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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

La canción de Nora (7 page)

BOOK: La canción de Nora
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Sin darse cuenta, ya estaba levantando de nuevo la voz. El teckel se había desplazado hasta la altura de su cabeza y la miraba con expresión de máxima fascinación.

—Desde luego, estás mucho más chalada de lo que creí. De hecho, ayer ya me pareciste una tipa reloca, pero en comparación con lo que estoy viendo ahora, ayer eras casi normal. Mi loquita bonita… loquita, loquita, loquita…

Matías se acercó —al principio Nora se asustó e intentó retroceder, pero eso es muy difícil cuando estás tumbada en el suelo con alguien encima, y solo consiguió darse un golpe en la cabeza, que por suerte amortiguó la alfombra— y empezó a besarla. Primero las mejillas, las sienes, las orejas, los ojos. Besos sutiles, otros más fuertes, algunos húmedos y otros sonoros, como los que da una abuela en la frente.

Nora estaba absolutamente anonadada, tanto que no sabía cómo reaccionar. Aquello no era especialmente excitante, era tan extraño, tan sorprendente que no sabría ni cómo describirlo. Estaba tan alucinada, esperando a ver en qué acababa, que por un instante se olvidó hasta de respirar.

Matías siguió con sus besos durante uno, dos, tal vez hasta cinco minutos. Poco a poco Nora se fue relajando y empezó a disfrutar de la situación. Un disfrute, de momento, sin connotaciones sexuales, pero al menos aquello dejaba de parecerle extremadamente raro, y hasta le gustaba. Los besos se fueron dirigiendo hacia los hombros, detrás de las orejas, la clavícula. Ahora los alternaba, de vez en cuando, con algún mordisco leve, o dejaba que la punta de la lengua asomara aquí y allí —en la axila o encima del pecho derecho— dejando un rastro cálido y húmedo en forma de círculo casi perfecto.

Aquello empezaba a ponerle a mil, pero todavía estaba muy confusa, y no se atrevía ni a suponer dónde podía llevarles aquel extraño ritual de… ¿apareamiento? Por llamarlo de alguna manera. Después de ser besuqueada durante por lo menos un cuarto de hora, sin evolución aparente ni acercamiento a ninguna zona erógena (excepto el lóbulo de la oreja), Nora decidió que era el momento de largarse o tomar el mando de la situación, o si no tendrían que sacarla de allí con una camisa de fuerza.

Forcejeó y aprovechó que el factor sorpresa hizo flojear un poco a su besucón captor para darle la vuelta (literalmente) a la situación. Ahora ella estaba encima y él debajo. Matías tenía las manos por encima de la cabeza y Nora se las sujetaba con las suyas, en una postura que no podría mantener durante mucho tiempo.

Sus caderas estaban encajadas encima de las de él, y como estaban separados solamente por dos finas capas de tela —correspondientes a la ropa interior de ambos— se dio cuenta en seguida de que él no estaba especialmente empalmado. Y ahí es cuando el amor propio de Nora entró en juego y decidió que iba a darle el mejor polvo de su —«hasta ahora, seguro que miserable», pensó Nora, furiosa— existencia. Empezó a besarle, igual que él había hecho con ella, pero con unas intenciones mucho más sexuales, con unos ligerísimos pero perceptibles movimientos de cadera. Rítmicos y suaves, adelante y atrás, como si lo hiciera sin darse cuenta, pero en realidad consciente al milímetro de todo lo que hacía, en un ejercicio de
petting
tan intenso como no había vuelto a practicar desde la adolescencia, antes de perder la virginidad.

Poco a poco la respiración de Matías empezó a entrecortarse, y Nora empezó a notar de manera fehaciente que sus tácticas estaban surgiendo el efecto deseado. La erección de Matías, tímida al principio, evidente después y rampante a los pocos minutos, estaba ya presionando claramente su clítoris por encima de las braguitas. Esto hacía incluso que el proceso fuera más excitante, la idea de no estar desnuda, de llevar puestos todavía las braguitas y el sujetador (un conjunto de blonda, especialmente escogido para la ocasión porque «nunca se sabe cuándo puedes necesitar unas bonitas bragas en una fiesta de fin de rodaje, especialmente cuando quieres empezar a trabajar en el sector», como le dijo Carlota cuando le sugirió ponerse la ropa interior más sexy que tuviera) la estaba volviendo loca. Se sentía cada vez más húmeda —seguro que él también lo notaba, a estas alturas— y también con los brazos más doloridos. Nora soltó las muñecas de Matías y se puso vertical —sin dejar de frotar con ganas su sexo contra el de él— y se acarició libidinosamente por encima de la blonda del sostén.

Sus pezones, pequeños y rosados, se pusieron duros al instante, y todavía más cuando se quitó el sujetador y dejó en libertad el pecho, firme y turgente. Siguió acariciándose, cada vez con más ganas, metiéndose los dedos en la boca y usando la humedad de su propia saliva para mojarse los pezones y conseguir esas sensaciones alternantes de frío y calor que le encantaban.

