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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

La canción de Nora (5 page)

BOOK: La canción de Nora
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El caso es que empezaba a tener un círculo de amigos relacionado con el cine con el que se sentía mucho más a gusto de lo que nunca se había sentido con sus antiguos compañeros de escuela. Su visión del séptimo arte era mucho más amplia y menos sectaria: algunos eran fanáticos del género fantástico y de terror, otros tiraban más hacia el documental y, sí, también había quien quería dedicarse al cine de arte y ensayo, pero no creían —gracias al cielo— que fuera necesario exterminar a los que no veían el cine con sus mismos ojos ni tenían pretensiones intelectuales tan elevadas.

Aunque todavía le quedaba mucho por hacer, también estaba dándole vueltas a su primer cortometraje para la escuela del cine. Estaba en esa fase de unir ideas, descartar algunas, tener epifanías, pensar genialidades que al día siguiente le parecían una basura —vale, eso le pasaba especialmente cuando estaba borracha— y demás pormenores de cualquier proceso creativo. Como todos los que empiezan, Nora era consciente de que, cuando finalmente se decidiera a rodar el corto, tendría que ocuparse ella misma del guion, del vestuario, de la producción, de la cámara y hasta del
catering
. Contaría con la ayuda de algunos de sus amigos de la Escuela de Cine de Cataluña —colaborar con ellos era como plantar semillas en el jardín de su propio corto, cuando lodo el mundo «te debe una», todo es más sencillo— y el ínfimo presupuesto que pudiera sacar de sus ahorros. No había ayudas ni subvenciones para los directores noveles, especialmente si, para colmo, además de ser extranjeros no habían estudiado en una escuela española. A pesar de todos esos «peros», que no eran pocos, Nora tenía claro que su corto sería una realidad, más pronto que tarde.

También había hecho nuevos amigos —aunque Henrik y Carlota eran lo más parecido a su familia— y varios amantes, aunque con ninguno de ellos había ido más allá de unos cuantos encuentros fortuitos. Tom, un chico cubano —estudiante de la famosa escuela de cine de San Antonio de Baños—, amigo de un amigo de una amiga al que conoció cuando acabó de rebote en una fiesta en su casa, con el que estuvo bebiendo y hablando de cine en un sofá rodeado de latas de cerveza vacías. La conversación fue mucho más apasionante que el sexo, y cuando volvieron a verse, se saludaron como viejos amigos y poco más. Marina, una barcelonesa en busca de su primera aventura lésbica con la que se besó y magreó apasionadamente durante toda una noche, aunque a la hora de la verdad a las dos les dio corte pasar a mayores y se fueron cada una a su casa, intercambiando unos números de teléfono que, como era de prever, nunca usaron. Un camarero madrileño que había venido a ver a un amigo. Un irlandés de Erasmus. Nombres que se graban en la agenda, pero desaparecen de la memoria casi a la vez que su olor de las sábanas. Conatos de amor divertidos, un ratito de gloria y un par de morados apasionados (en el mejor de los casos), pero todo de usar y tirar.

Su relación con Carlota había perdido algo de intensidad, se había normalizado como le puede pasar a una pareja que, tras años de vivir un amor a distancia, finalmente se deciden a casarse o convivir. Estaban bien juntas, se compenetraban a la perfección, pero la rutina —una rutina relativa, pero rutina al fin y al cabo— se había instalado en su vida conjunta, para bien y para mal.

Un gato saltó encima de Nora —creyendo que el revuelo de ropa que estaba generando durante la búsqueda de los zapatos era un Disneyland gatuno—, dándole un susto de muerte. A la vez oyó cómo se cerraba la puerta de casa, y la voz de Carlota preguntando si había alguien.

—¡Sí, estoy aquí, ven! ¡Estoy en mi habitación, buscando unos zapatos!

—Pobre Nora —se mofó su amiga, asomando la cabeza por la puerta y sabiendo que lo que vería le iba a horrorizar—. ¿Has cogido el pico y la pala? ¿La linterna de espeleología? ¿Has hecho el cursillo de identificación de fósiles? ¡Si encuentras petróleo avisa, que podemos forrarnos! —Se tiró en su cama revuelta, donde dormitaba Mazinger y se puso a acariciar a la gata, que empezó a ronronear al instante, encantada con los mimos.

—Tienes cara de cansada, ¿dónde te metiste ayer? —preguntó Nora desde dentro del armario, pensando que si no le daba bola, su amiga cambiaría de tema ella solita.

—Aquí y allí. Con un amigo. Además, ¿a ti qué te importa, chafardera, que eres una chafardera?

Como siempre, Carlota evitaba las respuestas concretas cuando estas tenían que ver con sus relaciones sentimentales/sexuales.

—Un amigo, un amigo. ¿Sabes qué creo? Creo que tienes novio. Creo que tienes novio y que os vais a casar y llevarás traje de princesa y seréis felices y comeréis perdices.

Carlota resopló mientras se quitaba las botas.

