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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

La canción de Nora (3 page)

BOOK: La canción de Nora
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Quedaron para ir a un concierto en Uppsala. Tocaban Green Day, teloneados por un par de grupos locales de
punk rock
. Desde el momento en el que Nikolas las presentó, cruzaron las miradas y se dieron un par de besos en las mejillas, saludándose a la española, se hicieron amigas. Instantáneamente. Tiempo después, en una visita de Nora a Barcelona, un poco borrachas de licores dulzones y en plena fase de exaltación de la amistad, lo pusieron en común, y ambas lo percibieron exactamente de la misma manera.

—Fue como un flechazo, pero de amissssshtad —dijo Nora, con lengua de trapo y arrastrando más que ligeramente la ese—. Te quiero, tía.

Y así fue. Durante el (poco) tiempo que Carlota aún fue novieta de Nikolas —él pronto conoció a una francesa de la que se enamoró locamente «y no me refiero solo al sexo, que te quede claro», le dijo muy serio a una Nora bastante mosqueada— se hicieron inseparables.

Cuando vino el verano y la beca de Carlota se acabó, ambas se despidieron con un «nos vemos pronto», aunque no tenían nada claro cuándo llegaría ese «pronto». Mientras se definía la fecha, intercambiaron miles de cartas, llamadas, mails enviados desde cibercafés con módems chirriantes de 56 kilobytes, paquetes con revistas, camisetas, dulces y todo tipo de regalos. Compartieron confidencias telefónicas, muchas risas y también alguna que otra lágrima (aunque Carlota no era muy dada a ninguna de las dos cosas, Nora sospechaba que le parecían demasiado «de chica sensible», algo diametralmente opuesto a lo que su amiga quería que la definiera) hasta que llegó el momento de la primera visita.

Un ruido extraño sacó de golpe a Nora de su viaje por la memoria. Eran los sonoros ronquidos de Carlota, que se había quedado dormida en el sofá, tapada con una manta de cuadros y con dos gatos encima. Las gafas de montura metálica se le habían caído al suelo, y Nora las recogió antes de que la misma Carlota las pisara al despertarse. El festival del gruñido seguía en pleno apogeo. Aunque ella siempre insistía en que lo suyo «no era roncar, era respirar fuerte», en realidad Carlota resoplaba en sueños como un jabalí. Nora sonrió, mirando cómo dormía su amiga, y tuvo la reconfortante sensación de que esa y no otra era, en ese mismo instante, su familia. Hacía mucho tiempo que esperaba ese momento. En concreto desde el verano de 1998, cuando Nora fue a visitar a su amiga a Barcelona —Carlota había heredado ese mismo año un piso de su abuela en el barrio de Gràcia, y empezó a dedicarse a trabajar de noche aquí y allí, a ir a todos los conciertos que podía y a la vida contemplativa en general—, dispuesta a pasar el verano de su vida con su mejor amiga. Eran jóvenes y la vida les sonreía, ese era el mensaje. Había que aprovecharlo a tope. Y así lo hicieron.

El recuerdo de aquellas dos semanas estaba lleno de sol, playa, terrazas, bailes en la pista giratoria del club Nitsa mientras Sideral pinchaba los mejores
hits
del mundo, cubatas en el Mond Bar, despertarse en alguna que otra cama ajena (o en la propia, pero con alguien que apenas les sonaba), y vuelta otra vez al sol, a la playa y a las terrazas. Aunque Nora había veraneado toda su vida en el Mediterráneo (o precisamente por eso), valoraba tanto o más que los «suecos normales» —como llamaban en casa, con cierto Cachondeo, a los compatriotas cuyos genes no convivían con otros genes españoles— el clima soleado y templado de la Península. Por aquel entonces estaba terminando sus estudios en la Dramatiska Institutet, la Escuela de Cine de Estocolmo —solo le quedaba un curso—, y aunque sabía que «en un futuro» quería dedicarse al séptimo arte (y, en concreto, a la dirección), no tenía muy claro cómo iba a empezar a labrarse ese porvenir en su propio país.