Nora volvió a la vida —llevaba un buen rato concentrada en sí misma, sin enterarse de lo que pasaba más allá de su propio cuerpo— y se dio cuenta de que Matías la miraba con los ojos como platos, con una adoración absoluta. Ahora su erección era más que evidente —no solo eso, sino que a Nora le parecía que ahí había una sorpresa de lo más agradable—, y se notaba que le estaba costando controlarse para no tomar el control de la situación y pasar a mayores —o, lo que es lo mismo, intentar penetrarla como fuera— en ese mismo momento. La lucha entre el instinto y la curiosidad que estaba teniendo lugar en el cerebro de Matías era tan ancestral como la propia existencia del sexo entre humanos. El animal pensante contra el animal a secas.

Su compañero de juegos no tenía más función que la que podría haber desempeñado un vibrador o una almohada. Nora se estaba masturbando con él, pero no con él de manera inclusiva, sino con él a modo de objeto. Eso era claramente un juego sexual en solitario, en el que él era solo un elemento, accesorio y, en cierta manera, casual.

«Aún es pronto para decirlo con toda seguridad, pero creo que este hombre tiene un pollón…», pensó mientras se pasaba la lengua por la comisura de los labios.

Nora fue aumentando el ritmo de sus movimientos, que iban primero de atrás adelante, después en círculos, después atrás y adelante otra vez. Buscando intensificar el roce de su clítoris con el sexo de su masturbador pasivo, notando cómo la humedad aumentaba, cómo los pezones estaban tan duros que hasta le dolían… Nora volvió a meterse los dedos índice y el corazón de la mano derecha en la boca y después los deslizó dentro de sus braguitas, dispuesta a trabajarse ella misma el camino hacia el orgasmo. Frotándose más y más fuerte contra Matías y buscando el centro de su placer —haciendo para ello círculos más grandes y más pequeños con los dedos, aumentando y disminuyendo la presión—, ronroneando un poco y jadeando cada vez más intensamente, más rápido, más fuerte.

Cuando el placer llegó —primero en pequeñas corrientes suaves, que se fueron volviendo cada vez más largas y más intensas—, se dejó llevar por él como por una ola, dejando de tocarse con los dedos (una excesiva estimulación durante el orgasmo podía llegar a dolerle, y Nora había aprendido bien la lección), pero intensificando el roce de su pelvis contra su particular vibrador de carne y hueso.

Cuando terminó, se derrumbó y se dejó caer al lado de Matías, haciendo soniditos que recordaban a los que podría emitir un animal satisfecho. Se había entregado tanto a su juego en solitario que prácticamente había olvidado que él también estaba allí. Asegurarse algo de placer en solitario era una buena manera de abrir la puerta a más orgasmos, y si estos no llegaban, pues todo eso que salía ganando.

«Por lo menos no he puesto mi placer en manos de este friki», pensó, relajadísima y con los ojos cerrados, reposando la cabeza y notando cómo su espalda se fundía con el suelo, poniéndose completamente recta después del ejercicio físico que acababa de hacer, que ahora le parecía tan agotador como correr una maratón.

Dos —o diez, no estaba muy segura— minutos después, abrió los ojos y vio la cara de Matías a pocos centímetros de la suya, mirándola y sonriendo. No tenía muy claro si era por el subidón de hormonas posorgasmo —ese que te hace desde llorar hasta creer que estás enamorado—, pero le pareció todavía más atractivo que cuando le conoció, la noche antes.

Sin decirse nada, empezaron a besarse. Esta vez, en la boca y con una cierta indolencia, sin prisa. Con más curiosidad que lujuria —la fierecilla interna de Nora ya se había aplacado un poco, y Matías se estaba recuperando aún de la impresión del numerito que esta le acababa de regalar—, primero jugando solo con los labios, después fisgoneando entre los dientes del otro, y descubriendo, por fin, sus lenguas.

Los dos cuerpos se juntaron de manera inconsciente, tumbados uno frente a otro, apoyándose en la alfombra sobre una cadera —la izquierda ella, la derecha él—, la pierna derecha de Nora sobre el muslo contrario de Matías, su entrepierna húmeda y aún palpitante empezando a buscar, de nuevo, el roce. La mano derecha de Matías, con el movimiento limitado por la postura, se posó sobre el pecho izquierdo de Nora y se quedó allí, acariciándolo suavemente. Con el brazo izquierdo rodeó su cintura, atrayéndola con fuerza hacia su cuerpo. Nora hizo lo mismo, buscando el tacto de su trasero redondito, fibrado y sorprendentemente duro —teniendo en cuenta que Matías no tenía pinta de haberse ni asomado a un gimnasio en su vida— por debajo de los
slips
.

Después de palparle las nalgas al milímetro (mientras él hacía lo propio con las suyas), deslizó la mano hacia delante y se encontró de pleno con una —esta vez sí— impresionante erección.

«Esto es aún mejor de lo que parecía», pensó Nora, mientras contenía una risita que pugnaba por escapar. «No solo es grande, es… ¡es preciosa!».

