Unas semanas más tarde, Rufus puede oír todo sobre la declaración en el cementerio de Swan Point. Se los imagina en el pabellón donde Poe lee
Ulalume
para ella (en el tono bajo e insistente que le es característico y que en un tiempo hacía que los hombres y las mujeres se desmayasen), y ella le aprieta la mano.
Paseo por el cementerio. Sol fuerte de septiembre. Caminan sobre un prado y se detienen y quedan de pie, quietos, esta pareja pálida con las caras vueltas hacia el sol.
Así los ve Rufus:
Están en el prado. Las manos asidas.
El señor Poe y la señora Whitman.
(Odioso «y».)
Al lado de una tumba sin nombre.
Ahí se detienen.
Tan malditamente típico en todos los enamorados. Al parecer todos han de pararse al lado de una tumba sin nombre y confesarse su amor. Poe apoya la mano en la cintura de ella. La besa, pero sin ningún deseo físico; eso Rufus lo sabe, porque Poe está sólo interesado en mujeres que puedan cuidarlo. Están así durante unos segundos con los labios pegados al del otro bajo el sol de septiembre.
El señor Poe y la señora Whitman.
Y.
Odioso «y».
Entonces Poe le cuenta cosas de Virginia, de Sissy. Eran sólo hermano y hermana, dice —nada más—, nada más que tristes hermanos… Y la vieja historia de Jane Stanard, que le hizo entender la «capacidad de amor» que hay en una mujer. Y entonces le promete a la señora Whitman su «amor espiritual» y promete ayudarla y promete no beber más y le dice que no debe escuchar lo que otros dicen de él, porque él es una buena persona.
—¿Te casarías conmigo —la besa en la oreja—, querida Helen Whitman?
Cuando Rufus se imagina el beso entre ellos, se siente enfermo. Se arrastra. Se apoya en una vasija y vomita. Lo que sale de él sabe a ostras en mal estado. Vomita de nuevo y cierra los ojos y se retuerce.
Rufus ve todo esto, todas «las escenas» en Providence, con toda claridad. Y cuanto más las ve, más desea no haber conocido nunca a Helen Whitman. No haber conocido nunca a Poe. No haber ido nunca a la reunión con el escritor en el hotel Jones y no haber escuchado jamás sus palabras sobre la belleza. No haber empezado nunca a escucharlo, toda su cháchara amoral, sobre «endiosamiento», odio de Dios, desprecio por todo aquello sobre lo que Rufus construyó su vida. Desea que nunca hubiese empezado a hablar con Poe y que nunca hubiese sido absorvido por el campo gravitacional que rodea al escritor y que jamás hubiese comenzado a leer sus terribles versos. No quiere saber más del amor entre Poe y Helen Whitman. Pero es demasiado tarde. Rufus se imagina todo lo que sucede entre ellos. Ahora es demasiado tarde como para cambiar algo. Ya están «dentro de él». ¡Los ve con tanta claridad! Sus labios se mueven, ¿de qué hablan? ¿Por qué se ríen? ¿Hablan acaso de él?
Rufus está inmóvil junto a la ventana y mira abajo, hacia la calle. Oye pasos en la noche, cada vez más fuertes, lo pisotean.
Cuando recibe la carta de Helen Whitman acerca de la declaración de Poe, ya ha escrito la respuesta. La envía sin dilación y comienza a hacer las maletas para su estancia en Providence.
De camino hacia la estación de trenes, ya sabe lo que él va a decirle. Le hará reconsiderar y decir que no.
Es así como lo imaginó.
Bebiendo el té de hierbas de su madre, se inclinará sobre la mesa y dirá exactamente lo mismo que dijo en su última visita. Y agregará:
—Señora Whitman, Poe posee una enorme capacidad intelectual, pero ningún sentido de la moral ni principios. Esto no va a terminar bien si usted persiste.
Es suficiente.