Su manera de entender el cine no podía estar más alejada de la tendencia de la época, el cacareado Dogma 95 que habían puesto de moda Lars von Trier y demás cineastas daneses del momento. Los gustos de Nora iban más por el lado de Woody Allen, Polanski, Cassavetes, Scorsese, Bergman y, claro, el gran Almodóvar.

Sus opiniones, contrarias a las de la mayoría, la convirtieron, poco a poco, en un elemento subversivo dentro de su propia escuela. Sus compañeros la llamaban a escondidas —en el mejor de los casos, otros lo hacían directamente a la cara— «Steven Spielberg», «Julia Roberts» y cosas por el estilo. La llegaron a acusar de tener «un espíritu comercial» («¡Lo dicen así, como si eso fuera algo malo! ¿No es que la gente vea sus películas lo que quiere cualquier director?», contaba una Nora furiosa a quien quisiera oírla).

A Nora estos exabruptos la mayoría del tiempo le parecían absurdos y le daban risa. Aunque otras veces le hacían hervir la sangre y le causaban la indignación más profunda, hasta llegar al punto de tener ganas de empezar una matanza entre sus compañeros que terminara «con una quema de la escuela, para que aprendan todos esos gafapastas».

¡Chas!

Carlota la sacó, una vez más, de sus ensoñaciones con un chasqueo de dedos a un par de centímetros de su oreja, seguido de un golpecito con la palma de la mano en la frente, una de sus maneras habituales de hacerla volver en sí.

Y es que se había hecho de noche hacía rato, pero ahora ninguna de las dos estaba cansada. De hecho la comida guarra, las siestas y las medicinas varias habían hecho por fin su efecto y habían vencido a la resaca, por lo que ambas se encontraban mejor que en ningún momento del día.

—Oye, tú que eres la señora refranes, ¿has oído ese que dice «quien no folla en fin de año no folla en todo el año»? Pues ya te puedes ir retirando del mercado hasta las próximas campanadas, bonita, porque me consta que tú ayer lo más parecido al sexo que practicaste fue un par de bailoteos con el gogó al que que no parabas de admirar y te presenté, que además tenía toda la pinta de ser gay —la chinchó Carlota, mientras se sacudía un montón de pelos de gato de diferentes colores de la camiseta.

—Oh, claro, porque tú te pusiste las botas, ¿verdad? —replicó Nora—. Te hinchaste, vamos. Por eso has dormido encima de mi pierna y casi me la tienen que amputar. Por eso… —El silencio de su amiga y un asomo de risa le hicieron parar la cantinela y cambiar la cara de burla por una de sorpresa—. ¡Eeeeeeh, espera! Entonces, cuando desapareciste más de media hora en el club, que me dijiste que había cola en el lavabo y yo creí que… ¡Ahora caigo! ¿¡Estabas follando!?

Aunque a pesar de la confianza que había entre ellas, Carlota era bastante reservada con algunas cosas, Nora —después de ver cómo se movía por la Barcelona nocturna en su primera noche de marcha— tenía serias sospechas de que su amiga contaba con un harén masculino importante repartido por las barras de los bares y discotecas de la ciudad. Le pegaba mucho tener este tipo de relaciones, chicos guapos y dispuestos a un «aquí te pillo, aquí te mato» rápido y sin compromiso con una mujer guapa que tampoco quería nada más que eso de ellos.

—Nora, a ver si te enteras de que el sexo debería ser como ir al lavabo. Todo el mundo lo hace, pero no hace falta hacerlo público o hablar de ello todo el rato.

El teléfono de la mesita sonó y Carlota se levantó rápidamente a cogerlo, como si ya estuviera esperando la llamada. Después de mantener una breve conversación llena de monosílabos de la que Nora no entendió prácticamente nada, Carlota se quitó los calcetines de pandas, hizo una bola con ellos y se los lanzó a la cara.