—Lo que tú digas, loca. Bufff, qué calor hace, tendré que ir sacando ya el calzado de verano. —Carlota se refería a las viejas Converse, siempre a punto de desintegrarse, que solía llevar entre junio y septiembre, cuando ni ella podía soportar la tortura de ir por la ciudad con unas Martens que se fundían en el asfalto—. Oye, zorra, qué guapa estás, ¿por qué te has arreglado tanto a estas horas? ¿Te han llamado de urgencia de tu servicio de
escorts
de lujo? ¿Tienes un jeque multimillonario saudí al que satisfacer? ¡Cuéntame, cuéntame!

Por una vez, la que recibió el golpe del cojín volador en todo el cogote fue Carlota.

—Y después dirás que yo pregunto demasiado. Pues no, tonta. Hoy es la fiesta. La fiesta de…

Carlota la interrumpió.

—Ohhh, claro, no me acordaba. La fiesta. La fiesta. Laaaaa fieeeeestaaa, donde conoceré a mi príncipe azul que yooo soñéee… —canturreó su amiga bailando el vals de
La cenicienta
por la habitación con un gato (claramente indignado por la iniciativa) como pareja.

—Sé que me voy a arrepentir mucho de esto, pero ¿quieres venir? Henrik me dijo que podía llevar a alguien y… bueno, si te apetece…

—No, gracias. Es tu día y es tu fiesta. Pero tengo algo para ti…

Salió de la habitación con sus movimientos de felino y volvió con una bolsa de Zara.

—Toma, es tuyo. Lo he visto y he pensado que quedaría genial con ese pelo de bruja y ese pandero de brasileña que tienes.

Nora abrió la bolsa y dentro, envuelto en un papel de seda negro, había un vestido también negro, con escote palabra de honor y una falda de vuelo que llegaba cuatro dedos por encima de la rodilla. El cuerpo era negro y de una tela lisa, pero la parte de la falda era de una blonda delicadísima y preciosa.

—Carlota… es… es precioso, ¡gracias, gracias, gracias! —Y se tiró encima de su amiga para abrazarla fuertemente. Carlota, poco amiga del contacto físico, se quedó tiesa como un palo.

—¡Vale, vale! Ya lo pillo, te ha gustado. Con un gracias habría sido suficiente…

—Tía, ¿cómo eres así de rancia? ¡Al menos déjame darte un beso! Es de bien nacido ser agradecido…

—Bueno, ya estamos con los refranes —dijo mientras se intentaba zafar del beso con el que Nora la había amenazado, y que ahora trataba de darle, provocando una cómica persecución estilo Benny Hill que dio un par de vueltas al piso entero.

Después del
show
, y de que Carlota le diera un par de consejos más (relacionados con la elección de la ropa interior y con llevarse unos zapatos planos para cuando los tacones la estuvieran matando), aún riéndose y con las mejillas sonrosadas por el ejercicio —«Parece que acabo de follar», se dijo a sí misma cuando se vio en el espejo, sintiéndose muy guapa y guiñándose un ojo—, se dispuso a probarse el vestido. Le quedaba como hecho a medida, se ajustaba a la perfección a su pecho generoso —«Tal vez un poco demasiado», pensó mientras hacía el típico gesto conocido como «colocarse las tetas», que consiste en coger un pecho con cada mano y ponerlo de manera que más o menos el treinta y cinco por ciento de él asome por encima del escote, mientras te aseguras de que los pezones están situados perfectamente en paralelo y formando un ángulo ligeramente por encima de los noventa grados—.

«Perfectos», pensó, satisfecha.

El paso siguiente, el maquillaje, no era su fuerte, pero esta vez pensaba esmerarse, aunque a la mañana siguiente necesitara un escoplo y un martillo para quitárselo. Después de un cuarto de hora experimentando con el delineador consiguió hacerse una perfecta raya con rabito, como la que llevaba Aya Gardner en las películas que le gustaban a su abuela. Se aplicó unas trescientas capas de rímel que hicieron que sus pestañas parecieran algún tipo extraño de insecto con vida propia, y terminó con el
lipstick
de las grandes ocasiones: un rojo de Chanel que tenía un nombre lleno de promesas: La Sensuelle.

Completó el
outfit
con sus únicos tacones (negros, sobrios, el típico salón perfecto para cualquier ocasión) y aprovechó la noche primaveral para no ponerse medias y llevar las piernas al aire. No se puso perfume, creyendo que un no-olor —o, como mucho, su propio olor— destacaría en medio de todos los pesados aromas que la rodearían. «Destacar por defecto mientras los demás lo hacen por exceso, no es mal plan», pensó mientras buscaba su cazadora vaquera, bastante gastada y con un aire
grunge
que le quitaría algo de seriedad al vestido. Un bolso tipo maletín de médico, un par de pellizcos en las mejillas —una técnica que le enseñó su abuela de pequeña y que todavía utilizaba prácticamente a diario— y, despidiéndose de Carlota (que estaba tirada en el sofá compartiendo un bocadillo de queso con Thor y viendo la MTV), salió a la calle.

