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Authors: Isabel Wolff

Tags: #Romántico

La chica del tiempo (16 page)

BOOK: La chica del tiempo
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—Pues que… ¡No sé! —exclamó desesperado. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Estoy confuso, Faith. No me preguntes lo que siento. Solo sé que estoy pasando un infierno. Es decir, por un lado acostarme con ella no significó nada. Nada.

—Pues si no significaba nada, ¿por qué lo hiciste?

—Porque al mismo tiempo sentía que significaba algo. ¿Cómo iba a no significar nada, cuando nunca había sido infiel antes? Así que sí, algo significaba, y yo lo sabía. En el fondo, yo sabía que aquello significaba algo.

—Ya. —Me sentía mareada—. ¿Piensas hacerlo otra vez? —pregunté. Sabía que no me mentiría.

—No lo sé. ¡No lo sé!

Fue entonces. En ese momento sentí que algo se rompía dentro de mí, algo que nunca podría reparar.

Para mi sorpresa no me puse histérica ni furiosa, sino que conservé bastante la calma. Me llevé a Graham a dar un paseo y luego subí a mi cuarto. Me quedé tumbada en la cama, con el perro a mis pies, mirando la oscuridad, observando correr por la pared las luces de los coches que pasaban. Me quedé allí hasta las tres y media. Entonces me levanté y me fui a trabajar. Y cuando llegué a casa llamé a la revista y acepté mi premio.

Una semana más tarde me encontraba en el despacho de Rory Cheetham-Stabb, en Belgravia. Mientras él anotaba mis datos en un expediente nuevo, yo observé discretamente la estancia. Era lo más opuesto al espartano despacho de Karen en Chiswick. Tenía el tamaño de un pequeño salón de baile, decorado con muebles antiguos que olían a cera de abeja, forrado de gruesos tomos encuadernados en piel y alfombrado de suntuosas moquetas aterciopeladas. En las paredes colgaban oscuros y relucientes óleos de paisajes escoceses y dignos retratos de perros y caballos. Rory Cheetham-Stabb, sentado en su enorme mesa de caoba, era un hombre alto, de pelo negro azabache, nariz aquilina y ojos azules muy claros. Llevaba un traje exquisito, con discretas costuras hechas a mano en las solapas. Unos gemelos de diamantes relumbraban a la luz de la araña.

—Vamos a ver, señora Smith —comenzó con suavidad—, debe usted ponerse totalmente en mis manos. Yo cuidaré de usted. Y no se preocupe —prosiguió con una sonrisa rapaz—, porque siempre doy a mis esposas justamente lo que quieren. —En ese momento encendió un largo puro—. Sí, mis esposas siempre consiguen lo que quieren. —Advertí que hablaba mucho de «sus esposas» y me imaginé formando parte de un numeroso harén—. O sea que está usted segura de querer el divorcio, ¿no es así?

—Sí, así es.

—Estupendo —contestó dando una palmada—. Estupendo. Porque hoy en día se habla muchísimo de mediación, conciliación, consejeros y todas esas tonterías sensibleras, señora Smith, cuando el hecho es que un divorcio es una batalla. Una batalla sangrienta, ¡pero una batalla que yo gano invariablemente! Vamos a ver, lo que tenemos que hacer es preparar nuestro caso. ¿Cuál es la razón del divorcio?

—La infidelidad de mi marido.

—Muy bien —dijo él, escribiendo con frenesí—. Mujeriego contumaz.

—No —le corregí horrorizada—. No es verdad. Solo ha tenido una aventura.

—Detalles, señora Smith, detalles. Vamos a ver, ¿bebe su marido?

—Bueno, cuando vuelve del trabajo suele tomarse un gin-tonic, sí, y cuando sale se toma un par de copas de vino.

—Mmmm. Serio… problema… con la bebida —murmuró Cheetham sin dejar de escribir—. No se puede esperar que ninguna mujer conviva con eso. Muy bien, de momento tenemos entre manos a un mujeriego alcohólico. Debe de ser horrible para usted, señora Smith. Horrible. El juez estará totalmente de su parte.

—Señor Cheetham-Stabb, con todos mis respetos, creo que se equivoca. No quiero hacer daño a mi marido ni mentir sobre él. En el fondo es un hombre decente. Pero me ha sido infiel y yo no puedo seguir viviendo con él. Así que solo quiero poner fin a mi matrimonio, nada más. —Una expresión de incomprensión mezclada con desilusión cruzó su atractivo rostro. Luego se arrellanó en su silla estilo Luis XVI y se dio unos golpecitos en los dientes con su Mont Blanc.

