Cuando dos de los chicos empezaron a hacer volteretas y acabaron en el agua, Nora decidió que era el momento de dar ese rodaje de locos por terminado. Subió a todos al autobús, repartió bolsas de plástico entre los que tenían pinta de estar en peor estado mientras gritaba que ella misma se ocuparía de matar con sus propias manos al que ensuciara el autobús y ayudó a subir a una chica de cabello verde, que en ningún momento había abandonado los brazos de Morfeo y seguía descansando plácidamente.
«Bueno, la he liado pero bien. Supongo que este es el principio y también el fin de mi carrera. Hola y adiós, prometedor futuro en la industria audiovisual», se dijo, descorazonada. «Al dicho de que en los rodajes preferentemente no hay que trabajar con niños ni con animales, habrá que añadir lo de los camareros de discoteca, para evitar este tipo de desastres a las generaciones venideras».
Milagrosamente, durante el camino de vuelta todo estaba en silencio. Nora sacó su discman de la bolsa y le dio al botón de
play
con el volumen al máximo, con la intención de aislarse de la realidad.
Nora no recordaba qué había en ese CD, y lo que sonó le pareció tan irónico que fue incapaz de reprimir una carcajada.
«Oh, viejo Lou —le dijo al cantante, dejándose llevar por los acordes de
A perfect day
—, ¿un día perfecto, dices? No tienes ni puñetera idea de lo que he pasado hoy… si no, no te burlarías de mí de esta manera».
Aparcaron el bus frente al Banco de España y Nora los echó a todos sin contemplaciones y con un brevísimo discurso de agradecimiento que sonó más bien como una bronca. Con todo el aplomo que pudo, dijo a los cámaras que quería ver todo el metraje que habían grabado «sin falta en posproducción el lunes siguiente a primera hora», intentando transmitir una serenidad que estaba lejos de sentir.
Mientras se despedía con toda la dignidad posible y salía corriendo con las mejillas rojas para no oír lo que posiblemente estaban diciendo los cámaras de ella y de su profesionalidad, decidió desconectar de cualquier tema laboral hasta el lunes. Se lo merecía. También se merecía un baño caliente, eterno, una comida sana pero contundente y una siesta de un par de horas. Xavi había prometido pasar a buscarla sobre las cinco de la tarde para estar en Cadaqués «para la puesta de sol». Llegó a casa, puso comida a los gatos y entró a la habitación de Carlota para despertarla y contarle su periplo, pero no estaba, y tampoco había dejado ninguna nota avisando de sus movimientos.
Nora se quitó las botas para descansar un poco los pies —los notaba mojados y arrugados de tanto sudar— y se sentó en el sofá «solo cinco minutitos, en seguida me levanto». Reclinó la cabeza, cogió una manta, ahuecó un cojín, un gato se estiró en su regazo y soltó un suspiro de paz absoluta…
Un timbrazo largo y furioso —que indicaba que antes habían sonado otros menos largos y seguramente también menos furiosos— la sacó del más profundo de los sueños. Mientras iba a abrir la puerta, miró el reloj de su teléfono móvil. Eran las cinco y diez.
«Oh, mierda, mierda, mierda, lo he vuelto a hacer… ¿Por qué siempre me duermo cuando menos debería? ¿Por qué? ¿POR QUÉ?».
—¿Hola? ¿Quién es? —preguntó con la voz ronca, aunque ya sabía perfectamente la respuesta.
—¡Xavi! ¿Bajas?
—¡Hola! ¿Por qué no subes tú y tomamos un café? —sugirió con la intención de ganar algo de tiempo.
—Aquí no puedo aparcar, esta zona es una mierda, no hay donde dejar el coche legalmente y la semana pasada ya me pusieron una multa por dejarlo en un paso de cebra… Baja ya, ¡te espero!
Viendo que su propuesta no había colado, Nora se lavó la cara, metió un par de mudas y unas deportivas en una mochila, se puso las mismas botas que llevaba por la mañana, la parka, la bufanda, y bajó a la calle, todo en menos de cinco minutos.
A la altura del primer piso ya se había dado cuenta de que se había olvidado cosas vitales como la pasta de dientes, los calcetines y los preservativos, y solo Dios sabía qué más. Pero la suerte estaba echada, y por los bocinazos que oía se dio cuenta de que no podía volver atrás.
Esquivó a duras penas el beso con lengua con el que Xavi quería saludarla; su aliento después de comer un bocadillo de chorizo y después de dormir una siesta de tres horas no debía de estar precisamente fresco como el rocío del alba, y a pesar de presentarse a su primer fin de semana en pareja vestida como un estibador portuario —y seguramente oliendo peor—, Nora todavía tenía una cierta dignidad.
Dalmau, claro, se lo tomó fatal, y a modo de venganza absurda se pasó la mitad del viaje pasando de ella y hablando de sus negocios por el manos libres.
