Cuando le pasaron el micro, se limitó a sacar una lista que había elaborado durante un mes entero —para no olvidarse de nadie— y dar las gracias a todos y cada uno de los que «habían hecho ese sueño realidad».
No era el mejor discurso del mundo, vale, pero Nora era directora de cine, y no un asesor político, así que si querían ver lo que realmente se le daba bien, solo tenían que esperar a que empezara la película.
No tuvieron que esperar mucho. A Nora, que ya había visto el montaje final unas cincuenta veces —intentando buscar fallos que no existían y pulir lo que ya brillaba como el diamante—, le sorprendían las reacciones de la gente. Hubo risas, hubo suspiros, emoción, más risas, silbidos cada vez que la mala hacía alguna de las suyas —engañar al novio de su compañera de piso para acostarse con él, robarle parte de la tesina a una compañera de clase para que no sacara mejores notas que ella— y hasta juraría que oyó algún hipido que seguro acompañaba alguna que otra lágrima en los momentos más tiernos. Durante la proyección la gente aplaudió hasta ocho veces, a veces coincidiendo con algunas escenas que a Nora no le parecían especialmente buenas.
Cada vez que eso pasaba, Xavi le apretaba la mano, ofreciéndole su cercanía y su complicidad. Nora lo agradecía con otro apretón, pero no tardaba mucho en apartarse. «Es una buena definición de nuestra relación», pensó.
La película se acabó, pero los aplausos duraron hasta que se acabaron los títulos de crédito y más allá. Salieron todos a saludar como se hacía en el teatro, uno, dos, tres ramos de flores fueron a parar a sus manos.
Nora estaba como en shock, no reaccionaba. Solo sonreía como una máquina, sonreía y repartía besos y abrazos, algunos a gente que no conocía, pero qué más daba. Gente que había visto por la televisión se acercaba a felicitarla por su trabajo, la llamaban por su nombre de pila y algunos hasta querían hacerse fotos con ella.
Al principio le hizo gracia la broma, pero veinte minutos después, y dándose cuenta de que la cosa iba para largo, decidió escaparse en busca de un sitio donde pudiera pasar un ratito a solas consigo misma, ya que estaba empezando a echarse un poco de menos.
Entró en el baño, cerró la puerta y suspiró.
De uno de los reservados salía olor a tabaco y una pequeña columna de humo. Cuando se abrió la puerta, asomó primero un zapato rojo, más tarde una pierna pequeña pero bien torneada y Nora ya sabía lo que venía después.
Las dos mujeres se saludaron y quedaron una al lado de la otra, retocándose el maquillaje y sin decirse nada. Las dos eran tremendamente atractivas de maneras diametralmente opuestas.
Virginie se retocaba el rojo de labios y buscaba su mirada en el espejo. Cuando sus ojos se cruzaron, Nora no vio en ellos la mirada afable que solían dirigirle, sino otra fría y casi hostil.
«Lo sabe», se dijo. «Está claro que lo sabe».
Y si no era así, la mirada de Nora, que se tiñó de culpa en apenas un segundo, dirigiéndose hacia el suelo, se lo acabó de confirmar.
Salieron del baño sin volverse a mirar, en la misma dirección pero separadas por un abismo insondable. Cuando vio a Xavi, le pidió por favor que se fueran ya a la fiesta, que tenía ganas de beber y celebrar que «por fin se había acabado aquello», pero sin especificar a qué se refería. Xavi insistió en que compartieran limusina con Matías y Virginie, y el viaje fue terriblemente tenso, a pesar de los intentos de Xavi por animar la conversación. Nora, que llevaba meses bebiendo muy poco alcohol, estaba recuperando el tiempo perdido con el surtido minibar del coche, y en apenas quince minutos de trayecto se tomó dos vodkas con Red Bull con un saque que no tenía nada que envidiar al de un estibador portuario.
Cuando entraron por la puerta del hotel, Nora ya estaba ligeramente borracha. Pasó por el
photocall
con una cierta dignidad, habló con la prensa lo menos que pudo y le pidió a Xavi que por favor se la llevara hacia dentro como si le fuera la vida en ello, que ya tendría tiempo para entrevistas y todo tipo de actos promocionales en la agenda que le habían programado para las siguientes semanas.
Los actores más jóvenes estaban apoyados en la barra, celebrando que ya eran suficientemente mayores para beber y dedicándose a ello en cuerpo y alma. A Nora la competición de beber tequilas que le propuso Áurea, una mexicanita que medía poco más de metro cincuenta, le pareció una idea divertidísima, y aceptó, haciendo el gesto de arremangarse típico del que va a hacer un pulso.
Y eso era lo último que recordaba con nitidez.
Un par de horas después, Xavi la metía en el coche en brazos, como un peso muerto, mientras ella tarareaba sin parar la tonada de la vieja canción de The Champs.
—Paraparapapapapá, paraparapapapá, paraparapapapapá, paraparapapapá, ¡tequila! Paraparapapapapá, paraparapapapá…
La letanía de su voz, el cansancio y el alcohol que había consumido (quizás como liberación de la tensión de los meses previos al estreno) la hicieron dormirse en el sillón del acompañante.
