—Cuando llegué aquí, pensé que podría ayudar a cambiar eso, y al final ha sido ella la que me ha cambiado a mí —le contaba durante el paseo a su hermano, que la escuchaba con interés—. Carlota es la manzana podrida, y yo el cesto de manzanitas frescas e inocentes que se han podrido también por su culpa. Bien, pues hoy le tocará comerse una rica ensalada y un potaje de garbanzos como los de la abuela. Esa será la mejor venganza…
Compraron manzanas, lechuga, tomates, cebollas, lentejas, garbanzos y todo lo necesario para alimentar de forma digna a su pequeña familia, y se sentaron a tomar una cerveza y unas tapas en un bar del mercado.
—Venga, ahora cuéntame —le soltó Nikolas mientras les traían unas deslumbrantes setas con ajo y perejil.
Nora sabía lo que su hermano mayor quería saber, y le empezó a explicar el estatus complicado de su vida amorosa. Le describió la pasión que sentía con Matías, y lo difícil que resultaba en cambio llegar a él. Y luego siguió con Xavier Dalmau, afirmando que él era un amigo siempre dispuesto a cuidarla, mimarla y sorprenderla.
Se dieron consejos mutuos, o más bien Nikolas se los dio a su hermana, ya que él pasaba por una etapa de ligón empedernido y no quería nada serio con nadie. Y hubo mucha conexión entre hermanos, de esa que hizo pensar a Nora lo mucho que le costaba estar lejos de él.
También hablaron de Carlota, y Nora le contó que un par de semanas antes, en un día especialmente gris, aburrido y resacoso habían decidido que ya estaba bien de «trabajar como perras y quedarse en casa como abuelas» (palabras literales de Carlota) y que era el momento de irse de vacaciones. Sus ahorros no les daban para el viaje transoceánico con el que casi todo el mundo relaciona sus vacaciones soñadas, pero estaban tan emocionadas con la idea que casi cualquier cosa les iba bien.
O eso creían…
Después de desestimar París porque «los franceses son insoportables», Roma porque «los italianos solo piensan en ligar» y Londres porque «el tiempo es deprimente», se dedicaron a pensar en positivo y a decidir lo que sí querían para su escapada.
—Yo voto playa seguro. Quiero tostarme el culo al sol en una playa nudista, beber vino blanco, comer pescado fresco y no tener que vestirme en todo el tiempo que estemos allí —anunció Carlota, muy en su línea.
—Yo también quiero playa, pero para nadar durante horas y horas. Me apunto al pescado y al vino, aunque si no te importa, yo sí llevaré algo de ropa, y espero que tú también, al menos a la hora de comer. No sé si comer sardinas a la brasa con tu parrús a veinte centímetros es una experiencia que quiero vivir. Bueno, sí lo sé. Y no, gracias, no quiero.
—Desde luego, hija, para ser sueca a veces eres bien estrecha. Y creo que la última vez que alguien usó en serio la palabra «parrús» la tele aún era en blanco y negro, antigualla —la chinchó Carlota, mientras le daba una cariñosa patada que le acertó de pleno en la espinilla.
Después de consensuar durante una hora y repartirse innumerables cojinazos y patadas cada vez que estaban en desacuerdo —y provocar todo tipo de bufidos en la emergente colonia de gatos que campaba a sus anchas por el piso—, decidieron que Ibiza era el lugar ideal. Muchos de sus amigos estaban allí haciendo la temporada en clubs como Space, Pachá o Privilege. Sirviendo copas siete noches a la semana a los fiesteros más fiesteros del planeta o haciendo
performance
con los míticos Monstruos de Ibiza. En definitiva, todos reunidos allí para tocar con los dedos la leyenda del «
house music all day and all night long
» y, de paso, sacarse suficiente dinero para viajar durante la temporada de invierno, pagarse una carrera o, simplemente, tomarse la vida con un poco más de calma.
Por un precio casi simbólico podían dormir en un cuartito del apartamento que Bea y Lola compartían con otra pareja —también haciendo la temporada— en Santa Eulária.
«No os voy a engañar, el sitio no es gran cosa», les informó Lola, tan comunicativa como siempre, desde el otro lado de la línea telefónica. «Un colchón doble en el suelo y poco más… Pero, vamos, con que se pueda dormir ya está. Ibiza no es un sitio para quedarse en casa: de noche estás de fiesta y de día, en la playa. Venga, no os hagáis más de rogar que no os lo podemos poner más fácil. ¿Cuándo venís?». Cogieron inmediatamente unos billetes de barco («lo que nos ahorremos en el billete nos lo podremos gastar en paellas», apuntó Nora, siempre práctica), con salida el 18 de junio y vuelta diez días después, con el placer añadido de pasar la mágica noche de San Juan en la isla.
—Sabes, Niko —se sinceró Nora antes de finalizar el relato de la preparación del viaje a Ibiza—, ninguna de las dos lo dice, pero creo que las dos sentimos un poco como si este cambio de aires fuera la ocasión perfecta para salir de la rutina en la que se ha convertido nuestra convivencia. Creo que puede salir muy bien o fatal, como las parejas que tienen un hijo a la desesperada intentando salvar un matrimonio que hace aguas por todas partes.
