco había examinado aún al bebé, mis manos no están manchadas con su sangre. Sería para mí un honor que me acompañarais a tomar un vino o, si es posible, que cenáramos en vuestra posada. Tenemos mucho de que hablar, y no precisamente en público. En particular me gustaría ver la piedra que tenéis en vuestro poder, la herencia de vuestra familia.
* * *
—¿La piedra exige vuestra muerte?
Nostradamus formuló la pregunta despreocupadamente mientras apuraba la cena. La piedra corazón azul estaba encima de la mesa, el tercer interlocutor de una curiosa charla que aportaba a la vez sosiego e inquietud.
El vino era tinto y no demasiado agrio. Puede que madame de Rouen, dueña de la Maison d'Anjou, no lograra que su establecimiento fuera un lugar bonito, pero se mostraba discreta y era una cocinera consumada. Su receta de pichones asados con almendras al oporto rivalizaba con cualquier manjar de palacio.
Ella misma se lo había servido en la habitación de Cedric Owen en el primer piso, tras extender un mantel de lino sobre la mesa de caballetes y llenar de vino sus copas de cuero.
El vino que quedaba en la botella casi vacía era turbio. Cedric Owen contempló el remolino que formaba en su copa y sopesó la pregunta. Seguía teniendo dudas sobre Nostradamus. El hombre no era un entrometido, más bien había sido un modelo de cortesía. No era imperioso, algo de lo que en ocasiones sí pecaba John Dee. Y lo más importante: no temía a la piedra ni pretendía apoderarse de ella.
Owen tan solo había osado mostrar su tesoro a un puñado de hombres a los que les confiaría su vida. Al principio, al descubrir hasta qué punto se asemejaba a sus propios cráneos pelados, la mayoría se sentían turbados. Algunos nunca perdían ese primer miedo; se alejaban de la calavera azul y nunca más la nombraban. Unos pocos (a sus ojos, los más peligrosos) empezaban a contemplarla con una pasión rayana en la lujuria, así que había tenido que tomar medidas para evitarlos.
No era el caso del médico de la reina. Nostradamus había colocado su servilleta en la mesa para que Owen pudiera acomodar la piedra limpiamente, se había levantado para asegurarse de que el pestillo de la puerta estaba echado y acto seguido había
abierto de par en par los postigos del lado oeste para que penetraran los últimos rayos de sol del día.
La luz había atizado las llamas de lo más hondo de la piedra azul, de tal modo que el fuego llenó las cuencas huecas de sus ojos y el arco perfecto de los pómulos ganó en nitidez. En presencia de tales invitados, le era concedida la sabiduría y la experiencia de todos los hombres, por lo que cobraba vida con plena conciencia.
«¿Puedo tocarla?», había preguntado Nostradamus. Owen había asentido y el médico había colocado la mano en la nuca de la calavera y permaneció en silencio un buen rato. Entonces fue cuando, tras apartar la mano y levantar la copa, le había formulado esa curiosa pregunta: «¿La piedra exige vuestra muerte?».
Owen meditó largamente la respuesta. No era capaz de percibir peligro alguno. Lejos quedaba el perentorio lamento de la sala de la reina; fuera cual fuese el sino urdido, se había disipado ya y una nueva puerta se abría ante él:
—Recibí la piedra de manos de mi abuela —dijo finalmente—. Mi primer recuerdo de esta vida es el azul de su corazón llamándome, y yo a él. Así ha elegido siempre. Debería habérseme entregado el día que cumplí veintiún años, pero mi abuela fue asesinada por orden de los consejeros del rey Enrique, el padre de nuestra actual reina.
—¿Por herejía? —Era una pregunta sencilla, formulada con el debido respeto.
—¿Por qué si no? Iban a ahorcarla, pero se enfrentó con los hombres que mandaron para llevársela y la ajusticiaron con la espada. Yo tenía trece años y vi cómo ocurría desde un escondrijo en el pasillo. Mi tío abuelo, que fue guardián antes que ella, murió en circunstancias parecidas, al igual que antes su madre, a quien acuchilló un ladrón que pretendía hacerse con la piedra. En nuestra familia todos aceptaron que el guardián de la piedra corazón azul perecería por asumir su custodia, pero que la vida que le esperaba hasta su último día era una vida rica y dilatada, puesto que ninguno de ellos murió antes de cumplir sesenta años. He ahí, por tanto, el don y la maldición: la piedra nos concede una larga vida de júbilo, pero nuestro final acontece con violencia.
