Cuando salieron a la calle, tuvo que reconocer que en algo tenía que darle la razón a su acompañante: hacía un frío que pelaba. Cuando el viento de mar te daba en la cara, te cortaba el aliento, y eso colaboró bastante en que ambos fueran andando muy juntos, casi abrazados, durante todo el camino hasta Casa Anita, el restaurante donde Xavi reservó —sorprendentemente, sin problemas— justo un minuto antes de salir de casa.
Parando de vez en cuando para que Xavi le contara alguna historia sobre el pueblo, o para que Nora acariciara a un gato, o simplemente para ver el reflejo de la luna en el mar, el camino se hizo corto y muy agradable. Se besaron un par de veces, y Nora pensó que, cuando no hablaba demasiado, Xavi podía ser realmente encantador.
«¿Por qué casi todos los hombres que me interesan me provocan alguna clase de dicotomía?», se preguntó Nora. «¿Por qué no puede gustarme y ya, ser perfecto, por qué siempre tiene que haber uno, dos o cien problemas? Es agotador querer besar a alguien en un momento dado y tener ganas de abofetearle quince minutos después», reflexionaba Nora desde su montaña rusa emocional, con su mano cogiendo la de Xavier dentro del bolsillo del abrigo para evitar la congelación.
Cuando llegaron, a Nora le sorprendió que el local fuera poco pretencioso y lo más alejado del mundo de los bares y restaurantes de diseño minimalista que tanto le gustaban a Dalmau y tanto le aburrían a ella. Mesas de madera, apenas cubiertas por un mantel, platos toscos y mucha gente bebiendo vino directamente del porrón. De repente, Nora se puso muy contenta y se convenció de que esa noche todo iba a salir bien.
Xavier saludó al camarero, al cocinero y a otro hombre con pinta de ser el dueño, y mientras se dirigían a su mesa iba saludando con la mano a los comensales de algunas mesas, sin soltar a Nora ni un momento, asegurándose de que todos le vieran en compañía de la misteriosa pelirroja.
La cena fue simplemente espectacular. Xavi ya la había pedido por teléfono —y sin consultarla, gruñó Nora al darse cuenta—, así que no hubo paella, pero sí un delicioso
suquet
de rape y marisco tan fresco que parecía haber sido pescado como mucho media hora antes. A modo de entrantes, comieron gambas a la plancha —rojas, enormes y sabrosas, generosamente aderezadas con ajo y perejil— y unos montaditos de anchoa con queso, una combinación que le sorprendió y le supo a gloria.
Con la cena cayeron dos botellas del mejor cava que Nora hubiera probado: delicioso, helado hasta la última copa y burbujeante. Nora le había contado una vez a Xavi que no podía beber mucho cava ni champán —porque se ponía especialmente cachonda y hacía tonterías que siempre acababan con ella sin bragas y con riesgo de ser detenida por escándalo público— y ahora se arrepentía de haberle dado esa información, que sin duda estaba usando en beneficio propio.
Había otra cosa que contribuía a ponerla especialmente juguetona: comer sin usar cubiertos. Consumir cualquier alimento que se comiera con las manos, que chorreara, que implicara ensuciarse mucho y chupar y sorber todo el rato en público (como el marisco, las altas de pollo o las sardinas a la brasa), le parecía un acto tan primitivo y salvaje que ponía la línea directa con la mujer de las cavernas que llevaba dentro. A la hora de los licores, con las mejillas arreboladas y la risa floja, empezó a buscar la entrepierna de Xavi por debajo de la mesa, y aunque las botas minimizaban bastante el efecto erótico de la escenita, él entendió perfectamente de qué iba la cosa y le propuso pedir la cuenta y volver a casa.
—Mmmmm… Vamos. Ahora sí que me apetece ese
jacuzzi
que me proponías antes —dijo Nora poniendo cara de
femme fatale
mezclada con Heidi, porque tenía los mofletes tan rojos como si hubiera estado triscando todo el día, con las cabras y Pedro, por los Alpes.
El camino de vuelta fue bastante más rápido y menos contemplativo que el de ida. Se besaron, sí, pero de otra manera. A Nora la luna y sus reflejos de plata le importaban un pimiento en ese momento y Xavi —que llevaba un buen rato callado, metiéndole mano y sin llamarla por ningún nombre absurdo en inglés, francés ni tagalo— le parecía sexy, apetecible y arrebatador, y le abrazó y le miró de cerca, poniéndole ojos tiernos. Nunca le había parecido tan atractivo. Incluso… bueno, incluso se sentía ligeramente enamorada, aunque podía ser que el efecto se desvaneciera a la vez que el del alcohol, dejando en su lugar, respectivamente, una leve sensación de vacío y una pequeña resaca.
Llegaron a casa con cierta dificultad, ya que besarse, abrazarse y caminar no son cosas especialmente compatibles. Después de tirar los abrigos al suelo y descalzarse —Nora estuvo a punto de romper una figura de porcelana por un lanzamiento de bota poco afortunado—, se dejaron caer a plomo encima de los sofás del salón.
