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Authors: José Saramago

Tags: #Ciencia Ficción

La caverna (10 page)

BOOK: La caverna
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Cipriano Algor buscó una calle tranquila para hacer tiempo mientras llegaba la hora de recoger al yerno en la puerta del Servicio de Seguridad. Estacionó la furgoneta en una esquina desde donde se divisaba, a la distancia de tres extensas manzanas, una franja de una de las fachadas descomunales del Centro, precisamente la que corresponde a la zona residencial. Exceptuando las puertas que comunican con el exterior, en ninguna de las restantes fachadas hay aberturas, son impenetrables paños de muralla donde los paneles suspendidos que prometen seguridad no pueden ser responsabilizados de tapar la luz y robar el aire a quien vive dentro. Al contrario de esas fachadas lisas, la cara de este lado está cribada de ventanas, centenares y centenares de ventanas, millares de ventanas, siempre cerradas debido al acondicionamiento de la atmósfera interna. Es sabido que cuando ignoramos la altura exacta de un edificio, pero queremos dar una idea aproximada de su tamaño, decimos que tiene un determinado número de pisos, que pueden ser dos, o cinco, o quince, o veinte, o treinta, o los que sean, menos o más que estos números, del uno al infinito. El edificio del Centro no es ni tan pequeño ni tan grande, se satisface con exhibir cuarenta y ocho pisos sobre el nivel de la calle y esconder diez pisos por debajo. Y ya puestos, dado que Cipriano Algor ha estacionado la furgoneta en este lugar y comenzamos a ponderar alguno de los números que especifican el volumen del Centro, digamos que el ancho de las fachadas menores es de cerca de ciento cincuenta metros, y el de las mayores un poco más de trescientos cincuenta, no teniendo en cuenta, claro está, la ampliación mencionada con pormenor al comienzo de este relato. Adelantando ahora un poco más los cálculos y tomando como media una altura de tres metros por cada uno de los pisos, incluyendo la espesura del pavimento que los separa, encontraremos, considerando también los diez pisos subterráneos, una altura total de ciento setenta y cuatro metros. Si multiplicamos este número por los ciento cincuenta metros de ancho y por los trescientos cincuenta metros de largo, observaremos como resultado, salvo error, omisión o confusión, un volumen de nueve millones ciento treinta y cinco mil metros cúbicos, palmo más palmo menos, punto más coma menos. El Centro, no hay una sola persona que no lo reconozca con asombro, es realmente grande. Y es ahí, dijo Cipriano Algor entre dientes, donde mi querido yerno quiere que yo vaya a vivir, detrás de una de esas ventanas que no se pueden abrir, dicen ellos que es para no alterar la estabilidad térmica del aire acondicionado, pero la verdad es otra, las personas pueden suicidarse, si quieren, pero no tirándose desde cien metros de altura a la calle, es una desesperación demasiado manifiesta y estimula la curiosidad morbosa de los transeúntes, que en seguida quieren saber por qué. Cipriano Algor ha dicho, no una vez sino muchas, que nunca se avendrá a vivir en el Centro, que nunca renunciará a la alfarería que fue del padre y del abuelo, y hasta la propia Marta, su hija única, que, pobrecilla, no tendrá otro remedio que acompañar al marido cuando sea ascendido a guarda residente, supo comprender, hace dos o tres días, con agradecida franqueza, que la decisión final sólo la podrá tomar el padre, sin ser forzado por insistencias y presiones de terceros, aunque estuviesen justificadas por el amor filial o por aquella llorosa piedad que los viejos, incluso cuando la rechacen, suscitan en el alma de las personas bien formadas. No voy, no voy, y no voy, aunque me maten, masculló el alfarero, consciente, sin embargo, de que estas palabras, precisamente por parecer tan rotundas, tan terminantes, podían estar fingiendo una convicción que en el fondo no sentían, disimulando una laxitud interior, como una grieta todavía