Eso cambia todo.
Después de eso, Helen no volverá a pensar en casarse con él.
Cuando Rufus camina hacia el tren, sufre un vahído, y mientras sube a su vagón, lo asalta la sensación de que Poe está también allí y que el escritor lo sigue con la mirada. Mira en torno suyo.
—¿Poe?
Frente a él está sentado un hombre de edad. Sus ojos ciegos se mueven de un lado a otro, confundidos. El hombre susurra:
—¿Perdón? ¿Me habla usted a mí? ¿Hay alguien aquí? ¿Está usted ahí?
Rufus no contesta, se queda quieto sin mover un músculo y sigue con la mirada un carromato viejo que avanza en paralelo al tren por un melancólico camino rural.
Poe
Providence-Richmond
P
ara convencer a Helen Whitman de que se case con él, se ha tragado una cantidad ignota de humillaciones por parte de sus educados amigos y sus fantásticamente correctos conocidos; además, ha firmado una pila de documentos en los que al cabo de una vida de pobreza extrema renuncia a todo derecho sobre la propiedad de la familia, dinero y otros valores. Por otro lado, ha jurado ante la madre de Helen y el señor Peabody —un amigo de la familia— que en el futuro llevará una vida ascética. Pronunciando las promesas, forzó sus facciones a adoptar una expresión aburrida, muy puritana y trascendental y tuvo que buscar enseguida refuerzos en el bien escondido oporto de la casa, tan agotado estaba.
Su mirada es insoportable. Lo miran y leen un catálogo de defectos en su frente. A sus ojos es un simple estafador.
Se arrojará a sus pies y pedirá perdón.
«Por favor…, nobles amigos. No crean nada malo de su humilde Poe. Soy una persona débil —lo sé—, pero no soy malo. Tengo pensamientos bajos, sí, soy el primero en aceptarlo, en mi cabeza desorganizada giran impulsos reprochables. Bebo demasiado y pienso demasiado y siento demasiado; pero, queridos y decentes amigos, no soy una persona sin sensibilidad moral, lejos de ello; no soy un sapo frío, mi corazón es bastante débil, no sé, no lo he visto con mis propios ojos, pero, amigos, yo sé, yo sé que ustedes tienen razón. Admito que soy un patán desagradable. Ustedes han dicho que ésa es la única forma en que pueden aceptarme: que admita ser un patán. Entonces, y sólo entonces, me aceptarán y aceptarán mi propuesta de matrimonio. Si digo que soy un maleante…, sí, sí, soy un estafador, un mentiroso. ¿Soy suficientemente bueno para ustedes ahora? ¿Estoy dentro del grupo? ¿Uno de ustedes? ¿Soy más aceptable, más como ustedes?»
Malditos.
Él no es un globo de aire.
No es un criptograma.
Está enamorado.
¿No lo ven?
Necesita que lo acepten. Pero antes de eso, debe suicidarse y jurar que no pensará nunca más como Edgar Allan Poe.
No hay nada que pueda hacer.
Debe tolerar la «mirada inquisidora» del señor Peabody, sus preguntas amistosas acerca de cuánto come, sus funciones digestivas, sus deposiciones, blandas o duras, ¿consume fruta? ¿Cuánto bebe? Realmente, tres lavamanos de vino; por otro lado, ¿bebe horchata? ¿Cuánto duerme de noche, cinco, seis o nueve horas? ¿Cuánto ama a Helen Whitman? (Una apreciación exacta en milímetros, por favor).
Al final no sabe por quién debe hacerse pasar. Cada pregunta le quita un poco de la alegría de amar. Quiere emborracharse hasta embrutecer y dejar de comer y dejar de respirar y no amar a nadie nunca más. ¿Cómo puede amar bajo la luz inquisidora de esta gente? Sus preguntas lo convierten en un pequeño monstruo nervioso.
El corazón se hiela.