Nora se tumbó boca abajo, buscando una posición cómoda para ver si descansando un par de minutos la cabeza dejaba de darle tantas vueltas, pero Xavi no pensaba darle tregua. Sentándose a horcajadas encima de su trasero, empezó a darle un masaje en la espalda por debajo del jersey. La cantidad de capas de ropa que cubrían el cuerpo de Nora complicaban bastante el proceso, así que ambos colaboraron en la ardua tarea de quitar de en medio los dos jerséis y otras tantas camisetas que llevaba. Xavi le desabrochó el sujetador después de pelearse unos segundos con los corchetes, y sus intenciones cambiaron por completo cuando tuvo delante el cuerpo semidesnudo de su amante. Empezó a besarla en la parte trasera del cuello, y acto seguido procedió a intentar quitarle los calcetines para acabar de desnudarla. En ese mismo momento Nora fue consciente de que llevaba casi veinticuatro horas con la misma ropa, que había sudado bastante con ella puesta y que, a no ser que Xavi fuera un fetichista de los pies y las axilas sudados, mejor que pusiera un poco de agua y jabón entre ambos. Además, la idea de chapotear un poco en aquel
jacuzzi
enorme le ponía bastante.
—Eeeeeh, no tengas tanta prisa… ¿Dónde está ese
jacuzzi
que me habías prometido cuando aún eras un caballero? Xavi siguió forcejeando con sus calcetines de lana de doble punto durante unos segundos, como si no hubiera oído nada, pero Nora no dio su brazo a torcer, y se puso de pie, quitándose ella misma los calcetines y los vaqueros en un segundo.
Se acercó a su amante que seguía sentado en el sofá, poniendo su pubis rojizo a pocos centímetros de su cara y tomando la iniciativa.
—Yo voy a darme un baño… ¿Me acompañas?
Xavi, aún completamente vestido, la cogió de la mano y la guio rápidamente hasta el
jacuzzi
. Una vez allí, miró durante un par de minutos cómo Nora se metía en el agua y disfrutaba de la sensación, su cabello flotando como una rara especie de alga marina, su cara de felicidad al notar las burbujas cosquilleantes en su espalda, en sus piernas, en el culo, en los pies. Por el tamaño, aquello era casi una minipiscina, y Nora estaba disfrutando como una niña, flotando boca arriba, boca abajo y de todas las maneras posibles.
Xavi se quitó la ropa, con cierta urgencia, pero dejándola perfectamente doblada en una repisa. A Nora no se le escapó ese detalle, esa manera meticulosa y algo cuadriculada de ser, en la que el orden y la costumbre están incluso por encima del deseo. Cuando se metió en el agua, Nora se le acercó al instante, sentándose encima de él y poniendo su generoso pecho a la altura de su cara, colocando sus manos en ellos y animándole descaradamente a lamerlos, morderlos o chuparlos.
Todo en ese cuarto de baño recordaba al escenario de una película porno («una buena película porno —matizó Nora para sí misma—, pero porno al fin y al cabo») y se estaba empezando a contagiar del espíritu exhibicionista que el entorno le sugería. El agua no era un sitio que le gustara especialmente para follar, pero sí le ponía mucho para todos los juegos previos.
Siguió indicándole a su amante de manera bastante evidente lo que quería que le hiciera. Cada vez que este intentaba bajar las manos por debajo de su cintura, Nora se las volvía a colocar en el pecho. A veces le encantaba jugar a ver hasta dónde podía llegar a resistir, cuánto tiempo —segundos, minutos, ¿horas, tal vez?— podía hacer durar los preliminares sin tener contacto con su sexo. Esta agonía temporal, este «puedo y no quiero», bien gestionado, podía hacerle tocar el cielo cuando llegaba el momento de la estimulación o la penetración.
Cuando se hizo con su primer vibrador, uno de sus juegos favoritos era estimularse los pezones con él hasta casi gritar de urgencia, y entonces hundirlo rápidamente y hasta el fondo en su sexo expectante. Aquellos orgasmos eran brutales, salvajes, absolutamente demoledores. Valía la pena todo el proceso, y la sensación de superación de la urgencia, de saber esperar para conseguir una recompensa mayor, también tenía parte de responsabilidad en la maximización del placer.
Cada mordisco y lametón de Xavi mandaba descargas directas a la entrepierna de Nora, que se sentía tan húmeda que ya no sabía dónde empezaba el agua y terminaba ella. Xavi estaba absolutamente sometido a sus deseos, y después de varios manotazos de Nora ya había entendido dónde podía tocar y dónde no.
De repente a Nora se le encendió una bombilla y descubrió lo que le apetecía en ese preciso instante. En un alarde de exhibicionismo fruto del exceso de cava y del decadente escenario, se puso de pie con las piernas abiertas y puso su sexo pelirrojo a muy pocos centímetros de la cara de su amante. Cogió su barbilla para hacerle mirar hacia arriba y, cuando logró establecer contacto visual, le guiñó un ojo y empujó levemente su cabeza hacia su pubis.