Un mensaje de texto de Carlota en el móvil de Nora le hizo darse cuenta de que la conversación y el reencuentro de hermanos era tan agradable que les habían dado las cinco de la tarde sin acordarse de Carlota y la comida. Una hora después, y frente a sendos cafés con hielo —y un par de cigarrillos para Carlota y Nikolas—, decidieron la ruta turística que pensaban empezar esa misma tarde.
Después de visitar a fondo la colección del MACBA, el Museo de Arte Contemporáneo, y el CCCB, el Centro de Cultura Contemporánea, lo que les llevó «la friolera de tres horas», según Carlota, Nikolas pidió por favor si podían llevarle a algún lugar cuyo nombre no estuviera compuesto por siglas «a no ser que estas fueran BAR», matizó. También ironizó sobre las heridas en la retina que le podía causar la sobredosis de arte moderno y lo muchísimo que tendría que beber para superar ese horrible trauma.
Todavía no eran las nueve, Nikolas no llevaba ni doce horas en Barcelona y ya buscaban un bar. «Superguay», pensó Nora, y empezó a despedirse mentalmente de cualquier tipo de aspiración mínimamente relacionada con el intelecto para el resto de las vacaciones. Pero al menos había tenido su tiempo a solas con su hermano y estaba contenta, se imaginaba que ahora podía perder un poco el control de la situación.
Y así fue, al menos durante los dos primeros días. Por la noche, con Nikolas a la cabeza pero alegremente secundado por Carlota —y con Nora levemente enfurruñada y a años luz del furor etílico que parecían sentir sus
partners
—, se dedicaron a ir a saludar a todos los amigos que tenían repartidos por todas y cada una de las barras de la ciudad.
Tras tres días de festival Sónar y uno de resaca, Nora decidió cerrar la visita de su hermano con una invitación a cenar solo los dos —cosa que no dejó a Carlota muy contenta— en uno de los restaurantes chulos y caros que le había enseñado Dalmau, el Tragaluz, en un pasaje oculto transversal al paseo de Grácia. Era un domingo y el restaurante estaba tranquilo, había unas cinco mesas ocupadas, pero se sorprendió al descubrir que el propio Dalmau —menuda casualidad ridícula e innecesaria, pensó Nora— estaba con una rubia en una de las mesas.
—¿Pasa algo, Nora? —le preguntó su hermano al notarla un poco inquieta y nerviosa.
—Ese de ahí, el de la mesa junto a la planta. ¡No mires! ¡Cuidado, sé discreto! Ese es el chico del que te hablé, Dalmau —le dijo mirando hacia otra parte.
En un segundo Nikolas estaba de camino a la mesa de Dalmau, lo cual puso a Nora completamente histérica, pero le siguió. Dalmau se puso de pie y los saludó, y Nora tuvo que desmentir a Nikolas, que se presentó como su novio sueco, y aclarar que era su hermano. Dalmau a su vez le presentó a Natascha como «una amiga», y Nora la saludó con la mano, aunque la chica le había acercado la cabeza para darle dos besos.
La situación era rara y Nora la cortó diciendo que debían ocupar su mesa, y rechazando la idea de Natascha, que debía de ser una modelo rusa que no pesaba mas de cuarenta kilos, aunque medía metro ochenta más o menos, de cenar los cuatro juntos.
La cena de despedida de su hermano se vio un poco aguada por la sensación de celos que Nora no conseguía sacudirse de la cabeza. Sabía que no tenía derecho a sentirse así porque, aunque Dalmau lo sugería a veces de manera más o menos velada, ella siempre rechazaba que su relación pasara a algo más serio y formal.
El lunes pasó volando, y entre llevar a Nikolas al aeropuerto y volver a la ciudad para hacer las maletas, cuadrar la organización gatuna —no era fácil conseguir una
babysitter
para cuatro mininos, y para hacer acopio de comida y tierra para diez días tuvieron que pedir prestado un carrito del súper— y superar el típico momento de pánico
made in Nora
de perder el billete de barco y el pasaporte, el momento de salir hacia el puerto llegó antes de lo que esperaban.
Embarcaron sin más problemas y fueron a la borda a ver zarpar el barco, un espectáculo que defraudó un poco a Nora, que esperaba una banda y muchos rollos de papel higiénico, como había visto en las películas. Después dieron una pequeña vuelta de reconocimiento y se prepararon para pasar la noche a bordo. Esta vez Nora no pensaba hacerle ni caso a Carlota, y así se apresuró a hacérselo saber, de la manera más clara posible.
