Estaba condenado.
Echaba chispas por dentro, enfurecido con los fremen por haber atentado contra él en aquel preciso momento, cuando no podía ocultar el acontecimiento. Le pillarían con las manos en la masa, sin defensa ni excusa.
Y el emperador se lo haría pagar muy caro.
¿Por qué nos ha de parecer raro o difícil creer que las alteraciones sufridas en el pináculo del poder se transmiten a los niveles más inferiores de la sociedad? Es imposible disimular el ansia cínica y brutal de poder.
C
AMMAR
P
ILRU
, embajador ixiano en el exilio, Discurso ante el Landsraad
En Ix, pese a que sus fuerzas se habían visto reducidas a más de la mitad, los Sardaukar continuaban luchando. Indiferentes al dolor o a las heridas, los soldados imperiales, enloquecidos por la droga, no mostraban el menor temor por sus vidas.
Uno de los Sardaukar arrastró al suelo a un joven soldado Atreides, introdujo una mano enguantada en su escudo y desactivó los controles. Después, al igual que un lobo D, desnudó sus dientes y le desgarró la garganta.
Duncan Idaho no entendía por qué el cuerpo de élite del emperador luchaba con tal ferocidad para defender a los tleilaxu. Era evidente que el joven comandante Cando Garon jamás se rendiría, ni aunque fuera el último hombre vivo sobre una montaña de camaradas muertos.
Duncan cambió de estrategia y se concentró en el objetivo de su misión. Mientras los proyectiles estallaban a su alrededor como chispas de una hoguera, levantó una mano y gritó en el código de batalla Atreides:
—¡Al Gran Palacio!
Los hombres del duque se deshicieron de los enfebrecidos Sardaukar y formaron una falange, con Duncan a la cabeza. Blandía la espada del viejo duque y abatía a cualquier enemigo que se pusiera a su alcance.
Corrieron por los túneles del techo hacia los edificios de la administración. Un solitario y desafiante soldado Sardaukar, con el uniforme roto y ensangrentado, se erguía en mitad de un puente que conectaba los extremos de la gruta. Cuando vio que los hombres de Duncan cargaban contra él, apoyó una granada contra su pecho y la detonó, volando el puente. Su cuerpo cayó al abismo, entre una lluvia de fuego y escombros.
Duncan, consternado, indicó a sus hombres con un ademán que retrocedieran, mientras buscaba otra ruta hacia la pirámide invertida del palacio ixiano.
¿Cómo podemos luchar contra hombres como estos?
Mientras intentaba localizar otro camino aéreo, vio que una barcaza de transporte se estrellaba contra un balcón del Gran Palacio, sin duda conducida por un loco. Los rebeldes saltaron de la plataforma y entraron en el edificio, lanzando gritos desafiantes.
Duncan guió a sus hombres por un segundo puente, y se internaron por fin en los niveles superiores del Gran Palacio. Burócratas y científicos tleilaxu huían en busca de algún refugio, al tiempo que gimoteaban y suplicaban piedad en galach imperial. Algunos soldados Atreides dispararon a placer sobre los fugitivos indefensos, pero Duncan ordenó a sus hombres que se reagruparan.
—No malgastéis vuestras fuerzas. Ya nos desharemos de la basura más tarde.
Atravesaron una serie de estancias espartanas, en otro tiempo grandiosas.
Soldados Atreides habían penetrado en los niveles de la corteza terrestre, y algunos habían bajado en ascensores hasta el suelo, donde se sucedían los combates. Gritos y aullidos resonaban en la caverna, y se mezclaban con el hedor repulsivo de la muerte.
El escuadrón de Duncan llegó a la cámara de recepciones principal y avanzó sobre un suelo a cuadros blancos y negros. Allí se toparon con un sorprendente enfrentamiento entre los pasajeros de la barcaza y furiosos guardias Sardaukar.
En el centro de la refriega, vio la inconfundible forma cyborg de Rhombur, al lado del trovador Gurney Halleck. El estilo de lucha de Gurney carecía de elegancia, pero sin duda poseía una destreza instintiva en el manejo de las armas.
Cuando los hombres de Duncan se lanzaron al ataque, gritando los nombres del duque Leto y el príncipe Rhombur, la batalla desesperada se tornó en su favor. Los suboides y los ciudadanos de Ix se batieron con renovada energía.
Un pasadizo lateral se abrió de repente, y Sardaukar cubiertos de sangre aparecieron, gritando y disparando. Tenían el cabello desordenado y el rostro manchado de escarlata, pero su avance era imparable. El comandante Cando Garon lideraba el ataque suicida.
Garon vio al príncipe cyborg y se abalanzó sobre él, ciego de furia. El comandante blandía en cada mano una espada afilada, manchadas ambas de sangre.
Duncan reconoció al hijo del Supremo Bashar imperial, vio la muerte en sus ojos y se precipitó hacia él. Muchos años atrás, no había logrado detener el ataque del enloquecido toro salusano que había matado al viejo duque Paulus, y había jurado que nunca más volvería a fracasar.