Xavi estaba bastante alucinado, pero sabía lo que se esperaba de él y se esmeró en su trabajo. Empezó sacando levemente la punta de la lengua, siguiendo el surco arriba y abajo, como saludando muy suavemente. Nora se dio cuenta de que le estaban dando de su propia medicina, y que aunque ahora ella quería un orgasmo y lo quería ya, le iba a tocar esperar. Como nunca había destacado por su paciencia, ahora fue ella la que intentó tocarse para acelerar el proceso, y Xavi le apartó las manos y se las puso a la espalda, sin dejar de lamerla con sutileza.
No había otra que aceptar su condición de ama sometida, pensó Nora, y se dejó llevar. La lengua de Xavi cada vez se acercaba más y más a su clítoris, ansioso de recibirla. Movió las caderas hacia delante para facilitarle el trabajo, y él aprovechó para apretarle las nalgas.
Nora emitió un sonido indefinido, a medio camino entre un resoplido, un jadeo y un suspiro.
Era la primera vez que Nora tenía esta sensación de intimidad brutal con Xavi. Estaban tan cerca, tan juntos que sentía que eran un solo ser.
Entre la temperatura del agua y la proximidad del orgasmo, sintió cómo se le aflojaban las piernas, y si no hubiera sido porque su amante la tenía bien cogida, posiblemente se habría caído. Xavi lo notó y lo interpretó como un signo de placer. Soltando una de las nalgas y separándole suavemente las piernas, introdujo el dedo corazón en el sexo de Nora, que se estremeció.
Jadeando, ahora sí, sin disimulo, Nora animaba a Xavi con las típicas órdenes cortas que acompañan el sexo oral cuando se acerca el punto de no retorno: «más», «no pares», «así»… Cuando este notó que el sexo de Nora empezaba a contraerse, introdujo dos dedos más, de golpe y hasta el fondo. Una vez dentro, los movió hacia delante y hacia atrás, estimulando algún punto hasta entonces desconocido por Nora pero, sin duda, muy efectivo.
La intensidad del orgasmo la pilló tan de sorpresa que la hizo gritar.
—¡Síiiiiiiiiiiiiiiii!
Esta vez sí, a Nora le fallaron las piernas, y se dejó caer, poco a poco, hasta quedar sentada encima de su amante, que sonreía con una cierta superioridad.
Nora temió que Xavi estropeara la magia del momento con un «¿te ha gustado?», y procedió a besarle para evitarlo. Cuando intentó acariciar su sexo (no demasiado erecto por culpa —pensó Nora—, de la temperatura del agua, que estaba excesivamente caliente), él cogió su mano y la paró.
—Vamos fuera. Tengo una cosa para ti.
A Nora no le parecía el mejor momento para sorpresas, pero salió del
jacuzzi
y aceptó el mullido albornoz gris que le tendía Xavi, mientras él cogía uno exactamente igual. Se envolvió en él y le siguió hacia el dormitorio, presidido por una cama de madera oscura de, por lo menos, dos metros por dos metros. A los pies de ella, en un reposapiés, había una pequeña
trolley
que Nora no había visto antes.
Xavi la invitó a sentarse frente a la maleta, y descorrió las cremalleras con un aspecto tan grave que le hizo pensar que allí dentro estaba el puñal con el que la ofrecería en sacrificio a algún extraño dios pagano (sensación alimentada en parte por la curiosa pinta que ofrecía Dalmau envuelto en el albornoz y con la capucha puesta).
Cuando Nora vio el contenido de la maleta, casi se le salen los ojos de las órbitas. Allí, sobre un fondo de satén negro, había un corsé de cuero rojo, unas botas de tacón imposible y caria alta hasta medio muslo, una cuerda, una fusta y un dildo de cristal. Todos estos objetos estaban perfectamente colocados uno al lado del otro, y Nora podía imaginarse la cara de Xavi mientras organizaba el contenido de la maleta. Su cara de «eres un campeón», de «se va a volver loca». La cara de «esta vez te has superado, tío».
—
Mistress Nora, enjoy
! —afirmó con seguridad.
—¡Vaya sorpresa! Pero yo diría más bien que es una sorpresa para ti, ¿no? O sea, la sorpresa soy yo, vestida con esto… Quiero decir que… ¿qué se supone que tengo que hacer?
Nora, aún bajo los efectos del alcohol, no estaba en el mejor momento para iniciar una batalla dialéctica, ni siquiera aunque su contrincante no estuviera diciendo ni una palabra.
—No sé. Pensé que te gustaría. Como te gusta tanto mandar…
Tras un momento de duda, Nora decidió pasar por alto la pulla y participar en el juego. Ganó la Nora aventurera a la Nora con sentido del ridículo. Hasta entonces sus únicos pinitos en el campo de la dominación habían consistido en dar o recibir algún azote juguetón, y tenía curiosidad por saber qué se siente cuando te vistes como la prima putón de Barbarella. Se puso de pie, dispuesta a vestirse, aunque no tenía muy claro por dónde empezar.
Ante su cara de duda, Xavi le acercó las botas.
—¿Tienes sed? Yo sí. Voy a buscar algo de beber, ¿vino?