—Qué manía tienes de tirarme siempre cosas a la cabeza, al final un día me vas a hacer daño o vas a romper algo.

—Calla y escucha, vikinga. Voy a darme una ducha rápida, tú ve arreglándote, perfumándote, ponte un vestido, píntate como una puerta y todas esas cosas que haces, que nos vamos. He quedado con unos amigos para tomar algo, y quiero presentártelos. Salimos en quince minutos, ponte las pilas, ponles comida y cámbiales el agua a los gatos, y todo esto a la velocidad del rayo, ¡gracias!

Nora casi ni oyó el final de la frase, porque Carlota ya estaba cerrando la puerta del baño cuando la pronunciaba. Todavía procesando la información, tirada en el sofá y con una manta y dos revistas encima, coqueteó con la idea de aprovechar el momento para terminar lo que había empezado en la bañera, pero la desestimó rápidamente. Carlota era muy rápida para casi todo, y seguro que estaba lista para salir antes de que le diera tiempo a meter la mano en la cinturilla de los
leggings
. Se sacudió la pereza, las revistas y la manta y se levantó, recordando que casi toda su ropa estaba arrugada y hecha un desastre en la maleta en la que llevaba prácticamente toda su vida. Dada su experiencia anterior en estos temas, sabía que si no se obligaba a organizar sus cosas, podían quedarse así hasta la siguiente Navidad —el orden nunca había sido uno de sus fuertes—, así que volcó todo el contenido de la
trolley
en el suelo para asegurarse de que a la mañana siguiente «sin falta», se prometió, lo pondría todo en su sitio.

Del montón de ropa seleccionó unos vaqueros, una camiseta negra, una sudadera y unas Converse rojas. No tenía ni las más mínimas ganas de arreglarse. «Total, ya he tirado el año a la basura», se dijo mientras, paradójicamente, buscaba un sujetador y unas braguitas monos y que hicieran juego «por si acaso». Su ritual de belleza consistió en un discreto toque de colorete, un poco de rímel, echar la cabeza hacia abajo y sacudirla para que su impresionante melena pareciera aún más impresionante y un poco de Blistex con sabor a fresa en los labios.

Mientras acababa de crear el caos en la habitación intentando rescatar su trenca de lo más profundo de la montaña de ropa, la cabeza de Carlota asomó por la puerta.

—Ya estoy lista, pelirroja, venga, ¡vámonos!

Nora le dio un par de vueltas más alrededor de su cuello a una larga bufanda de lana roja, y metió la copia de las llaves con llavero de Barbapapá que le había dado Carlota como regalo de bienvenida en el bolso.

El frío de la calle las espabiló de golpe, como una bofetada. Se dieron cuenta de repente de que tenían hambre, y se enzarzaron en la difícil búsqueda de comida un 1 de enero a las once de la noche. El mundo globalizado acudió en su ayuda y pocos minutos después estaban comiendo un
shawarma
acompañado de patatas fritas. Mas tarde entraban en el Pilé 43, un bar cuyo peculiar interiorismo se construía —o, mejor dicho, se deconstruía— a base de una amalgama de muebles de diferentes décadas —de los cincuenta a los ochenta, en su mayoría— y en el que, además de tomarte unos deliciosos cócteles de tres cuartos de litro, podías comprar la lámpara, el sillón o la mesa donde te los habían servido. El Pilé era punto de reunión habitual de barmans disfrutando de sus noches libres, DJ en busca de una primera copa antes del trabajo, relaciones públicas dejando sus
flyers
y otros currantes de la noche.