Y esa noche los sueños decidieron volver.
Nora estaba en el escenario del Kodak Theatre, Billy Crystal acababa de anunciar que era la ganadora del Oscar al mejor director y Johriny Depp se lo acababa de poner en las manos (y, al hacerlo, la había besado más cerca de la comisura del labio que de la mejilla).
Iba vestida con un vestido de corte sirena de Valentino de color verde que acentuaba todavía más el rojo de su cabello. Calzaba unos Louboutin de tacón infinito que le hacían apretar el culo y sacar pecho como nunca en su vida. Un pedrusco del tamaño de un huevo de paloma de color rojo intenso (¿un rubí, tal vez?) decoraba su pecho, y notaba cómo dos largos pendientes colgaban tintineando de los lóbulos de sus orejas.
Cuando se disponía a declamar con un perfecto acento americano el discurso que llevaba dos meses redactando (con ayuda de una conocida periodista del New York Times), se dio cuenta de que algo no acababa de ir bien. Acercó el micrófono a su boca, pero cuando la abrió, en lugar de su voz pulida por el trabajo de meses con una
coach
de Minnesota, sonó el graznido de un cuervo.
Un silencio sepulcral se hizo en la sala.
Creyendo que el desagradable sonido se debía a un problema técnico, Nora volvió a intentar hablar.
Y el resultado fue el mismo sonido chirriante e infrahumano, aunque esta vez se escuchó todavía más fuerte. Los asistentes se taparon los oídos, visiblemente molestos.
Cuando Nora iba a abrir la boca por tercera vez, una mano se alzó en el anfiteatro, como si estuvieran en la escuela y quisiera pedir la vez para hablar. Nora le señaló, viendo el cielo abierto para desviar temporalmente la atención del pequeño percance que sufrían sus cuerdas vocales, y todo el Kodak miró hacia la mano que señalaba al techo.
El que pedía turno era David Lynch, que carraspeó un par de veces antes de empezar a hablar (en perfecto castellano, esas cosas que pasan en los sueños).
—¿Le vais a dar el Oscar a esta petarda? ¿Estáis seguros de eso? Quiero decir, ya sabéis que va por el mundo con su discurso de «las grandes historias son un fraude, blablabla», y aquí desde siempre lo que nos ha gustado son las grandes historias, ¿no? ¿O diríais que
Lo que el viento se llevó
es un folletín
indie
? A ver si nos pensamos bien a quién le damos los premios, amigos, que no son churros.
Nora quiso protestar, pero, al no salirle la voz, lo tenía bastante complicado.
Otra mano se alzó. Y empezó su discurso con un tartamudeo.
«Hola otra vez, Woody», pensó Nora.
—Yo-y-y-y-yo también pienso que no tiene suficiente calidad. Ya sabéis que yo no suelo venir por aquí porque esta noche tengo concierto de saxofón, pero he decidido romper la tradición para venir a dar mi opinión. Y p-p-p-por una vez estoy de acuerdo con David, que hace unas pelis que a veces yo las veo con mi hija (que ahora es mi mujer) por la noche y pienso: «¿Se está quedando con nosotros?». Bueno, el caso es que lo que hace esta chica puede ganar en un concurso de cortos del instituto, igual en unos años en la Berlinale. Pero… ¿un Oscar? ¿Estáis borrachos? Bueno, eso seguro, pero quiero decir… ¿más de lo habitual?
Y llegó el turno de Clint Eastwood, que (esta vez sin pedir permiso) se levantó y atronó al auditorio con su vozarrón.
—Y a mí no me gusta criticar, pero le está siendo infiel a su pareja con un director de fotografía argentino, que también tiene novia. ¿Vamos a fomentar la infidelidad premiando a un pendón? ¡Yo no lo haría, nunca, JAMÁS!
Levantó tanto la voz que Nora se tapó los oídos con las manos.
Y en ese momento todos los que habían participado, y muchos más (entre los que reconoció a Cassavetes, Sofia Coppola, Jane Campion, Tarantino y muchos más cuyo trabajo admiraba y respetaba), se levantaron y le gritaron al unísono: «Nora Bergman, somos los directores más importantes de la historia, y por el poder que nos ha sido concedido, te condenamos para siempre al infierno cinematográfico, donde dirigirás culebrones, anuncios de detergente y de productos lácteos durante toda la eternidad».
«¡Noooooooooo!».
Nora se incorporó, muy alterada y empapada en sudor. Estaba sola en la cama, las persianas bajas, y las medias que llevaba la noche anterior tiradas sobre la almohada como el cadáver de la dignidad que Nora había perdido en el hotel, después del octavo chupito.
El despertador marcaba las nueve y treinta y seis, y a Nora, mirándolo fijamente, le pareció que sonreía con cierta malicia. ¿O era su resaca la que se reía de ella?
Sin pensárselo ni un segundo, cogió el cacharro y lo estampó contra el suelo, haciendo que múltiples piezas de plástico saltaran por el aire y provocando un ruido considerable.