invisible en la pared más fina de un cántaro. Es obvio que es ésta la mejor razón, ya que de cántaro se vuelve a hablar, para que Isaura Estudiosa regrese al pensamiento de Cipriano Algor, y fue lo que sucedió, pero el camino tomado por ese pensamiento, o raciocinio, si raciocinio hubo, si no sólo la luz de un instantáneo relámpago, lo empujó hacia una conclusión asaz embarazosa, formulada en un soñador murmullo, Así ya no tendría que venir al Centro. El gesto contrariado de Cipriano Algor, inmediatamente después de haber pronunciado estas palabras, no permite que demos la espalda a la evidencia de que el alfarero, no obstante el gusto de pensar en Isaura Estudiosa que se le viene observando, no puede evitar un movimiento de humor que lo parece negar. Perder el tiempo en explicar por qué le gusta sería poco menos que inútil, hay cosas en la vida que se definen por sí mismas, un cierto hombre, una cierta mujer, una cierta palabra, un cierto momento, bastaría que así lo hubiésemos enunciado para que todo el mundo percibiese de qué se trataba, pero otras cosas hay, y hasta podrán ser el mismo hombre y la misma mujer, la misma palabra y el mismo momento, que, miradas desde un ángulo diferente, con una luz diferente, pasan a determinar dudas y perplejidades, señales inquietas, una insólita palpitación, por eso a Cipriano Algor le falló de repente el gusto de pensar en Isaura Estudiosa, la culpa la tuvo aquella frase, Así ya no tendría que venir al Centro, como quien dice, Casándome con ella, tendría quien me cuidase, otra vez queda demostrado lo que ya demostración no precisa, o sea, aquello que más le cuesta a un hombre es reconocer sus debilidades y confesarlas. Sobre todo cuando éstas se manifiestan fuera de la época apropiada, como un fruto que la rama sostiene mal porque nació demasiado tarde para la estación. Cipriano Algor suspiró, después miró el reloj. Era hora de ir a recoger al yerno a la puerta del Servicio de Seguridad.

7

Al perro Encontrado no le gustó Marcial. Era tanto lo que había que contar, tantas las novedades, tantos los altos y bajos de esperanza y de ánimo vividos en estos días, que a Cipriano Algor no se le ocurrió, durante el camino entre el Centro y la alfarería, hablarle al yerno de la misteriosa aparición del animal y sus consiguientes singularidades de comportamiento. Se impone, sin embargo, por amor a la verdad, avivado por el escrúpulo del narrador, no dejar sin mención un único y veloz afloramiento del inopinado episodio a la memoria omisa del alfarero, que no consiguió desarrollarse porque Marcial, con más que justificado pesar, interrumpió el relato del suegro para preguntarle por qué endemoniada razón ni a él ni a Marta se les había ocurrido informarle de lo que estaba sucediendo en casa, la idea de los muñecos, los diseños, los experimentos de modelado, Incluso parece que no existo para ustedes, comentó con amargura. Pillado en falta, Cipriano Algor hilvanó una explicación en que participaba el nerviosismo y la concentración de toda creación artística, la ninguna amabilidad con que el mandado de turno del teléfono solía atender las llamadas de los parientes de los guardas que vivían fuera del Centro, y, finalmente, unas cuantas palabras decorativas, medio atropelladas, para acabar de llenar y rematar el discurso. Felizmente, la vista del camión quemado contribuyó a desviar las atenciones de una discrepancia capaz de convertirse en querella familiar, que adelantémoslo, de amenaza no pasará, aunque Marcial Gacho haga intención de retomar el asunto cuando se encuentre a solas con su mujer, en el dormitorio y con la puerta cerrada. Con desahogo visible, Cipriano Algor dejó a un lado las figuras de barro para exponerle las sospechas que el incendio había hecho nacer en su espíritu, posición esta que Marcial, todavía molesto por la desconsideración de que fuera víctima, contestó con cierta brusquedad en nombre de la deontología, de la conciencia ética y de la limpieza de procesos que, por definición, siempre han distinguido a