—Así que no le importa que su marido se quede con la casa, ¿no? —preguntó.

—Hombre, yo no diría eso.

—Y no pondría objeciones si consigue la custodia de los niños.

—¡Claro que pondría objeciones!

—Y supongo que le parecería bien que le pagara una pensión de miseria.

—No, no, yo no digo eso.

—Tampoco le importaría tener que irse a vivir a un cuartucho en algún barrio de mala muerte, mientras que él se queda en la casa matrimonial con su nueva querida. —Yo estaba tan horrorizada que no pude ni contestar—. No le importa, ¿no es así? —repitió, alzando las cejas con una sonrisa insolente.

Me quedé allí sentada, de piedra, contemplando la pesadilla que el abogado había conjurado ante mis ojos.

—Como ya digo, señora Smith —prosiguió él con suavidad—, un divorcio es una batalla, y puede ser muy sangrienta. Y cuando se mete uno en una batalla, hay que intentar asustar al adversario haciendo muchísimo ruido. Eso es lo que me propongo, señora Smith, hacer mucho ruido. Vamos a ver, ¿quiere usted divorciarse o no?

Me quedé mirándolo.

—Sí —suspiré.

—Bien. Mañana le haremos llegar la petición de divorcio.

Decidí advertir a Peter, por supuesto. La idea de que pudiera abrir el correo y encontrarse con una demanda de divorcio era una indignidad que no quería infligirle. Así que esa noche, mientras preparaba la cena, le dije que había empezado los trámites. Se quedó tan pasmado que se le cayó un plato.

—¿Qué te vas a divorciar de mí? —dijo con un hilo de voz.

—Sí.

—Ah. —Parecía perplejo—. Vaya. ¿De verdad es necesario?

—¿De verdad era necesario que tuvieras una aventura? —contraataqué—. ¿De verdad era necesario decirme que no estás seguro de que no volverá a pasar? Pues bien, yo no puedo vivir con esa inseguridad, Peter, así que pienso protegerme.

—Faith, ya sé que en estos momentos tenemos problemas, pero esto es una locura. Tienes que pensártelo mejor.

—Lo he pensado mucho —repliqué sombría—. He pensado que ya no confío en ti y que mis sentimientos hacia ti han cambiado. Tu infidelidad ha cambiado de alguna forma nuestra relación, no sé cómo. Supongo que debe de sonar ingenuo, pero me temo que es la verdad.

—Pero el divorcio nos va a dejar en la ruina —protestó, mientras recogía los trozos del plato roto—. Por Dios, Faith, ahora que acabo de conseguir un trabajo fantástico…

—Tu trabajo no tiene nada que ver con esto.

—Por fin las cosas nos iban bien. Íbamos a comenzar una etapa más feliz.

—Pues es una pena que tuvieras una aventura.

—Las cosas estaban mejorando.

—Sí, hasta que me contaste lo que había pasado.

—Pero ahora se nos va a ir todo en abogados.

—No va a costar ni un penique. —Entonces le conté lo de mi premio.

—¡Un concurso! —exclamó—. ¡Por Dios, Faith! ¡Es absurdo! Además, no quiero publicidad. Y menos ahora, con mi nuevo empleo.

—No pasa nada —expliqué—. No te preocupes, que marqué la casilla de «sin publicidad». De todas formas deberías alegrarte, porque si no hubiera ganado tendrías que poner tú el dinero, y Rory Cheetham-Stabb no sale barato, precisamente.

—¡Rory Cheetham-Stabb! —resolló—. ¡Por Dios! ¡Ese tío es un velocirraptor! ¡Me va a dejar en la ruina! ¡Rory Cheetham-Stabb! —gritó—. Así que eso es lo que planeabas, darle al botón que pone «pensión» y ver cómo caía el dinero, ¿no?

—¡No digas eso! No quiero arruinarte. Simplemente creo que tengo que poner fin a nuestro matrimonio por las razones que acabo de explicar. Y tú no tienes por qué oponerte. Pero si te opones, sí, necesitarás un abogado. Y no puedes recurrir a Karen porque nos conoce a los dos, así que tendrás que buscarte a otro.