Rhombur se hallaba de pie junto a la barcaza destrozada, al frente de los rebeldes, y no vio que Garon corría hacia él. Los resistentes se abrían paso sobre los escombros y recogían las armas de los Sardaukar caídos. Detrás de Rhombur, la pared del Gran Palacio destrozada era un hueco bostezante que dominaba la ciudad subterránea.
Duncan se precipitó sobre Garon a toda velocidad y le alcanzó en el costado. Los escudos corporales colisionaron con estrépito, y Duncan salió lanzado hacia atrás.
Pero el impacto también desvió a Garon, que se tambaleó hacia el hueco de la pared, al tiempo que resbalaba sobre los escombros. El comandante Sardaukar vio la oportunidad de matar a más enemigos, y empujó a tres rebeldes ixianos que se encontraban demasiado cerca del borde del balcón destrozado. Extendió sus fuertes brazos y arrojó a sus víctimas al precipicio.
Garon también cayó por el borde, pero logró agarrarse a una viga partida que se proyectaba sobre el abismo. Colgó en el vacío, con un rictus de ferocidad en la cara. Los tendones de su cuello se destacaban como cables a punto de partirse. Se sujetaba con una mano, como desafiando la ley de la gravedad.
Al reconocer al líder de los Sardaukar, Rhombur corrió hacia el borde con sus piernas cyborg. Se agachó y extendió su brazo mecánico, agarrado a la pared rota para no perder el equilibrio. Garon se limitó a emitir una carcajada burlona.
—¡Cógete! —dijo Rhombur—. Yo te salvaré, y después ordenarás a tus tropas que se rindan. Ix es mío.
El comandante Sardaukar se negó a coger su mano.
—Preferiría morir antes que salvar mi vida gracias a ti. Mi vergüenza sería peor que la muerte, y presentarme ante mi padre caído en desgracia sería mucho más doloroso de lo que puedes imaginar.
El príncipe flexionó las piernas y extendió la mano para aferrar la muñeca de Garon. Recordó que había perdido a toda su familia, y su cuerpo en llamas durante la explosión del dirigible.
—No hay dolor que yo no pueda imaginar, comandante.
Empezó a izar al hombre, pese a sus protestas.
Pero el Sardaukar utilizó su mano libre para desenfundar un cuchillo, afilado como una navaja.
—¿Por qué no te dejas caer conmigo, y morimos juntos?
Garon sonrió, y después apuñaló la mano de Rhombur. Surgieron chispas de los tendones mecánicos de la muñeca, la hoja alcanzó los huesos sintéticos metálicos, pero no se hundió lo suficiente.
Rhombur, sin inmutarse, alzó al joven oficial hasta el borde. Duncan corrió a ayudarle.
Cando Garon atacó de nuevo con su arma, y esta vez segó las poleas y las articulaciones de apoyo de Rhombur, de modo que le cortó la mano. Cuando Rhombur retrocedió, contemplando el muñón humeante de su brazo artificial, el comandante Sardaukar se precipitó al abismo sin un chillido, ni siquiera un susurro.
Al cabo de poco, las fuerzas Atreides y los entusiasmados rebeldes se apoderaron del Gran Palacio. Duncan exhaló un suspiro de alivio, pero sin perder la cautela.
Después de presenciar la caída suicida de Cando Garon, los suboides y los rebeldes se recrearon arrojando a los tleilaxu capturados por encima del abismo, como venganza por los camaradas que habían sido ejecutados sumariamente por los invasores.
Duncan temblaba de agotamiento. Los combates continuaban en el suelo de la caverna, pero aprovechó el momento para saludar a su amigo.
—Me alegro de verte, Gurney.
El trovador sacudió la cabeza.
—Menudo momento para cortesías.
Se secó el sudor de la frente.
C’tair Pilru, demasiado cansado para celebrar la tan ansiada victoria, se sentó sobre un montón de plaspiedra desmenuzada y tocó el suelo, como si intentara recuperar recuerdos de la infancia.
—Ojalá mi hermano estuviera aquí.
Al recordar la última vez que había estado en el Gran Palacio, como hijo de un respetado embajador, deseó recuperar los años robados. Había sido una época de elegancia y refinamiento, de grandes recepciones, y de flirteos e intrigas por la mano de Kailea Vernius.
—Tu padre aún vive —dijo Rhombur—. Será un placer para mí nombrarle de nuevo embajador de la Casa Vernius.
Con un control preciso de su mano cyborg intacta, apretó los hombros hundidos de C’tair. El príncipe contempló su muñón todavía humeante, como lamentando que debiera pasar de nuevo por otra reparación y rehabilitación. Pero Tessia le ayudaría. Ardía en deseos de verla otra vez.
C’tair alzó la vista, sonriente.
—Antes, hemos de encontrar los controles del cielo, para que podáis proclamar vuestro triunfo y poner vuestra rúbrica a este día glorioso.