las fuerzas armadas, en general, y a las autoridades administrativas y policiales, en particular. Cipriano Algor encogió los hombros, Dices eso porque eres guarda del Centro, si fueras tú un paisano como yo, verías las cosas de otra manera, El hecho de que sea guarda del Centro no hace de mí un policía o un militar, respondió Marcial, secamente, No lo hace, pero te quedas cerca, en la frontera, Ahora está obligado a decirme si le avergüenza que un guarda del Centro esté aquí a su lado, en su furgoneta, respirando el mismo aire. El alfarero no respondió en seguida, se arrepentía de haber cedido otra vez al estúpido y gratuito apetito de irritar al yerno, Por qué hago esto, se preguntó a sí mismo, como si no estuviese harto de conocer la respuesta, este hombre, este Marcial Gacho quería quitarle a la hija, verdaderamente se la quitó cuando se casó con ella, se la quitó sin remedio ni retorno, Aunque, cansado de decir no, acabe yéndome a vivir con ellos al Centro, pensó. Después, hablando lentamente, como si tuviese que arrastrar cada palabra, dijo, Perdona, no quería ofenderte ni ser desagradable contigo, a veces no puedo evitarlo, es como si fuera más fuerte que yo, y no vale la pena que me preguntes por qué, no te respondería, o te diría mentiras, pero hay razones, si las buscamos las encontramos siempre, razones para explicar cualquier cosa nunca faltan, incluso no siendo las ciertas, son los tiempos que mudan, son los viejos que cada hora que pasa envejecen un día, es el trabajo que deja de ser lo que había sido, y nosotros que sólo podemos ser lo que fuimos, de repente descubrimos que ya no somos necesarios en el mundo, si es que alguna vez lo fuimos, pero creer que lo éramos parecía bastante, parecía suficiente, y era en cierta manera eterno, durante el tiempo que la vida durase, que eso es la eternidad, nada más que eso. Marcial no habló, sólo puso la mano izquierda sobre la mano derecha del suegro, que sostenía el volante. Cipriano Algor tragó en seco, miró la mano que, suave, pero firme, parecía querer proteger la suya, la cicatriz torcida y oblicua que dilaceraba la piel de un lado a otro, marca última de una quemadura brutal que no se sabe por qué misteriosa circunstancia no llegó a alcanzar las venas subyacentes. Inexperto, inhábil, Marcial había querido echar una mano en la alimentación del horno, quedar bien ante la joven que era su novia desde hacía pocas semanas, quizá más ante el padre, demostrarle que era un hombre hecho, cuando en realidad apenas acababa de salir de la adolescencia y la única cosa de la vida y del mundo acerca de la cual creía saber todo lo que hay que saber era que quería a la hija del alfarero. A quien por estas certidumbres pasó algún día, no le costará imaginar qué entusiásticos sentimientos eran los suyos mientras arrastraba, rama tras rama, la lefia del cobertizo, y luego la empujaba horno adentro, qué supremo premio habrían sido para él en aquellos momentos la sorpresa encantada de Marta, la sonrisa benévola de la madre, la mirada seria y rotundamente aprobadora del padre. Y de súbito, sin que se llegase a entender por qué, teniendo en cuenta que en la memoria de los alfareros nunca había sucedido tal cosa, una llamarada delgada, rápida y sinuosa como la lengua de una cobra irrumpió bufando desde la boca del horno, y fue a morder cruelmente la mano del muchacho, próxima, inocente, desprevenida. Ahí nació la sorda antipatía que la familia Gacho pasó a profesar a los Algores, no sólo imperdonablemente descuidados e irresponsables, sino, según el inflexible juicio de los Gachos, también descaradamente abusivos por haberse aprovechado de los sentimientos de un muchacho ingenuo para hacerlo trabajar de balde. No es sólo en aldeas apartadas de la civilización donde los apéndices cerebrales humanos son capaces de generar ideas así. Marta curó muchas veces la mano de Marcial, muchas veces la consoló y refrescó con su soplo, y tanto perseveró la voluntad de ambos que pasados unos años pudieron casarse, aunque no se unieron las