—Antes de que me líes con tus teorías mostrencas sobre las ventajas de no dormir, te anuncio que no tengo ni la más remota intención de llegar a Ibiza muerta de sueño, con resaca ni nada que se le parezca. Quiero que mi primer día de playa sea mágico y maravilloso, así que me voy a estirar en mi butaca lo más cómodamente posible, me voy a tomar una dormidina y voy a intentar descansar al máximo. Y te aconsejo de todo corazón que hagas lo mismo, porque no dormir es malísimo para la piel y además hay estudios que demuestran que…
Carlota se mostró absolutamente de acuerdo y dispuesta a hacer cualquier cosa «con tal de que dejes de soltarme el rollo», le espetó. Así que aceptó la pastilla que le ofrecía su amiga, hizo una almohada bastante sui géneris con el jersey (y un antifaz con una manga de este, lo que le daba un aspecto de superhéroe un tanto friki) y se dispuso a dormir durante las ocho horas de trayecto del ferry. Nora, sorprendida de que, por una vez, la cabezota de su amiga le hubiera hecho caso, se dispuso a hacer lo mismo, aunque antes fue al baño a lavarse los dientes y hacer pis. En el camino se cruzó con varios grupos de jóvenes que se dirigían al bar, con claras intenciones de empezar la fiesta ibicenca incluso antes de llegar a la isla.
Cuando salió del baño, el corazón le dio un vuelco.
A pocos metros delante de ella estaba Matías, ¿era él? ¿La noche anterior se había encontrado a Dalmau y ahora a Matías? Tenía su misma espalda, el mismo pelo, hasta caminaba igual. Más nerviosa que contenta, pero sin intenciones de dejar escapar la ocasión de saludarle, se le acercó por detrás y le dio unos golpecitos en el hombro.
—¡Hola! ¿Qué… qué se supone que haces aquí? Cuando se giró, Nora se dio cuenta de que el chico no era Matías. De hecho era más delgado, más alto y tenía el pelo más oscuro.
—Perdona, yo… Me he confundido… Creía que eras alguien que conozco… —Se giró sin acabar la frase, muerta de vergüenza, y se fue por el pasillo.
Mientras el falso Matías le gritaba algo sobre que le encantaría que se conocieran y contarle con pelos y señales qué estaba haciendo allí, Nora volvía deprisa a su asiento, con las mejillas aún calientes y pensando que esto de creer que veía a Matías le pasaba demasiado a menudo. Le pasaba por la calle, en el cine y hasta en los rodajes. También soñaba con que le veía, e incluso en sueños no era él, algo que, una vez despierta le generaba muchísima frustración.
Seguramente llamarle por teléfono y quedar con él habría sido suficiente para rebajar un poco esa tensión que le hacía ver argentinos por todas partes, pero había dos motivos por los que no lo había hecho. Uno, porque Nora era cabezona como ella sola, y con Matías había decidido hacerse de rogar hasta para ir al cine (en el fondo, él se lo había ganado). Y dos, porque Matías llevaba tres meses en Argentina después de conseguir el que posiblemente fuera el trabajo de sus sueños (y el de cualquiera con su profesión): encargarse de la dirección de fotografía de la película de Juan José Campanella, el director que había puesto a Argentina en el punto de mira de la industria gracias al éxito de El hijo de la novia.
Cuando la llamó para despedirse de ella con una de sus típicas citas de café, cine y cena (parecía un hombre de costumbres hasta para eso, pensaba Nora, un pelín desquiciada como siempre que estaba con él), se le veía, dentro de su imperturbabilidad habitual, bastante emocionado.
El hecho de que un compatriota se hubiera fijado en él y le hubiera ido a buscar «a la otra punta del mundo», como le repitió varias veces, le hacía recuperar la fe en el cine y —aunque eso no lo dijo— Nora pensó que también, de alguna manera, en una carrera profesional que tenía bastante parada y que, intuía, no iba exactamente por donde él quería. Además, como le hizo notar Nora con retintín, iba a participar en el «cine de las grandes historias, ese que tanto te gusta, ya sabes, el cine con mayúsculas y esas cosas».
Matías sonrió y decidió obviar la ironía. Estaba tan contento que era difícil cortarle el rollo, pensó Nora. En ese momento era, de alguna manera, invencible.
Mientras tomaban una interminable copa de
arak
con hielo —antes de despedirse con el típico beso en la mejilla que siempre duraba más de lo necesario y menos de lo que a ella (y seguramente también a él) le gustaría—, Matías le preguntó por primera vez, sin mirarla a los ojos y sin darle importancia, como el que no quiere la cosa, por su relación con Xavi. A Nora casi se le paró el corazón del susto.
Primero, porque no creía que esa «relación» existiera como tal, y segundo, porque no sabía cómo Matías había podido saber de ella. Durante los últimos meses Xavi se había mostrado algo insistente con hacer su relación más pública, mientras Nora, que no lo tenía nada claro, se esforzaba precisamente por lo contrario.
—Si por relación te refieres a que nos vemos de vez en cuando para cenar o salir o lo que sea, que no es mucho más, pues… no sé, va bien, supongo —respondió intentando parecer todo lo fría que podía, pero temblando como un flan por dentro—. Si te refieres a cualquier otra cosa… pues no hay ninguna otra cosa, así que…