Muchos años antes, había hecho lo mismo, infiltrarse en el palacio controlado por los tleilaxu y transmitir imágenes del príncipe Rhombur. Ahora, había liderado la reconquista con el príncipe, Duncan y una docena de hombres más. Ante las puertas de la sala de control, descubrieron a dos tleilaxu muertos en el suelo, degollados…
Rhombur no sabía manipular los aparatos, de modo que C’tair le ayudó. Momentos después, proyectaron la gigantesca imagen del príncipe desde el techo de la gruta. Su voz amplificada resonó.
—¡Soy el príncipe Rhombur Vernius! Me he apoderado del Gran Palacio, mi hogar ancestral, mi legítimo hogar, donde pienso instalarme. ¡Ixianos, liberaos de vuestras cadenas, aplastad a vuestros opresores, recuperad vuestra libertad!
Cuando terminó, Rhombur oyó un rugido de renovados vítores desde abajo, donde la batalla continuaba.
Gurney Halleck se encontró con él en un pasillo.
—Mira lo que he encontrado. —Condujo al príncipe hasta un inmenso almacén blindado, que los Atreides habían abierto con fusiles láser—. Esperábamos descubrir documentación comprometedora, pero en cambio nos hemos topado con esto.
Había hileras de cajas amontonadas desde el suelo hasta el techo. Había una abierta, que dejaba al descubierto un polvillo anaranjado marrón, una sustancia que olía a canela.
—Se parece y sabe igual que la melange, pero mira la etiqueta. Dice AMAL, en alfabeto tleilaxu.
Rhombur paseó la mirada entre Duncan y Gurney.
—¿De dónde han sacado tanta especia, y por qué la han acumulado?
—Ya he visto… lo que sucede en el pabellón de investigaciones —murmuró C’tair. Parecía exhausto. Al darse cuenta de que los demás no le habían oído, repitió la frase en voz alta—. Ahora todo empieza a cobrar sentido —añadió—. Miral y Cristane…, y el olor a especia.
Sus compañeros le miraron, intrigados. Los ojos y la postura de C’tair delataban el efecto que los años de lucha habían obrado en él. Hombres menos decididos habrían arrojado la toalla mucho tiempo antes.
Meneó la cabeza con violencia, como para eliminar un zumbido de los oídos.
—Los tleilaxu estaban utilizando laboratorios ixianos para intentar crear una forma de melange sintética. Amal.
Duncan se encrespó.
—Esta conspiración va más allá de la villanía tleilaxu. Su sombra se extiende hasta el Trono del León Dorado. La Casa Corrino ha sido la causante de todos los sufrimientos de los ixianos y la destrucción de la Casa Vernius.
—Especia artificial… —Rhombur reflexionó unos momentos, y se encolerizó—. Ix fue destruida, y mi familia asesinada, ¿por eso?
La idea le repugnó, al comprender las inmensas implicaciones políticas y económicas.
Gurney Halleck se rascó la cicatriz de tintaparra y frunció el ceño.
—D’murr dijo algo acerca de que la especia de su tanque estaba contaminada… ¿Fue eso lo que le mató?
—Sospecho que encontraremos las respuestas en el pabellón de investigaciones —dijo C’tair con voz emocionada.
Un hombre no puede beber de un espejismo, pero puede ahogarse en él.
Sabiduría fremen
Después de examinar el informe de reconocimiento obtenido por la nave de Hiih Resser, la fuerza de ataque conjunta Harkonnen/Moritani descendió a los cielos de Caladan. La Bestia Rabban estaba rodeada de poder ofensivo, pero aun así se sentía nervioso.
Pilotaba su propia nave al frente de la numerosa flota, en teoría al mando, aunque no se apartaba mucho de la pesada nave de ataque pilotada por el maestro espadachín grumman, Reeser. El vizconde Moritani había tomado el mando del transporte de tropas más adelantado, dispuesto a conquistar Caladan por tierra, aterrorizar a los aldeanos y tomar el control de las ciudades Atreides. Su intención era impedir que el duque Leto volviera a poner el pie en el planeta.
Mientras atravesaba las nubes, preparado para la descarga de adrenalina que supondría la destrucción, Rabban se preguntaba cómo dividirían la Casa Harkonnen y la Casa Moritani los despojos de su conquista, en vistas a la «ocupación conjunta». Experimentaba una sensación de inquietud en la boca del estómago. El barón habría exigido la parte del león de los beneficios.
Rabban aferró los controles de su nave con dedos sudorosos, mientras recordaba el día en que había disparado en secreto sobre los dos transportes tleilaxu alojados en la bodega del crucero, un ataque sutil contra el imberbe duque Atreides. Rabban prefería ser más directo.
Si Caladan estaba tan indefenso como hacía suponer la exploración de Resser, toda la operación habría terminado antes de una hora. El heredero Harkonnen no podía creer que el duque Atreides hubiera sido tan incauto, aunque solo estuviera ausente unos días. Pero su tío decía con frecuencia que un buen líder ha de estar siempre ojo avizor a los errores, para poder aprovecharlos en cualquier momento.