familias. Ahora el amor de éstos parece estar adormecido, qué le vamos a hacer, debe de ser efecto natural del tiempo y de las ansiedades del vivir, mas si la sabiduría antigua todavía sirve para alguna cosa, si todavía puede ser de alguna utilidad en las ignorancias modernas, recordemos con ella, discretamente, para que no se rían de nosotros, que mientras haya vida, habrá esperanza. Sí, es cierto, por más espesas y negras que estén las nubes sobre nuestras cabezas, el cielo allá arriba estará permanentemente azul, pero la lluvia, el granizo y los rayos les caen siempre a los de abajo, verdaderamente no sabe una persona qué ha de pensar cuando tiene que hacerse entender con ciencias de éstas. La mano de Marcial ya se ha retirado, entre los hombres la costumbre es así, las demostraciones de afecto, para ser viriles, tienen que ser rápidas, instantáneas, hay quien afirma que esto se debe al pudor masculino, tal vez lo sea, pero reconózcase que mucho más de hombre, en la acepción completa de la palabra, habría sido, y por supuesto no menos viril, que Cipriano Algor detuviera la furgoneta para abrazar allí mismo al yerno y agradecerle el gesto con las únicas palabras merecidas, Gracias por haber puesto tu mano sobre la mía, esto era lo que debería haber dicho, y no estar aprovechándose ahora de la seriedad del momento para quejarse del ultimátum que le ha sido impuesto por el jefe del departamento de compras, Imagínate, darme quince días para retirar la loza, Quince días, Es verdad, quince días, y sin tener quien me ayude, Siento no poderle echar una mano, Claro que no puedes, ni tienes tiempo ni sería conveniente para tu carrera que se te vea de mozo de carga, pero lo peor es que no sé cómo me voy a librar de unos cacharros que ya nadie quiere, Todavía podrá vender algunas piezas, Para eso basta con las que tenemos en la alfarería, Pues entonces parece realmente complicado, Ya veremos, tal vez las deje por ahí, en el camino, La policía no lo va a permitir, Si esta tartana, en lugar de furgoneta, fuese uno de esos camiones que levantan la caja, sería facilísimo, un botoncito eléctrico y hala, en menos de un minuto estaría todo en la cuneta, Escaparía una vez o dos de la policía de carretera, pero acabarían por pillarlo in fraganti, Otra solución sería encontrar en el campo una cueva, no necesitaría ser muy honda, y meter todo ahí dentro, imagínate la gracia que tendría si dentro de mil o dos mil años pudiéramos presenciar los debates de los arqueólogos y los antropólogos sobre el origen y las razones de la presencia de tal cantidad de platos, tazas y ollas de barro, y su problemática utilidad en un sitio deshabitado como éste, Deshabitado, ahora, de aquí a mil o dos mil años no es imposible que la ciudad haya llegado hasta donde nos encontramos en este momento, observó Marcial. Hizo una pausa, como si las palabras que acababa de pronunciar hubiesen exigido que volviera a pensar en ellas, y, con el tono perplejo de quien, sin comprender cómo lo había conseguido, ha llegado a una conclusión lógicamente impecable, añadió, O el Centro. Ahora bien, sabiéndose que en la vida de este suegro y este yerno, la desafortunada cuestión del Centro ha sido de todo menos pacífica, es de extrañar que las consecuencias de la inesperada alusión del guarda interno Marcial Gacho se hayan quedado en eso, que la peligrosa frase O el Centro no hubiese disparado inmediatamente una nueva discusión, repitiéndose todos los desencuentros ya conocidos y el mismo rosario de recriminaciones sordas o explícitas. La razón de que ambos hayan permanecido silenciosos, suponiendo que sea posible, para quien, como nosotros, observa desde el lado de fuera, desvelar lo que, con toda probabilidad, ni para ellos está claro, es el hecho de que esas palabras constituyeron, en la boca de Marcial, sobre todo en el contexto en que fueron pronunciadas, una novedad absoluta. Se podrá decir que no es así, que, por el contrario, al admitir la posibilidad de que el Centro haga desaparecer en un día futuro, por