Nostradamus formó un chapitel con los dedos y le observó oteando desde su cima. Parpadeaba como los búhos. Con la misma cautela preguntó:
—Y, aun así, sentís devoción por la piedra, ¿me equivoco?
Owen no esperaba esa pregunta, por lo que no tenía una respuesta preparada. Habló por él su corazón, que sin tapujos, en carne viva, aseguró:
—Es el centro y la luz de mi existencia, mi único amor.
Nunca antes lo había expresado con mayor claridad, ni tan siquiera a sí mismo. Una vez expuesto con semejante desnudez, arropó la piedra que tanto amaba con sus manos.
Tenía la misma talla e idéntica forma que los cráneos humanos que tantas veces había estudiado durante su formación, con pómulos anchos y prominentes y cuencas
oculares profundas que parecían seguirle los pasos cuando se movía. La mandíbula inferior era independiente, pero se articulaba en algún punto, de forma que no podía desarmarse ni separarse, como sucedería con una verdadera reliquia humana. Tan solo en ese aspecto difería del modelo en el que estaba inspirada.
La superficie estaba perfectamente pulida y parecía repeler el polvo, la mugre o los rastros de huellas. Ese día, en aquella habitación de la Maison d'Anjou, el cristal del que estaba hecha la calavera se notaba cálido al tacto, algo que solo había sucedido en un par de ocasiones desde que había caído en sus manos. Sus dedos percibían aquella vibración mientras en sus oídos retumbaba la cantilena.
El azul que la impregnaba era pasmoso: la claridad blanquecina, nítida y fresca de un cielo contemplado a mediodía en mar abierto. Dirigir hacia él la mirada era observar el infinito, un lugar sin techo ni muros, que transmitía una paz ilimitada.
Con solo un pequeño esfuerzo, Owen abrió la mente por completo ante su presencia. Era como penetrar en un amplio vestíbulo o en la sala de lectura de una biblioteca en la que le esperase un amigo de toda la vida. Aquel había sido siempre su coto privado. En esta ocasión avanzó con cautela, receloso de descubrir que Nostradamus se le hubiera adelantado. El alivio que sintió al comprobar que no era así le amedrentó y humedeció sus ojos. Alargó el brazo para agarrar la copa de vino y sintió que alguien se la acercaba.
—No es motivo de vergüenza sentir amor por este objeto; es una maravilla tan preciada como las pirámides de Egipto, tanto en antigüedad como en belleza. Y, con todo, las supera en vulnerabilidad, puesto que en nuestro mundo hay quien persigue destruirlo, privar a la tierra de la promesa que entraña. Considero un gran mérito que hayáis llegado hasta aquí incólume —dijo Nostradamus.
Jamás alguien había apreciado la piedra como en aquella ocasión. Ni tan siquiera John Dee, perspicaz como era, había formulado sus preguntas con tal tacto ni había comprendido con tanta presteza todo cuanto no podía pronunciarse.
Con una sensación de libertad que no había conocido en Cambridge, Owen respondió:
—El doctor Dee opinaba que esta no es la única piedra, que existen otras, y que en algún momento del futuro será necesario que se unan, para evitar el mayor mal que haya recaído jamás sobre la faz de la tierra. ¿Comulgáis con él?
Sin darse cuenta, ambos habían pasado a hablar en griego clásico, la lengua de los médicos, que apenas ya nadie entendía, lo que añadía una dimensión suplementaria a su conversación y a la consideración del uno hacia el otro.
Con aire pensativo y la mirada perdida en el azul infinito de la piedra corazón, Nostradamus se dirigió a él en esa lengua:
—Tengo aquí otra botella de vino que adquirí de la inestimable madame de Rouen. Si me complacéis llenando las copas, quizá logremos pronunciar lo impronunciable.