Eran poco más de las ocho y aún era pleno día. Nora pensó que todavía era muy pronto para ir a la fiesta, y aprovechó para tomarse una cerveza —aún era temprano para el vodka con Red Bull— en su local favorito del barrio, a pocos metros de casa, donde la música era maravillosa y ya conocía a todos los camareros…

Sonaba Blonde Redhead y en seguida supo que era Albert quien estaba tras la barra. La elección musical no dejaba lugar a dudas. Se saludaron con dos besos y Albert le dedicó un par de piropos. De repente a Nora ya no le pareció tan pronto, y de hecho un vodka con Red Bull era exactamente lo que le apetecía, así que pidió uno.

Tres cuartos de hora de charla (y tres copas, cuando estaba nerviosa era capaz de beber muy deprisa) después, ya bastante chispa, fue a buscar el taxi que la llevaría directa al triunfo. Se hizo un montón de promesas sobre no beber más —«al menos hasta dentro de un par de horas»—, ensayó sonrisas y morritos en el retrovisor, practicó respuestas geniales a conversaciones que aún no existían, subió sus contadores de amor propio hasta la estratosfera y se dijo una, cien, mil veces que ella valía y que ese era el momento de empezar a demostrarlo.

En la puerta del Otto Zutz había el doble de seguratas de lo habitual, y además los de esa noche parecían el doble de grandes. No tuvieron que abrirle la puerta del Mercedes, como hacían con los demás invitados, porque Nora prefirió bajar una esquina antes y andar unos metros para que le diera el aire.

Solo quedaba superar el temible momento, el ritual de «hola, estoy en la lista, mi nombre es Nora Bergman», que siempre podía acabar con un «no, no estás, por favor apártate y deja pasar» que lo mandara todo a la mierda.

No fue el caso, y medio minuto después Nora estaba dentro con una copa de champán. No quería beber más, pero un camarero vestido de frac se la había puesto en la mano, y le dio un largo sorbo casi de manera inconsciente.

De entrada, la media de edad de los asistentes al evento estaba bastante por encima de la de Nora. Solo había algunos grupos de chicas jóvenes y escandalosamente guapas que se reían sin parar. «Las típicas modelos invitadas por la sala para hacer bulto», pensó Nora, que conocía perfectamente las estrategias de los empresarios nocturnos. El resto, hombres de mediana edad trajeados con un aspecto más o menos gris, algunas mujeres también bastante grises colgadas de sus brazos, un par de caras famosas con sus correspondientes séquitos. La música, ya a toda pastilla, a pesar de ser poco más de las nueve y media de la noche, era uno de esos popurrís de los ochenta que les había dado por reivindicar a los DJ, siempre mezclados con grandes éxitos de la música
house
de ayer y antes de ayer. Por primera vez sus expectativas sobre la noche disminuían, y su felicidad estaba a punto de desinflarse.

«A ver, Nora, solo llevas aquí un cuarto de hora, que no te dé el bajón todavía, ¡ánimo!», se dijo a sí misma, en un intento de autocoaching que raras veces le funcionaba.

Decidida a levantar aquello como fuera, buscó la barra en la que trabajaba su adorado Henrik. Cuando le vio, prácticamente se subió encima del mostrador para abrazarle con fuerza, dejando una agradable vista de su trasero a un joven trajeado que estaba apoyado en la barra a menos de un metro de ella, dando vueltas a un whisky con hielo en vaso
old fashioned
y fumando. Un breve saludo, dejar la chaqueta y el bolso al cuidado de su amigo, un chupito —la peregrina intención de no beber de Nora ya no era más que un recuerdo— y se quedó apoyada en la barra, esperando a que su amigo atendiera a una horda de Modelos Rientes Sin Cerebro y Hombres Grises.

—¿Te puedo invitar a una copa?

El tintineador de whisky de la barra se dirigió a Nora, con un amago de sonrisa.

—Mi amigo es el camarero, puede invitarme a todas las copas que quiera. Tendrás que mejorar la oferta —respondió sorprendida de su propia capacidad de vacile.

—Lo intentaré, no lo dudes. Me llamo Xavier, ¿y tú? —dijo tendiéndole la mano.

—Nora, Nora Bergman —contestó con un fuerte apretón de manos.

Él se rio con ganas.

—Es un buen nombre artístico, no sé dónde lo habré oído antes.

—Oh, qué gracioso eres —replicó Nora, ahora ya ofendida y con ganas de faltar—. Es mi nombre de verdad, mi madre es sueca y en Suecia, por si no lo sabes, podemos poner antes los apellidos de nuestras madres. Cosas de las sociedades evolucionadas, no espero que lo entiendas. ¿Te pido otra o qué?

Él asintió con la cabeza, absolutamente inmune a las borderías de la pelirroja, que volvió con una copa para cada uno.

—Lo de invitar a la primera copa también debe de ser cosa del primer mundo, pero gracias igualmente. Ahora estoy en deuda contigo, ¿qué quieres que haga por ti? Supongo que eres actriz, porque tienes un cuerpo demasiado bonito para ser uno de esos insectos palo a los que llaman modelos. Y también tienes pinta de ser pelirroja natural, por cierto…

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