imparable absorción territorial, los campos que la furgoneta ahora va atravesando, el guarda interno Marcial Gacho estaría subrayando, por su cuenta, y aplaudiendo, en su fuero interno, la potencia expansiva, tanto en el espacio como en el tiempo, de la empresa que le paga sus modestos servicios. La interpretación sería válida y liquidaría definitivamente la cuestión si no se hubiese producido aquella casi imperceptible pausa, si aquel instante de aparente suspensión del pensar no correspondiese, permítase la osadía de la propuesta, a la aparición de alguien simplemente capaz de pensar de otra manera. Si fue así, es fácil de comprender que Marcial Gacho no haya podido avanzar por el camino que se le abría, dado que ese camino estaba destinado a una persona que no era él. En cuanto al alfarero, ése lleva vividos años más que suficientes para saber que la mejor manera de hacer que una rosa muera es abrirla a la fuerza cuando todavía no pasa de ser una pequeña promesa de flor. Guardó, por tanto, en la memoria las palabras del yerno e hizo como que no se había dado cuenta de su verdadero alcance. No volvieron a hablar hasta que entraron en la aldea. Como de costumbre cuando traía del Centro al yerno, Cipriano Algor se detuvo ante la puerta de sus mal avenidos compadres, justo el tiempo para que Marcial entrara, diera un beso a la madre, y al padre, si estaba en casa, se informara de cómo andaban de salud desde la última vez y saliera después de haber dicho, Mañana vengo más despacio. En general, eran más que suficientes cinco minutos para que la rutina del sentimiento filial se cumpliese, el resto de las expansiones y lo más sustancial de las conversaciones quedaban para el día siguiente, unas veces almorzando, otras no, pero casi siempre sin la compañía de Marta. Hoy, sin embargo, los cinco minutos no bastaron, ni los diez, y fueron casi veinte los que tuvieron que consumirse antes de que Marcial reapareciese. Entró en la furgoneta bruscamente y cerró la puerta con fuerza. Tenía la cara seria, casi sombría, una expresión endurecida de adulto para la que la juventud de sus facciones todavía no estaba preparada. Has tardado mucho hoy, está alguien enfermo, algún problema en la familia, preguntó el suegro, solícito, No, no es nada grave, perdone que le haya obligado a esperar tanto, Vienes enfadado, No es nada grave, ya se lo he dicho, no se preocupe. Están casi llegando, la furgoneta gira a la izquierda para comenzar a subir la ladera que conduce a la alfarería, al cambiar de velocidad Cipriano Algor recuerda que ha pasado por donde vive Isaura Estudiosa sin haber pensado en ella, y es en este momento cuando un perro baja la cuesta corriendo y ladrando, segunda sorpresa que Marcial tiene hoy, o tercera, si la visita a los padres resultó ser la segunda. De dónde sale este perro, preguntó, Apareció por aquí hace unos días y dejamos que se quedara, es un animal simpático, le pusimos de nombre Encontrado, aunque, si lo pensamos bien, los encontrados somos nosotros, y no él. Cuando la furgoneta llegó al final de la rampa y se detuvo, unas cuantas cosas sucedieron simultáneamente, o con intervalos mínimos de tiempo, Marta apareció en la puerta de la cocina, el alfarero y el guarda interno salieron del coche, Encontrado gruñó, Marta vino hacia Marcial, Marcial fue hacia Marta, el perro dio un gruñido profundo, el marido abrazó a la mujer, la mujer abrazó al marido, luego se besaron, el perro dejó de gruñir y atacó una bota de Marcial, Marcial sacudió la pierna, el perro no soltó la presa, Marta gritó, Encontrado, el padre gritó lo mismo, el perro dejó la bota e intentó morder el tobillo, Marcial le dio un puntapié con intención pero sin demasiada violencia, Marta dijo, No le pegues, Marcial protestó, Me ha mordido, Es porque no te conoce, A mí no me conocen ni los perros, estas palabras terribles salieron de la boca de Marcial como si llorasen, dolor y queja insoportables cada una de ellas, Marta rodeó con las manos los hombros del marido, No repitas eso, claro que no lo repitió, no era necesario, hay ciertas cosas que se dicen una vez y nunca más, Marta oirá estas palabras dentro de su cabeza hasta el último día de su vida, y en cuanto a Cipriano Algor, si pretendiésemos saber lo que está haciendo en este momento, la respuesta más fácil sería, Nada, si no fuese por la reveladora circunstancia de que desvió rápidamente los ojos cuando oyó lo que dijo Marcial, algo hizo por tanto. El perro se había alejado camino de la caseta, pero a mitad del trayecto se detuvo, se volvió y se puso a observar. De vez en