—Gracias por el consejo —me espetó—. Así que te quieres divorciar —repitió incrédulo—. ¡Joder! —protestó mientras se servía una ginebra doble en uno de los vasos de cristal de su madre.

—¿Tú qué creías que iba a pasar cuando me contaste lo de Andie? —pregunté.

—¡Desde luego esto no! —exclamó él, mesándose el pelo—. Esto no. Pensé que apreciarías mi sinceridad, fíjate hasta qué punto me equivocaba.

—¡Vaya! ¡Y yo que pensaba que la ingenua era yo!

—Creí que lo entenderías. —Peter se llevó el vaso a los labios.

—Y supongo que lo entiendo —repliqué—. Entiendo lo que es perder la confianza en alguien. Y ahora, después de quince años, yo he perdido mi confianza en ti. Y si ya no hay confianza entre nosotros, Peter, es que no nos queda nada.

—Nos quedan muchas cosas, Faith. —Yo había empezado a pelar unas zanahorias—. Tenemos a nuestros hijos, nuestras carreras, la casa, el perro…

—No metas a Graham en esto. La cosa es que todo ha cambiado.

—Faith, ya sé que estás furiosa, y me lo merezco. Sé que me he metido en un buen lío. Pero eso no significa que tengamos que divorciarnos, así sin más. ¿No podríamos dejar que se enfriaran las cosas?

—Para mí ya se han enfriado. De hecho se han congelado. —Peter me miraba fijamente. Yo me sentí como Gary Cooper en
Solo ante el peligro
.

—¿Quieres el divorcio, Faith? —me preguntó—. ¿De verdad quieres divorciarte? ¿Quieres divorciarte? —Yo le miré en silencio—. ¿Es eso lo que quieres? ¿El divorcio? ¿Quieres-el-divorcio? —gritó desesperado.

—Sí —respondí con voz queda.

Peter se volvió de pronto y tiró el vaso de cristal a través de la puerta de la cocina contra el espejo de Lily.

—¡Ah! —exclamé al verlo hacerse pedazos—. ¡Ah! —Y me volví para gritarle, para chillar como una loca. Esta vez me iba a oír. Pero no fue posible, porque Peter ya se había marchado de casa dando un portazo.

Al día siguiente se disculpó. Parecía arrepentido de verdad. Yo me quedé mirando el espejo roto, que había descolgado y ahora yacía apoyado con aire de abandono contra la pared. Era algo totalmente insólito, porque Peter nunca, jamás en quince años, había hecho una cosa similar.

—Lo siento —murmuró—, perdí el control.

Yo acepté sus disculpas, por supuesto, pero ahora, todavía conmocionada por lo sucedido, le pregunté si estaría dispuesto a marcharse de casa. Él miró un instante por la ventana hacia el jardín y asintió con la cabeza. Para mí fue un alivio, porque Rory Cheetham-Stabb me había advertido que algunos hombres se niegan a marcharse de la casa matrimonial porque les aterroriza la posibilidad de perderla si se van. Pero yo sabía que Peter sería un caballero. En todo caso, ¿cómo podíamos seguir juntos cuando nuestro matrimonio se deshacía? Yo me pregunté si se mudaría con Andie, porque ella le recibiría con los brazos abiertos, eso seguro. Pero unos días más tarde Peter me dijo que había encontrado un pisito en Pimlico, cerca de la Tate. Era de un amigo o un conocido que se iba de viaje por un año, y el alquiler no era muy alto. Así que le ayudé a hacer las maletas. Se me hizo muy raro, porque era como ayudarle a hacer el equipaje para irse a la feria del libro de Frankfurt o algún viaje de negocios. Mientras sacaba sus camisas del armario me quedé mirando las dos corbatas nuevas de Hermés.

—Te las regaló ella, ¿verdad?

—Sí —respondió él con expresión culpable.

—No deberías haberlas aceptado —señalé.

—No; tienes razón.

No tardamos en llenar dos maletas. La habitación en que Peter dormía se quedó vacía. Las perchas de alambre entrechocaban suavemente en la ligera brisa. Mientras hacíamos el equipaje Graham yacía en la cama con la cabeza entre las patas, moviendo las cejas ansiosamente arriba y abajo. Luego Peter fue a la cocina para prepararse un último café mientras esperaba el taxi. Yo me senté con él. A través de la puerta abierta se veían las maletas en el pasillo. «Esto es increíble —pensé—. Esto es surreal. Pero sucede a ciento cincuenta mil parejas cada año».