Le acarició con suavidad y él experimentó un ligero escalofrío. Los dedos de Nora bajaron hasta sus testículos, los tocó levemente, como saludándolos, y tiró del escroto con cariño pero con firmeza, lo que arrancó a su compañero de cama —de suelo, en este caso— un temblor aún mayor. Cuando las caricias empezaban a parecerse a un conato de masturbación y Matías empezaba a gemir, se levantó y la tumbó de nuevo de espaldas contra el suelo, le quitó las braguitas, acercando mucho la cara a su pubis —a Nora le pareció que incluso le estaba diciendo algo, no había que desestimar ninguna locura por parte del argentino—, y, volviendo a besarla en la boca —esta vez con más fuerza—, se situó encima de Nora y la penetró con ímpetu.

—¡Joooooooooder!

Nora no se lo esperaba, y no pudo evitar el exabrupto. No es que no estuviera preparada —la sesión de
petting
extremo la había lubricado hasta el punto de empapar las braguitas— ni que no lo deseara, simplemente es que no se lo esperaba. Eso sumado a la envergadura de Matías la descolocó durante unos instantes, pero se repuso en seguida. Su cadera hizo un par de movimientos destinados a encajar perfectamente con su («supongo que ahora ya puedo llamarle así», pensó divertida) amante. Él no se había movido ni un milímetro, se quedó quieto, dejando que fuera ella la que buscara la postura perfecta para notar cada una de las pulgadas del miembro de Matías, que se sentía muy caliente, grande y palpitante allí abajo.

—Tócate —le susurró Matías al oído.

Sin motivo aparente, a Nora le dio un ataque de pudor. La misma Nora que se había estado masturbando no solo delante de él, sino con él como instrumento, se sonrojó y se llevó tímidamente las manos a los pezones, aunque sabía perfectamente lo que Matías le estaba pidiendo.

—Ahí no… aquí —le dijo en voz baja, guiando su mano hacia su zona más húmeda.

Mientras ella se tocaba, con las mejillas arreboladas de vergüenza, él intentaba seguir el ritmo a la vez que la penetraba. Primero le costó un poco conseguirlo, pero de repente la cosa empezó a fluir por sí misma, todo encajó a la perfección y se produjo La Magia, así, con mayúsculas.

Aquel apareamiento tenía algo de ritual, como si fuera algo que llevaran haciendo desde el inicio de los tiempos. Más aún, como si ellos
fueran
el inicio de todo, los amantes primigenios, el Big Bang que dio pie al nacimiento del Mundo tal y como lo conocemos. El origen de las especies. Adán y Eva, Zeus y Hera. Eso era más que sexo, pensó Nora. Era una locura. Eran fuegos artificiales de colores y flores que se abrían a cámara rápida y estampidas de animales gigantescos que corrían a la vez en la sabana africana haciendo temblar el suelo.

Mientras Nora se acercaba a su segundo orgasmo —apretando los dientes, para concentrarse en el placer y a la vez para controlar su intensidad—, hizo que sus movimientos de cadera fueran 'más lentos y más profundos.

Cada vez que las caderas de Matías golpeaban contra las suyas se estremecía. Cuando sintió que llegaba el punto de no retorno —ese instante en el cual ya no puedes parar el placer por mucho que lo intentes—, dejó de tocarse y utilizó las manos para atraer a Matías dentro de ella, para que se quedara allí, sin moverse.

Para ello le agarró de las nalgas con fuerza, con desesperación, imposibilitando cualquier movimiento. En ese momento, Nora gritó, o eso le contó Matías después, porque ella nunca fue consciente de que eso hubiera pasado.

La cabeza le daba vueltas.

Matías seguía quieto, porque las manos de ella continuaban en su culo, sin dejarle ir. Nora se había quedado en la misma postura, como intentando conseguir de manera inconsciente que aquella sensación no se acabara nunca. Como un ordenador con un fallo en el sistema.

Cuando se dio cuenta —los músculos de sus brazos llevaban un rato en tensión y empezaban a dolerle, y eso la hizo salir del trance—, se sintió extremadamente agradecida con su amante por hacerle sentir aquello, que había ido sin duda más allá del placer. En ese momento se habría casado con él, le habría propuesto decidir ya el nombre de su perro y de sus dos primeros hijos, planificar dónde veranear el resto de sus vidas, hacerse juntos un plan familiar de pensiones «por si acaso».

Por suerte, no era la primera vez que Nora experimentaba un orgasmo de esa magnitud y conocía sus consecuencias, y ya había aprendido que lo mejor era quedarse calladita y quieta hasta que se le pasara la voladura. Pero había algo que sí podía hacer, y que la ayudaría a frenar su incontenible y bastante loca verborrea amorosa poscoital.

Aflojó la presión de sus manos y empujó suavemente a Matías para que saliera de ella. Lo hizo quedándose de rodillas en el suelo y con cara de no saber muy bien lo que Nora esperaba que hiciera.

BOOK: La canción de Nora
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