cuando dejaba salir un gruñido de la garganta. Marta dijo, No sabe lo que son los abrazos, debe de haber pensado que me estabas haciendo daño, pero Cipriano Algor, para limpiar la atmósfera, salió con una idea más trivial, También puede ser que le tenga tirria a los uniformes, se conocen casos así. Marcial no respondió, se movía entre dos conciencias íntimas, la del arrepentimiento de haber dicho palabras que se quedarían para siempre jamás como pública confesión de un dolor escondido hasta ese momento en lo más hondo de sí mismo, y la de una instintiva intuición de que haberlas dejado salir de esta manera podría significar que estaba a punto de abandonar un camino para tomar otro, aunque fuese todavía muy pronto para saber en qué dirección le llevaría. Besó a Marta en la frente y dijo, Voy a cambiarme de ropa. La tarde caía rápidamente, sería de noche en poco más de media hora. Cipriano Algor dijo a la hija, Ya he hablado con el tipo de las compras, Por culpa del jaleo del perro se me ha olvidado preguntarle cómo fue la conversación, Dice que tal vez mañana tenga una respuesta, Tan pronto, Cuesta creerlo, realmente, y todavía cuesta más pensar que la decisión puede ser afirmativa, que es lo que me ha parecido entender, por lo menos, Ojalá no se equivoque, La única bella sin pero que conozco eres tú, Qué quiere decir, a propósito de qué vienen ahora las bellas y los peros, Es que después de una noticia buena, siempre viene una noticia mala, Cuál es la de ahora, Tendré que sacar en dos semanas la loza que conservan en el almacén, Iré con usted para ayudarle, Ni en sueños, si el Centro nos hace el encargo, todo el tiempo aquí va a ser poco, hay que modelar las figuras definitivas, hacer los moldes, trabajar en el moldeado, pintar, cargar y descargar el horno, me gustaría entregar el primer encargo antes de dejar vacías las baldas del almacén, no vaya a ser que el hombre cambie de ideas, Y qué vamos a hacer con esa loza, No te preocupes, ya me he puesto de acuerdo con Marcial, la dejo por ahí en medio del campo, en cualquier agujero, para que la aproveche cualquiera, Con tantas mudanzas, la mayor parte se romperá, Es lo más seguro. El perro vino y tocó con la nariz la mano de Marta, parecía estar pidiéndole que le explicase la nueva composición del conjunto familiar, como en algún tiempo se puso de moda decir. Marta le regañó, A ver cómo te portas de ahora en adelante, puedes estar seguro de que entre tú y el marido, escojo el marido. La última sombra del moral se recogía poco a poco para comenzar a hundirse en la sombra más profunda de la noche que se aproximaba. Cipriano Algor murmuró, Hay que tener cuidado con Marcial, lo que acaba de decir ha sido como una puñalada, y Marta respondió, también murmurando, Fue una puñalada, duele mucho. La lámpara de encima de la puerta se encendió. Marcial Gacho apareció en el umbral, había cambiado el uniforme por una ropa común, de estar en casa. El perro Encontrado lo miró con atención, con la cabeza alta avanzó unos pasos hacia él, después se estacó, expectante. Marcial se aproximó, Hacemos las paces, preguntó. La nariz fría rozó levemente la cicatriz de la mano izquierda, Hacemos las paces. Dijo el alfarero, Mira qué razón tenía, a nuestro Encontrado no le gustan los uniformes, En la vida todos son uniformes, el cuerpo sólo es civil verdaderamente cuando está desnudo, respondió Marcial, pero ya no se percibía amargura en su voz.

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