—Ya hablaré con los niños el fin de semana —dije. Me horrorizaba pensar en cómo reaccionarían—. Puedes pasar con ellos todo el tiempo que quieras, y con Graham también. Pero no quiero que conozcan a Andie, ¿de acuerdo?

—Escucha, ni siquiera sé si la voy a ver —contestó Peter. Tenía a Graham en el regazo. De pronto me cogió las manos encima de la mesa—. Esto es un desastre. Por favor, por favor, te pido que cambies de opinión.

En ese momento, al sentir el contacto de sus manos en las mías, al ver las lágrimas en sus ojos castaños y advertir la nota de dolor en su voz, estuve a punto de ceder. Era como si nos mirásemos a través de un profundo abismo, pero yo sabía que no existía ningún puente. Y además, acabábamos de oír el claxon impaciente de un coche. Peter fue a la puerta, gritó algo y sacó las maletas. Y yo estuve a punto de echar a correr para decirle: «Lo siento. ¡He cambiado de opinión! He cometido un error. Pero es que no podía asimilar mis sentimientos y no sabía qué hacer. Solo quería mostrarte lo mucho que me has herido, y quería hacerte daño yo a ti, pero creo que ya te he hecho bastante daño, así que por favor, por favor, Peter, no te vayas». De hecho hasta me había levantado para salir corriendo cuando de pronto sonó su móvil. Se lo había dejado en la mesa. Sonaba el tonillo de «Porque es un chico excelente». Miré la pequeña pantalla donde, para mi gran sorpresa, habían aparecido dos corazones entrelazados que palpitaban al ritmo de la música. Luego una luz roja anunció que habían dejado un mensaje. Yo sabía de quién era. Peter había entrado en la casa por la segunda maleta, y mientras salía de nuevo con Graham a sus talones, yo pulsé el
play
.

«Cariño —oí la voz de Andie Metzler—, espero que estés bien. ¡Me muero de ganas de verte! Pásate luego. Pondré a enfriar el champán. ¡Te quiero!».

—Faith… —Peter estaba en el escalón de la puerta—. Faith, no…

—Adiós, Peter. —Y con estas palabras cerré la puerta.

Algunas mujeres luchan por sus hombres, ¿no es así? Si tienen una rival alzan los puños, sacan las uñas y devuelven el golpe con todas sus fuerzas. Defienden su territorio con la ferocidad con que la señora Thatcher defendió las Malvinas. Pero yo no soy así. Estaba claro. Porque cuando oí el mensaje de Andie no me sentí dispuesta a entrar en batalla, sino desmoralizada a fondo. Y mientras escuchaba su voz fui consciente de un profundo cambio fisiológico; mi corazón dobló el ritmo, comencé a respirar agitadamente y se me puso piel de gallina. Oír cómo le llamaba «cariño» fue como una puñalada. La insolente intimidad del «te quiero», la idea del champán frío en su habitación conjuraban imágenes que me revolvían el estómago. Pero, como una masoquista, me dediqué a regodearme en ellas. Me imaginaba a Andie en su negligé, desnudando lentamente a Peter, la veía frotándole el pecho con un hielo, acariciándole el pelo. Me la imaginaba besándole, tumbándole en la cama, haciendo el amor con él. Casi podía oír sus gemidos y suspiros. Luego me veía a mí misma, irrumpiendo en su dormitorio con un cuchillo de cocina y hundiéndoselo en el corazón. El odio que sentía por ella era tan primitivo, tan violento que me horrorizaba. Jamás me hubiera creído capaz de un odio tan salvaje. La infidelidad de Peter me había puesto al descubierto una parte de mí misma que desconocía. Pero Peter era mío, razonaba. Había sido mi marido durante quince años. Y aquella maldita, maldita mujer pretendía arrebatármelo. Así que era natural que quisiera matarla. Pero sabía que no sería capaz. Tendría que enfrentarme a la crisis a mi manera. Porque también sabía que mi orgullo me impediría luchar para que Peter se quedara conmigo. En cualquier caso es demasiado arriesgado. Y si no miren a Della Bovey, la pobre. La chica que luchó valientemente contra Anthea Turner y que solo ganó un aplazamiento. Yo sabía que Andie conseguiría a Peter. Al fin y al cabo era una cazadora de talentos inclemente. No, yo no pensaba luchar.

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