Aunque a Nora le pareció mejor esa mitad del viaje que la otra, en la que la interrogó sin piedad sobre los pormenores del vídeo que habían rodado esa mañana, un tema que le parecía tan atractivo como pegarse un tiro en la rodilla o comer coles de Bruselas sin aliñar. Atajó cualquier tipo de aspiración periodística del preguntica de Xavi contestando a todo con monosílabos y una voz de aburrimiento que dejaba claro que el tema no le interesaba nada, pero él era un tipo pertinaz y no se daba fácilmente por vencido.
Para evitar más comentarios o preguntas incómodas decidió hacerse la dormida, en una actuación tan realista que al final le hizo dormirse de verdad.
—Eh, bella durmiente, que ya hemos llegado.
Nora bajó del coche, aún dormida, y alucinó con lo que estaba viendo.
La casa de Xavi era realmente impresionante.
Fuera quien fuera el arquitecto —seguramente uno de los amigos íntimos de Dalmau padre, que solo se relacionaba con gente con muchos apellidos, arquitectos, banqueros y especuladores inmobiliarios, según Xavier le había dicho a Nora— había conseguido el equilibro perfecto entre el minimalismo y el respeto por la naturaleza colindante. Las líneas principales de la casa eran rectas y sobrias, casi al estilo de Van der Rohe, pero estaba perfectamente integrada en su entorno gracias a sabias decisiones como respetar la piedra natural que formaba una de las paredes del salón o colocar la piscina —perfecta, a pesar de ser pleno invierno, observó Nora— sin rebosadero para potenciar el efecto visual de estar colgando sobre un arrecife.
La decoración del salón combinaba cuero, cristal, metal mate y la típica piedra de la zona, y estaba presidido por una enorme chimenea y un semicírculo de sofás en el que podrían haber dormido tranquilamente doce personas sin tocarse.
—Es… bueno… es enorme —dijo Nora, impresionada—. Cuéntame, ¿cuál es tu relación con esta casa? ¿Solíais venir toda la familia a menudo? ¿Pasaste aquí los veranos de tu adolescencia? ¿Cuál es tu lugar favorito? ¿Perdiste aquí la virginidad un fin de semana que tus padres no estaban? ¡Cuéntamelo todo! —exclamó Nora quitándose las botas y poniéndose cómoda en el sofá, pero con el cuerpo semialzado, con una actitud expectante, de alguien esperando a que le cuenten una buena historia.
—Las respuestas son ninguna, jamás, ni uno, el
jacuzzi
y no. Si quieres detalles, te diré que mi padre se construyó esta casa después de divorciarse de mi madre (y ella se hizo otra aún más grande en Selva de Mar, a pocos kilómetros de aquí), con lo cual ella no ha venido nunca y, que yo sepa, aquí hasta que fui adulto solo venía mi padre con sus amigos y sus amantes. Yo pasé todos los veranos de mi adolescencia estudiando inglés en Londres, Nueva York e incluso Australia. A veces creo que competían por mandarme cada vez más lejos, para asegurarse de que no molestaba.
—¿Y lo de la virginidad? —preguntó Nora, juguetona y curiosa.
—Eso no te lo voy a contar estando sobrio y en plenitud de facultades, te lo vas a tener que trabajar un poco más,
rouge
.
—Deduzco algo muy traumático, como que fuiste violado por tu instructor de tenis o la profesora de etiqueta, que resultó ser una ninfómana desaforada deseando darle pasaporte al traje de chaqueta de Chanel abotonado hasta el cuello en cuanto tu madre cerraba la puerta —bromeó Nora.
Dalmau no contestó y desapareció de su vista, murmurando entre dientes que le perdonara, que iba a buscar algo de beber. A veces no tenía nada claro si sus constantes sugerencias de haber vivido la típica existencia de pobre niño rico eran ciertas o un intento (uno más) de llamar la atención por parte del productor, al que, como decía la abuela de Nora, le encantaba ser el niño en el bautizo y el muerto en el entierro.
Salió a tomar el aire, siguiendo el tren de sus propios pensamientos, disfrutando de la sensación del suelo frío bajo sus pies libres de calzado invernal y apreturas, y admirando las vistas que la casa le regalaba.
«Supongo que podría acostumbrarme a esto», se dijo Nora.
Desde la terraza principal —a primera vista se veían como cinco más— se podía divisar, a la izquierda, el pueblo de Cadaqués, con sus casitas blancas y llenas de arcos, construidas usando en parte estructuras de roca existentes, algo bastante típico en la arquitectura ampurdanesa. Playas de piedras grandes y redondas, con muy pocas zonas arenosas, y un mar bastante tranquilo, de color entre verde oscuro y gris bajo el cielo azul plomizo de una tarde de invierno que pronto se convertiría en noche. A la derecha, un islote de piedra al que, según le contó Xavi, los
cadaquesencs
bautizaron con el cacofónico nombre de «Es Cucurucú», barcas en la playa y en el mar, algún pequeño hotel con pinta de haber sido construido en los setenta y otros detalles típicos de la zona del Empordá y de los pueblos pesqueros.