Carlota pidió dos Mojitoskas y se dirigió al fondo del local, seguida de Nora. Allí, sentados en unos sillones setenteros y con varias copas vacías (y un cenicero muy lleno) encima de la mesa, había un grupo de cuatro personas —dos chicos y dos chicas— charlando animadamente. Las chicas estaban sentadas tan cerca que estaban casi encima la una de la otra, y su lenguaje corporal —una mano encima del muslo, las pantorrillas rozándose, la cabeza ligeramente apoyada sobre el hombro— dejaba claro desde el primer momento su condición de pareja.

Una de ellas —la más alta, con el pelo teñido de azul, plataformas de unos veinte centímetros, más de una docena de
piercings
solo en las zonas visibles y una estética definible como
cyberpunk
— sonrió cuando las vio llegar, apagó su cigarrillo y se levantó para saludar a Carlota con un beso en la boca y un abrazo que la levantó literalmente del suelo.

—Esta es Nora —señaló Carlota—. Nora, estas son Lola y Bea, y este par de locas son Sergio y Henrik. Henrik también es sueco, así que podéis hablar ese idioma rarísimo vuestro, que por cierto no hay quien lo entienda, parece klingon…

—Ven, siéntate, ni caso a estas que están de reenganche, que son unas fiesteras y no saben parar —dijo Sergio. Hablaba muy deprisa, gesticulando mucho y, en general, tenía bastante pluma. Vestía con un jersey rojo como de esquiador antiguo y llevaba el pelo platino y de punta. Fumaba casi con furia, parecía que iba a consumir el cigarrillo entero en cada calada—. Nosotros nos fuimos a dormir pronto, estábamos cansadísimas de la muerte, estuvimos trabajando en el Arena hasta las mil, qué noche más larga, cuánto marica con sed, nena, pensaba que no se acababa nunca.

Henrik, mucho más comedido y discreto que su amigo, saludó a Nora a la española, con dos besos, y puso la mano delicadamente en su brazo cuando se dirigió a ella. Era mucho más alto que su amigo, cachas, rubio y con una sonrisa tímida llena de dientes blancos. «Si buscas la palabra "sueco" en Google seguro que sale una foto suya y otra de Abba», pensó Nora, riéndose para sus adentros.

Desde el primer momento Henrik le dio mucha confianza y le transmitió mucha paz. Se creó entre ellos una conexión instantánea, que hizo que el grupo de dividiera en dos: Bea, Lola, Carlota y Sergio en un sofá, hablando alto, riéndose y criticando a algunos amigos comunes, y Nora y Henrik en otro. No solo los unía la nacionalidad, sino, como comprobarían más tarde, la moral nórdica de que el alcohol es legal, pero las sustancias prohibidas eran intocables para ellos, a diferencia de Carlota y su grupo, muy permisivos y liberales con las drogas.

Henrik había llegado a la ciudad dos años antes, recién terminados los estudios de Turismo, y mientras decidía qué quería hacer exactamente con su vida, hacía de camarero, de guía turístico esporádico y de vez en cuando de modelo para anuncios y catálogos. Trabajaba con Sergio en el Arena Vip y otros locales de la zona y compartían un piso enorme en el Gayxample, que costeaban alquilando la tercera habitación a modelos que estaban de paso por la ciudad. Se contaron las vidas, intercambiaron teléfonos, vaciaron copas y llenaron ceniceros. Cuando se quisieron dar cuenta, la camarera los estaba invitando amablemente a salir, «que son las tres y me quiero ir a casa, pendones». Antes los invitó a un chupito con el guerrillero nombre de Kalashnikov que llevaba consigo todo un ritual. Básicamente consistía en tomarse un trago de vodka con una rodaja de limón, una cucharada de azúcar y una de café molido. A Nora le supo mucho mejor de lo que esperaba.

En la calle hubo despedida —y un abrazo muy cariñoso con Henrik, además de la ferviente promesa de verse «esa misma semana alguna tarde»— y desbandada: los amigos de Carlota, por diferentes motivos, decidieron dar el fin de año por terminado —una buena idea, teniendo en cuenta que ya era día 2— y largarse a dormir.

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