Todavía puede susurrar algunas palabras tiernas, solitarias, a Helen.
Pero el tono se debilita.
Si ella no se decide pronto, se quedará sin voz.
Ni amor ni lengua.
Finalmente ella se decide.
—Sí —dice.
—¿Es cierto?
—Sí.
—¿Sin condiciones? ¿Sin vencimientos o cláusulas, sin las cláusulas de anulación de los analfabetos que tu madre nombró como sus abogados?
—Querido. No lo sé. Yo sólo dije sí.
—¿Sólo eso?
—Sí.
—Estoy tan feliz, es sólo eso, ya me entiendes. Olvídate de mis parloteos, es la felicidad la que habla.
Ella aprieta su mano.
Se casarán en Año Nuevo.
Por fin será feliz.
Le susurra a Helen Whitman: «Por fin, amor mío».
Entonces le escribe a Muddy y le explica que pronto estará de regreso en Fordham con su nueva esposa.
Se imprime un aviso en los periódicos, en New London, Lowell y Nueva York.
Edgar A. Poe, Esq., el famoso poeta y crítico, conducirá próximamente al altar a la señora Sarah Helen Whitman, de Providence, una conocida y popular autora.
¡Felicidades!
El
Richmond Examiner
desea a la futura pareja «un hogar habitado por bebés orondos».
—Sí.
—¡Sí!
Helen Whitman promete que lo ama. Él promete que la ama.
—Sólo di la frase —pide él.
—¿Qué? ¿Qué debo decir?
—Di que me amas.
—Te amo, señor Poe.
—Dilo de nuevo. Es tan delicioso escucharte decirlo.
—Señor Poe, te amo.
Pero cuando llega a Providence para buscarla, se encuentra con las cortinas cerradas. Está de pie en el jardín de la casa de Benefit Street y mira las cortinas que cubren todas las ventanas. Nadie se acerca a la puerta cuando él golpea. El silencio se cuela en su maltratado corazón. ¿Se esconde ella en la casa? ¿Se ha ido? Grita, pero nadie le contesta.
—¿Señora Whitman?
No oye ni siquiera un mínimo «sí».
Mientras trata de trepar al balcón, nota que las cortinas se mofan de él. ¿Se convertirá en un asaltante de casas?
Se rinde. Tratan de convertirlo en un patán, la gente de Providence, pero él no tiene energías para eso, por desgracia es una persona honesta…, perdón…, perdón… Se sienta en las escaleras y murmura para sí palabras de consuelo.
«Tranquilo, pronto llegará tu amor, tal como estaba previsto».
Un chiquillo se acerca hasta el portón y grita su nombre.
—¿Señor Poe?
Se levanta de las escaleras y se acerca al muchachito y toma la carta que éste le alcanza.
—Es de la señora Whitman —dice el muchacho en voz alta y clara.
Él lee la carta y decide dar un paseo. Es un día perfecto para pasear. Se detiene junto a la iglesia y mira el cielo invernal, los tristes colores: amarillos en el horizonte, rojo vacilante y lila. Tiene los dedos fríos y comienza a golpear las manos entre sí mientras mira al cielo. Precioso día, pero muy frío.
Cuando regresa a la casa, se encuentra de nuevo ante las cortinas. No le gustan. Lo miran con ojos entrecerrados, lo desprecian.
La boda se ha aplazado.
Helen Whitman ya no quiere casarse con él. Cualquier otra relación queda descartada. No lo quiere ver, no le quiere hablar.
Nadie le dice qué es lo que le ha hecho cambiar de opinión. Es un secreto bien guardado. Todos los nobles villanos que la rodean guardan silencio, ninguno le dice una palabra. Por lo visto es insuficiente para los malditos tipejos. Lo único que logra saber es que la señora Whitman obtuvo información de «una autoridad que no se puede cuestionar». ¿Ah, sí? ¡Felicidades!