Cuando Xavi llegó con un montón de hojas de diario en las manos, se encontró a Nora de pie al lado de la cama, desnuda y despeinada, mirando los restos de un despertador esparcidos por el suelo.
—Nora, Erlinda ha ido a buscar los periódicos, ya han salido las primeras críticas, ¡y son… son todas buenísimas! Mira, aquí te llaman «joven promesa», aquí dicen que has hecho «una ópera prima coherente y sin pretensiones» y aquí… ¡aquí que «prevén éxito internacional para la joven Nora Bergman»! ¿No te parece increíble? ¡Lo has conseguido, lo hemos conseguido! ¡Tenemos que celebrarlo a lo grande!
Nora, parpadeando muy despacio, como en trance, se rascó la cabeza y solo acertó a decir una cosa:
—¿Erlinda? ¿Así es como se llama? Pues cuando lo dices tú no suena tan difícil…
C
HANGES
Nora abrió los ojos sin tener demasiado claro dónde estaba. El sillón Barcelona a los pies de la cama, el perchero, las figuritas de Jaime Hayón y la botella de Solán de Cabras en la mesita de noche… Al parecer, estaba en casa.
Respiró, aliviada, y se arrebujó en el cálido edredón, dispuesta a concederse unos minutos más de descanso. Durante los últimos meses había dormido en tantos hoteles, en tantas camas diferentes, la habían despertado tantos recepcionistas —«Buenos días, señorita Bergman, tal y como solicitó, le avisamos de que son las siete, las ocho, las seis…»— que había perdido un poco la costumbre de despertarse en casa.
Erlinda escuchaba una de sus canciones favoritas, una mezcla de Mariah Carey con himnos religiosos que a Nora le ponía los pelos de punta y que —estaba segura— contenía mensajes subliminales de algún tipo que algún día harían que alguien acabara con una cruz de madera clavada en el corazón, o algo por el estilo.
Repasó el colchón con la mano, buscando el calor de Xavi, pero recordó que este no estaba. De hecho, hacía casi un mes que no se veían: se había asociado con una productora francocanadiense y las reuniones en París y Quebec eran constantes. Teniendo en cuenta que Nora había viajado en las últimas cuatro semanas a Londres para participar en una mesa redonda, a Ámsterdam para dirigir un ciclo de jóvenes cineastas, a Madrid para reunirse con una productora que quería proponerle dirigir una serie y a Estocolmo para dar una charla en la academia de cine en la que había estudiado, era casi más probable que la pareja coincidiera en París que en su propia casa.
Aunque últimamente no paraba mucho en Barcelona, y volar la aterrorizaba, y le molestaba bastante lo de repetir una y otra vez lo mismo a los periodistas, en realidad Nora no podía quejarse por dos motivos obvios.
Primero, porque allí donde iban, ella y su película, eran acogidas calurosamente por el público y por la crítica. Era de locura la cantidad de gente que se le acercaba a contarle cómo su película les había cambiado la vida: una chica que después de verla decidió salir del armario, una señora que le contó lo mucho que había aprendido sobre sus hijos y cómo había cambiado la manera de tratarlos, una multitud de estudiantes jóvenes de cine con sueños de convertirse en la próxima Nora y tantos, tantos otros.
Segundo, porque a Nora —como a cualquier persona inquieta y abierta de mente— le gustaba viajar y conocer lugares nuevos, y además porque el viaje a Estocolmo le permitió volver a casa, ver a su madre y a Nikolas y, en la misma jugada, hacer un corte de mangas a sus antiguos compañeros de escuela.
Cuando su agente de prensa le dijo que habían escrito de la Escuela de Cine de Estocolmo para proponerle dar una charla donde ella estudió, tuvo que contenerse para no dar saltos de alegría como una niña.
Según le habían contado, uno de sus principales enemigos estaba haciendo de profesor suplente en el centro, desde hacía cinco años, sin haber llegado a tener una plaza fija, y ahora ella iba a ser recibida allí como la exalumna / directora premiada, «¡chúpate esa mandarina!», le contó exultante a Dalmau esa noche mientras cenaban. Xavi la felicitó y le recordó que el mundo es de los que se deciden a hacer cosas, «a por ellos», la animó antes del viaje, haciéndole ver que su principal crítico al fin y al cabo aún seguía en la escuela donde estudiaron cine.
Cuando llegó a su ciudad natal, sus ánimos estaban muy calmados, y dispuestos a perdonar y olvidar. Al menos hasta que tuvo que volver a enfrentarse a ese pedazo de animal del norte y descubrió que no solo no se le habían bajado los humos, sino que todavía se creía con el derecho de tratarla con más condescendencia que antes.
Pese a ese inútil llamado Mats Svensson, y a las preguntas odiosas que le lanzó, la charla fue un éxito, algunos de los asistentes se convirtieron hasta en amigos —y un par de ellos intentaron ser algo más, aunque ella los rechazó amablemente— y todos se mostraron entusiasmados de ver cómo una exalumna había conseguido el sueño compartido por todos, llegar algún día a dirigir una película propia.