Nora se fijó en que algunas de las embarcaciones iban todavía sin motor —a remos o con vela—, un detalle que la transportó directamente a la casa de su abuelo materno, su querido
morfar
, un gigante adorable de barba blanca que siempre llevaba caramelos de regaliz en los bolsillos y que tenía una casita muy pequeña en Arild, en la costa de Kullaberg. Su abuelo había muerto un par de años antes de un ataque al corazón, que tenía débil desde hacía años, pero nunca quiso renunciar a la pesca —uno de sus placeres favoritos, además de fumar en pipa y comer cualquier cosa con cantidades ingentes de ajo—, aunque a su abuela casi le costaba la salud también cada vez que se perdía durante horas de noche con su minúscula barquita tambaleante.
Los recuerdos —y seguramente el cansancio y las emociones acumuladas durante un día largo e intenso— hicieron que se le humedecieran los ojos, justo en el momento en el que Xavi llegaba con dos copas de vino blanco.
—Es precioso, ¿verdad? —preguntó él, con el mismo orgullo que si lo hubiera fabricado con sus propias manos, una actitud demasiado habitual en él que ponía bastante nerviosa a Nora.
—No tengo palabras para describirlo. Es bellísimo. Es como el sueño de un pintor de marinas convertido en realidad, como si se hubiera invertido el proceso y, en lugar de pintar la realidad, la hubiera creado directamente.
Nora estaba realmente cautivada por el paisaje, y la puesta de sol, con las farolas del paseo marítimo encendiéndose de una en una a medida que se iba la luz, como pequeñas luciérnagas, todavía le parecía más bonita.
—Pedí a los cuidadores de la casa que nos trajeran algo para cenar. Una cena informal: queso, embutidos de la zona, anchoas, pan artesano y algunos dulces —anunció Xavi, besándole en la parte trasera del cuello, dejando claro qué clase de postre era el que le interesaba—. Para acompañar tenemos más de cuatrocientas botellas de vino en la bodega de mi padre. A no ser que nos bebamos alguno de antes de 1970, no creo que se dé ni cuenta. Vamos a pasarlo muy bien,
honey
…
Pero Nora tenía otras intenciones, que incluían por lo menos algo de marisco y un paseo por la orilla del mar. Nunca había entendido por qué la gente decía que la paella era indigesta para cenar, ella podía tomarla por la noche y hasta para desayunar sin ningún problema.
«Cuando algo es tan delicioso se debería tomar a todas horas, siempre que puedas», se dijo Nora a sí misma, poco dispuesta a creer aquello de que la langosta cada día cansa. También le gustaría tomar un mojito en el Café de la Habana, un local mítico del que le habló su madre, visiblemente emocionada, cuando le contó la semana antes que tenía pensado pasar el fin de semana en Cadaqués «con un amigo».
—¿Pero no te apetece salir a cenar? Hace una noche preciosa, demos un paseo bajo las estrellas. ¡Mira qué luna!
—Nora, estamos como mucho a cinco grados, cuando sea de noche seguro que bajamos de cero. Hace frío,
sweetie
, quedémonos en casa, comamos algo, metámonos en el
jacuzzi
y después… bueno, después tengo la sorpresa de la que te hablé. Estoy bastante seguro de que te va a gustar.
«Tú estás bastante seguro de todo en general», pensó Nora, con ganas de llevarle la contraria solo para bajarle los humos.
—Yo quiero salir a cenar y pasear, si tú no quieres, no hay problema: me voy sola y vuelvo. ¿Me dices dónde hay un sitio de paella que una camarera pueda pagar? Cuanto antes me vaya, antes volveré —espetó Nora, poniéndose el abrigo y la bufanda, mandando así la clara serial de que la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás posible.
—Cómo me gusta cuando te pones rebelde. Te salen llamas de los ojos, pareces una diosa del Olimpo dispuesta a acabar con todos los humanos con un solo movimiento de melena —dijo Xavi, tratando de besarla e interceptando sin mucho éxito sus intentos de acabar de vestirse.
—No me tientes —contestó Nora, un poco faltona y quitándoselo de encima sin disimulo—. Entonces, ¿vienes o no?
Xavi soltó un gruñido como respuesta y fue a buscar su chaqueta «informal», un
trench
de Burberry acompañado de una bufanda de la misma marca con el que ya había avergonzado a Nora el día que —todavía se arrepentía— le sugirió que saliera con sus amigos. El resto de prendas «informales» que componían el atuendo de su amigo-amante eran unos pantalones chinos de color crema, jersey negro de cuello vuelto y unos mocasines Tod's.
«Está claro que este hombre y yo no encajamos nunca, solo hay que vernos», pensó, comparando el look de Dalmau con su propia parka informal, su pelo revuelto y los pantalones que le hacían parecer, por agravio comparativo, directamente salida de un contenedor de basura.
Todavía negociaron durante un par de minutos porque Xavi quería coger el coche y ella no —«Tú y el coche, el coche y tú, ni que fueras americano», le espetó Nora—, y la cabezonería nórdica salió, una vez más, triunfante.