En el tren que lo lleva a Nueva York está tan cansado que se duerme en el asiento. Sueña que es un niño. Está sentado debajo de una mesa y se esconde de John Allan. Edgar estira el mantel hasta el suelo para que su padre adoptivo no lo encuentre. Cuando oye sus pasos sobre el suelo, se da cuenta de que John Allan lo encontrará, y gatea rápido bajo la mesa y sale disparado hacia el jardín. En una cesta que está allí en el suelo frente a él hay una docena de madres pequeñas, no más grandes que muñecas. Cuando se inclina sobre la cesta, ve que están vivas. Hablan con voz de pito y dicen cosas que él no entiende. Se agitan, mueven los pies y bracean. Una tras otra coge a las pequeñas y las sofoca, les aprieta con fuerza la garganta hasta que dejan de sacudirse. «Así —murmura—, ahora estás muerta», y entonces recuesta a la madres en una pila con las muertas, y coge otra y comienza a asfixiarla. Cava un agujero en el suelo para enterrar a todas juntas y las cubre de tierra. Entonces le llega la voz de John Allan: «¡Es aquí donde estás, pequeño rapaz!».
Avergonzado, mira a su padre adoptivo.
Entonces se despierta.
El tren está en la estación y él está solo en el coche. Un periódico yace sobre el asiento que está frente a él, lo recoge y se lo queda. La ciudad es oscura entre las farolas de gas. Camina lentamente por las calles, pero aun así se fatiga al cabo de sólo unos cientos de metros. Se sienta a descansar bajo una farola. Hojea el periódico a la luz de la lámpara. Ahí dice que encontraron en Brooklyn el torso sin cabeza de una mujer. Sigue leyendo. Una mujer —una mujerzuela de la calle— fue hallada emparedada en una chimenea falsa. Parece que la Policía descubrió un gato en la chimenea, junto a ella. Arruga el periódico y lo arroja bien lejos. ¡Ah! Mientras continúa, piensa en que no debería leer más periódicos. El mundo está volviéndose loco y él no tiene estómago para eso.
Yace en la cama, exhausto, mientras Muddy trata de consolarlo.
De noche se escurre de la cama y sale a la terraza y se queda de pie escuchando el rumor del espacio como si fuese de nuevo un niño. Si cierra los ojos, lo reconoce; el cuerpo está a punto de transformarse en una enorme oreja, desde un lugar muy lejano escucha el ruido de las pequeñas madres infernales en la cesta.
—Dilo tal como es.
Edgar, dice una voz a su lado en la terraza. Él se vuelve y distingue una forma femenina en el rincón oscuro más alejado de la ventana.
—¿Tía Muddy?
La mujer avanza hacia la lámpara y la luz cae sobre el rostro de Eliza Poe.
—¿Qué quieres de mí? —dice él, cortante.
Bajo la lámpara la ve desde arriba: su madre es una cabeza más baja que él. Lleva un abrigo marrón con un cuello de visón claro que la hace parecer… rica. Él no ha visto nunca antes ese abrigo, ¿es un disfraz, se pregunta, del teatro en Richmond? La madre tiene sólo veinticuatro años, y podría ser su hermana menor. Los ojos son en verdad extraordinariamente grandes, piensa él, sonríe, tan… radiante, bella…, inocente.
—Vine para entregarte esto —dice ella, y le acerca un objeto brillante.
Edgar baja la vista hacia sus manos.
—Era de tu padre —le dice—. ¿Ves?, su nombre está grabado en el frontal.
Él coge la petaca. Cuando la sacude, oye que contiene algo. Ella inclina la cabeza hacia la petaca, como afirmando.
—A tu padre, David, le gustaba el whisky. Bebía de todo, pero el whisky era lo que más le gustaba.
—¿David?
Los ojos se le llenan de lágrimas.
—¿No estás contento?
—Sí, sí —contesta él—. Estoy contento de verte.